Alejandro Fernández es presidente del PP de Cataluña
Durante la sorprendente partida de póker en la que se convirtió la etapa final del proceso separatista, unos y otros repitieron incesantemente el “no se atreverán”. Lo decían los separatistas, convencidos de que algo sacarían antes de que el Estado de Derecho actuara como finalmente hizo, y también cayeron en el mismo error los constitucionalistas más rehenes del “wishfull thinking”: hasta el último minuto insistían en que eso lo podrían arreglar con un par de carreteras y dos puntitos más del IRPF.
Tiene sentido, porque es evidente que debe resultar muy duro ver ante tus propios ojos cómo el nacionalismo catalán rompía el pacto constitucional, pero era más evidente aún que dicho nacionalismo se había convertido en un movimiento nacional-populista, y ya sabemos que ese tipo de movimientos jamás dialogan, jamás transigen: lo suyo es la imposición.
Así que, tras flirtear con ello el 9 de noviembre de 2014, tres años más tarde, los días 6 y 7 de septiembre, el nacionalismo catalán se atrevió. Y se atrevió a lo grande, activando la liquidación de la democracia en Cataluña para sustituirla por un sistema populista autoritario.
No es ninguna exageración: aquel día se aprobó de manera “transitoria” pero sin especificar el tiempo (al estilo de la dictadura del proletariado) que Carles Puigdemont se convirtiera en caudillo plenipotenciario con capacidad para nombrar un Tribunal Supremo catalán, pero sin estar sometido a él, en un alarde autoritario que, de haber prosperado, hubiera dejado a Putin y Erdogan en Bambi y Heidi a su lado. Es importante recordar esto, porque muchos catalanes bienintencionados creían que aquel día accedían a una Arcadia feliz y democrática, cuando en realidad lo que se pretendía era convertir a Cataluña en un sistema autoritario nacional-populista, eso sí, de manera transitoria, porque de todos es sabido que, una vez dotado de los tres poderes, Puigdemont “el Generoso” los hubiera devuelto al pueblo a las pocas horas.
Se trataba de la culminación natural de una operación diseñada a imagen y semejanza de los movimientos populistas y reaccionarios de Flandes, la Padania de Umberto Bossi o los ultras de Finlandia: una vez señalado el enemigo exterior e interior (Madrid y los catalanes no separatistas, que pasaban a ser traidores y “botiflers”), el líder mesiánico con capacidad de interpretar “la voluntat del poble” se hacía con todos los poderes y liquidaba el sistema democrático.
Aquellas jornadas también sirvieron para que toda Europa viera en vivo y en directo lo que nos hubiera esperado a la oposición democrática en una Cataluña independiente: no solo se nos convertía en enemigos del pueblo, es que ni siquiera se nos permitía tomar la palabra para denunciar los momentos de más flagrante ilegalidad. A veces prefiero no pensar dónde hubieran sido capaces de llegar los separatistas de prosperar sus intenciones.
Afortunadamente, la grandeza es hija de la necesidad y aquel día emergió lo mejor de los miembros de la oposición democrática, que, lejos de achantarnos, dimos lo mejor de nosotros mismos para denunciar aquel atropello. Duele especialmente pensar en el penoso papel actual del PSC, que ha roto la unidad constitucionalista, porque aquel día Iceta estuvo a la altura; como aún duele más si cabe asistir a la deriva de los Comunes al recordar las vibrantes intervenciones de Rabell y Coscubiela. Tal fue nuestra vocación de resistencia democrática que a mí me dio por parafrasear a Adlai Stevenson y su legendario “estaremos aquí hasta que se congele el infierno”. Y vaya si estuvimos. Tengo para mí que aquel día perdimos la votación, efectivamente, pero ganamos la batalla de las ideas: quedó demostrado que la (hasta entonces) Cataluña silenciosa y silenciada alzaba la voz para defender la libertad y la democracia en nuestra tierra. Cualquier proyecto alternativo al nacionalismo en Cataluña deberá necesariamente recuperar el espíritu de aquellos días, que constituyen toda una lección de cara al futuro porque encierran una advertencia: se volverán a atrever. Que nadie lo dude. Y se están preparando para ello.
El proceso separatista no ha muerto, ha mutado. Es cierto que el movimiento que lo apoya aparece más dividido que nunca, pero eso se debe a que la mutación aún no se ha completado. La mitad de sus partidarios todavía fantasean con la insurrección y la desobediencia. Y digo fantasean porque suelen frenarse en el último suspiro anterior a las ilegalidades más graves, que saben perfectamente dónde conducen. Esa facción “tossudament alçats” como ellos mismos se definen, se organizan en torno a la ANC y a JxCAT, con sede en Waterloo e ímpetu “legitimista” y aún conservan una notable potencia electoral y, sobre todo, la capacidad de bloquear las instituciones catalanas y en consecuencia la política española. No es poca cosa, desde luego, pero la otra mitad del movimiento está ya trabajando en otra operación mucho más sibilina y que les evitaría incurrir en graves ilegalidades. Su idea es derribar la Monarquía Parlamentaria española para proclamar la República española como paso previo a la República catalana. Saben perfectamente que frente a una república lo tendrían mucho más fácil que frente a la Monarquía, como pudieron comprobar el 3 de octubre de 2017: el discurso del Rey finiquitó aquel golpe demostrando hasta qué punto la Corona representa y garantiza la continuidad histórica de la Nación española.
¿Y cómo pretenden hacerlo sin mayoría cualificada en las Cortes? Pues a través de mutaciones constitucionales, es decir, modificando la Constitución por la puerta de atrás con leyes que acabarían en un Tribunal Constitucional afín a sus tesis. Así, intentarían colar un referéndum de autodeterminación con el apoyo de Podemos y la incógnita del papel del PSOE, que, de momento, se limita a erosionar en lo protocolario y simbólico a la Monarquía, pero que todavía no ha ido más allá.
¿Se atreverán? Por supuesto, que nadie lo dude. Otra cosa es que lo consigan. Pero para que no ocurra, lo primero ineludible será reconocer la amenaza y empezar a trabajar en ella y evitar así que otro nuevo desafío nos pille desprevenidos, perplejos y víctimas del autoengaño como los días 6 y 7 de septiembre de 2017.
Sigo convencido de que una amplia mayoría de los españoles continúa defendiendo nuestra Monarquía Parlamentaria y el espíritu de concordia de la Transición. Pero los movimientos populistas nunca han triunfado desde las mayorías democráticas parlamentarias, sino exactamente al contrario, es decir, obviándolas, saltándose todas las normas y haciendo todas las trampas del mundo para que su minoría acabe teniendo apariencia de mayoría. Avisados estamos.