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2020: Una Odisea en (muy poco espacio) Confinando el mundo: con qué fin y hasta cuándo

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En 1957-58 la epidemia de gripe (H2N2) mató a más de 1 millón de personas en el mundo. En 1968-69, una cepa que evolucionó del H2N2, la que se dio en llamar gripe de Hong Kong (o H3N2), produjo un número muy similar de víctimas mortales. Por contraste, el virus de 2020 ha causado hasta ahora alrededor de 325.000 fallecidos en un mundo cuya población es ahora más del doble que en 1968. Ambas pandemias cursaron con síntomas en todo análogos a la actual y atacaron con especial virulencia a personas mayores de 65 años, como ahora. En ninguno de los dos casos se cerraron escuelas ni comercios; los cines, teatros y restaurantes siguieron funcionando; las bolsas no se asomaron al abismo; las autoridades no impusieron el distanciamiento social; los medios de prensa apenas se hicieron eco; los ciudadanos no buscaban respuestas en los gobiernos, sino que lo hacían en la comunidad médica y, sobre todo, en su propia experiencia.

Durante estos 50 años la respuesta ha cambiado porque nuestras sociedades han cambiado. Los medios de comunicación y las redes sociales han invadido nuestras vidas convirtiendo la experiencia humana en un objeto de consumo colectivo. Ahora delegamos en la política la responsabilidad de todos los aspectos de la vida social e individual, también de la salud propia.

Han pasado dos meses desde que buena parte del mundo se encerró entre cuatro paredes, por primera vez en la historia, con el objeto de mitigar los contagios producidos por una enfermedad infecciosa. Ese curso de acción terminará revelándose como mejor o peor que el que siguieron nuestros padres y abuelos hace medio siglo. Las decisiones adoptadas por muchos gobiernos en todo el mundo se adoptaron y se mantienen por intuición, no porque tengan una base indubitada que la medicina y la epidemiología aún no han podido suministrar –o han suministrado en infinidad de direcciones diferentes y contradictorias–. No envidio a los gestores públicos. Muchos, en todo el mundo occidental, apelan a seguir el consejo de la ciencia. ¿Pero cuál? Si a alguien no le gusta el consenso científico hoy, no debe preocuparse: en una semana será diferente. Y se acumulan las interrogantes.

1.   Se dice que el confinamiento de la población era necesario para frenar la pandemia y que, en ausencia de esa medida, el número de muertos habría sido mucho mayor. Parece plausible. El grado de contagios y fallecimientos por millón de habitantes en Suecia, país que no ha forzado el confinamiento, en contraste con otros países europeos que sí lo han hecho, parecería abonar esa conclusión. Sin embargo, la comparación de casos y fallecimientos entre estados de EE. UU. con el máximo de restricciones (Nueva York) y el mínimo (Florida) va en dirección contraria. Un estudio de JP Morgan, a su vez, apuntaría preliminarmente a que la infección no solo no se ha incrementado, sino que ha descendido en aquellos estados de EE. UU. que han dado por terminada la reclusión estricta (que son, a día de hoy, la mayoría). Dicho de otra manera: la evidencia no es concluyente en un sentido o en otro.

¿Sigue la pandemia un curso similar independientemente de lo drástico de las medidas de “distanciamiento social”, ralentizándose según los contagios abarcan a un cierto porcentaje de la población? ¿Es posible que las inevitables excepciones (personal esencial, visitas a supermercados, farmacias, centros hospitalarios…) anulen en una medida significativa los resultados esperados del confinamiento? ¿Podría este continuar la ola de contagios en el interior de familias que viven a puerta cerrada en una proximidad continua en vez de esporádica por el ejercicio de sus actividades normales fuera de casa?

2.   La enfermedad es considerablemente más grave cuando afecta a ancianos y personas con determinados cuadros médicos preexistentes, pero, para las personas de menos de 60 años y sin problemas de salud, es leve en la generalidad de los casos, hasta el punto de resultar con frecuencia asintomática. Parece ser mucho más grave que una gripe para el primer grupo y menos grave que esta, en cambio, para el segundo.

¿Por qué las restricciones tendrían que ser las mismas para un anciano con enfisema en una gran ciudad que para una persona joven y sana que vive en el campo? ¿No tendría sentido que las personas confinadas fueran las vulnerables mientras que el resto continuara haciendo su vida normal con precauciones (mascarillas, guantes…)?

