El pasado 14 de abril, los ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea reunidos en Luxemburgo aprobaban la declaración de 2015 como Año Europeo del Desarrollo. Desde 1957 la UE cuenta con una política de cooperación, que ha ido progresivamente ampliándose hasta llegar a estar presente en más de 130 países en desarrollo. En la actualidad, la UE, junto con sus Estados miembros, constituye el mayor donante de Ayuda Oficial, con un volumen de 56.500 millones de euros en 2013, más de la mitad del total mundial. También la UE es el primer donante de ayuda humanitaria y sólo en 2011 atendió a 150 millones de personas en 80 países.
«Javier Sota es investigador del CECOD
El pasado 14 de abril, los ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea reunidos en Luxemburgo aprobaban la declaración de 2015 como Año Europeo del Desarrollo. Desde 1957 la UE cuenta con una política de cooperación, que ha ido progresivamente ampliándose hasta llegar a estar presente en más de 130 países en desarrollo. En la actualidad, la UE, junto con sus Estados miembros, constituye el mayor donante de Ayuda Oficial, con un volumen de 56.500 millones de euros en 2013, más de la mitad del total mundial. También la UE es el primer donante de ayuda humanitaria y sólo en 2011 atendió a 150 millones de personas en 80 países.
No obstante, si algo ha vuelto a poner de relieve la actual crisis en Ucrania, es la total falta de agilidad y eficacia de la acción exterior de la Unión Europea. El profesor José María de Areilza lo recordaba recientemente (ABC, 13-4-2014), cuando decía que todavía “no se ha aprobado la asignatura pendiente de la UE en los últimos veinte años, que es pasar a ser un actor global que defienda sus intereses en el exterior”.
Ante esta realidad, cabría hacerse algunas preguntas: ¿puede convertirse la política de desarrollo en un buen instrumento para profundizar y avanzar en la acción exterior de la UE?, ¿puede la cooperación aportar proyección internacional a la UE en un nuevo contexto mundial? Al fin y al cabo, no se puede negar que la Marca Europa, basada en valores como la democracia, los derechos humanos, la paz, la cooperación, el crecimiento sostenible y la solidaridad, resulta atractiva para mucha gente fuera de nuestras fronteras.
Cualquiera que se aproxime a la escena internacional más reciente tendrá que reconocer que las cosas están cambiando mucho y muy rápido. Solamente dos pequeños apuntes. En primer lugar, nos encontramos ante un mundo más multipolar, en el que el auge de los países emergentes, como China, la India o Brasil, se traduce en su mayor capacidad de influir a nivel regional y global, mientras los países occidentales ven disminuir su peso relativo. En segundo lugar, un aumento significativo de la presencia internacional de grupos sociales y de individuos, que a menudo actúan al margen de los intereses de los Estados y que, gracias a los avances tecnológicos, desempeñan un papel cada vez más destacado en las relaciones internacionales.
Asimismo, si observamos la evolución de los Índices Elcano de Presencia Global de los últimos años, podremos comprobar cómo, tras el final de la Guerra Fría, la importancia de la presencia militar ha ido descendiendo mientras que la económica y la “blanda” han ido ganando cada vez más peso. Dentro de esa presencia “blanda”, hoy en día más relevante incluso que la económica, estarían integrados elementos como la ciencia y la tecnología, la cultura, el turismo, el mercado de trabajo y la cooperación al desarrollo.
Por todo ello, en un momento en que los europeos deberíamos preguntarnos más sobre aquello que nos une y sobre lo que queremos lograr juntos, la cooperación al desarrollo representa uno de los grandes activos de la Marca Europa y es también el ámbito que nos vincula más afectivamente con nuestros países socios. 2015, como Año Europeo del Desarrollo, nos ofrece una buena oportunidad para seguir avanzando en un genuino sentimiento de pertenencia europea y para sensibilizar sobre la importancia de la cooperación y su contribución a un mundo más justo y solidario. Es así, tanto por un deber moral y político, como también –y no conviene olvidarlo– por nuestro propio interés.
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