 3.   Hasta que llegue la vacuna, ese unicornio blanco cuyo advenimiento puede producirse en seis meses, seis años o nunca, la única garantía contra la epidemia es la llamada inmunidad colectiva. Esta es, a su vez, otro unicornio al que no se puede siquiera intuir sin saber antes cuánta gente es seropositiva, es decir, cuánta gente ha pasado la infección. Estudios realizados por la Universidad de Stanford (en el condado de Santa Clara, California), el Instituto Tecnológico de Massachusetts (en un condado cerca de Boston), o el propio gobierno del estado de Nueva York, dan a entender que la prevalencia de la infección sería entre 30 y 80 veces mayor de la que establece el número de casos diagnosticados. El estudio realizado, a su vez, por las autoridades sanitarias españolas y el Instituto de Salud Carlos III estima el porcentaje de seropositivos en nuestro país en un 5% (menos alentador, pero, aun así, apuntando a diez veces más de seropositivos con respecto a la cifra de casos diagnosticados).

Esos resultados son buenas noticias por dos motivos: uno, porque disminuyen significativamente la letalidad de la enfermedad (globalmente, en vez de una mortandad del 7%, estaríamos por debajo del 1%); y dos, porque acercarían, más en unos países que en otros, a la pared inmunológica de la inmunidad colectiva.

Suponiendo que otros estudios terminen de corroborar ese panorama, ¿no tendría sentido, de nuevo con la excepción notable y estricta de las personas vulnerables, dar por concluidas las restricciones para el resto? Alcanzar la inmunidad de grupo sin grandes problemas de salud entre los grupos de población con menor riesgo, ¿no podría resultar a la postre una garantía de supervivencia para los ancianos y enfermos, fuera de la existencia de una vacuna con la que no podemos contar por ahora ni quizá en años?

 4.   Rutinariamente se advierte de que hay una probabilidad alta de rebrotes de la pandemia tan acusados como los que forzaron el confinamiento de la mitad de la población mundial en marzo (en unas semanas, en otoño, el próximo invierno…). La directora del Centro Europeo para la Prevención y el Control de las Enfermedades, Andrea Ammon, acaba de vaticinar que seguro habrá una nueva oleada por el aún escaso porcentaje de población con inmunidad

¿No es eso admitir que el confinamiento, salvo para escalonar los casos (bueno) y para mantener la pandemia durante mucho más tiempo que el de su ciclo natural (malo) es de eficacia cuestionable? ¿Vamos a estar confinados un trimestre sí, otro no y vuelta a empezar? ¿Por cuántos años? ¿Pueden nuestras sociedades perdurar en esa forma?

 5.   La pandemia se ha cobrado ya camino de un cuarto de millón de muertos globalmente. Pongamos que se pone fin a la misma, Dios quiera (este año, el próximo o dentro de dos), con menos de medio millón. Cada año, según cifras de la OMS, la gripe ordinaria produce la muerte a, precisamente, alrededor de un cuarto de millón en todo el mundo.

¿Se va a confinar a toda la población mundial cada vez que circula una infección, es decir, todos los años? ¿A partir de qué número de fallecidos hay que recluir a la gente en sus casas? Si la sociedad y sus autoridades consideran que hay que pagar el precio más alto por evitar las muertes producidas por este virus novel, ¿por qué debería ser indiferente a las que ocasionan otros virus más tradicionales?

Es más que razonable compartir los motivos por los que se decretó el llamado confinamiento en buena parte del mundo. No se puede decir que fuera una política equivocada. No hay datos para concluir eso. Es comprensible que no haya respuestas para muchas de las cuestiones planteadas aquí, o quizá para ninguna, pero eso es diferente a pretender que no existen las preguntas. La pandemia es alarmante porque se trata de un virus de evolución desconcertante (a diferencia del más familiar de la gripe, por ejemplo) y porque la enfermedad y la muerte se transmiten por otros seres humanos y no, por ejemplo, mediante insectos (como la malaria, que se lleva por delante a 600.000 seres humanos cada año). Es también inquietante por la diferencia radical de esta sociedad, en su comprensión de los hechos naturales de la existencia y de los principios organizadores de la vida en común, con respecto a las sociedades que se sucedieron hasta hace medio siglo.

Si dos meses largos de cuarentena de sanos y enfermos en buena parte del mundo, al mayor coste imaginable, no llegaran a mitigar sustancialmente el problema médico, entonces habrá que volver la vista a lo que nos enseña la experiencia humana durante diez mil años de civilización. Debemos ser capaces de priorizar la lucha contra la pandemia (y muy especialmente la protección de los grupos en riesgo) sin fingir que nada más importa siquiera un poco. Una sociedad tan sofisticada en apariencia como la occidental no puede adorar al becerro de oro del virus con exclusión de todo lo demás. La vida individual y la vida civilizada siempre han sido más complejas que eso.