La reforma de la reforma laboral de 2012 es el resultado muy poco brillante de estrategias negociadoras, unas comprensibles y otras abiertamente regresivas y disfuncionales para el mercado laboral.
El objetivo de la representación empresarial era limitar el daño que las soflamas demagógicas del Gobierno y sus socios parecían anticipar con su insistencia en la “derogación íntegra” de la reforma laboral, como uno de los compromisos centrales de la legislatura que llegó al punto de ser incorporado a un pacto escrito y rubricado por el PSOE con Bildu. Siendo este el objetivo empresarial, el resultado avala la negociación llevada a cabo por la CEOE que ha mantenido los elementos fundamentales de flexibilidad interna en las empresas y consolida dos importantes novedades introducidas por aquella reforma: la reducción del coste del despido y la supresión de los salarios de tramitación. Preservadas estas prioridades –que coincidían con la línea expresada por la Unión Europea en sus recomendaciones– los contenidos regresivos de esta reforma, como el fin de la ultraactividad de los convenios y la prevalencia en materia salarial del convenio sectorial sobre el de empresa, han parecido a los empresarios un coste asumible, dadas las circunstancias.
Para los sindicatos, su prioridad ha sido la de recuperar poder, lo que consiguen con los cambios en la negociación colectiva que se han indicado antes (ultraactividad y convenio sectorial), si bien es cierto que tanto la interpretación judicial como la evolución de la negociación habían relativizado ambos aspectos de la reforma de 2012.
Mucho menos claro es el efecto que las nuevas modalidades contractuales vayan a tener en paliar la temporalidad. Porque no se trata de propiciar cambios semánticos, ni transformaciones formales en las modalidades de contratación, sino de promover las condiciones económicas y regulatorias en las que la temporalidad se vaya reconduciendo hacia fórmulas de mayor estabilidad y se actúe, de verdad, sobre la dualidad del mercado laboral español a todas luces excesiva, un fenómeno al que no es ajeno ni mucho menos el desinterés sindical por aquellos trabajadores alejados de la representación de las grandes centrales.
Por mucho que el Gobierno insista en su habitual retórica adanista, la nueva regulación ni es “histórica”, ni “deroga” la de 2012 vigente hasta la fecha –es más, en algunos aspectos nada menores, la consolida, como bien saben los socios de la coalición gubernamental–. Pero sí resulta notoriamente insuficiente y carente de virtualidad dinamizadora del mercado laboral español. Enredado en su propia demagogia con la que el Gobierno no podía presentarse en Bruselas, este ha convertido la negociación en una escenificación más bien mediocre de una reforma inconsistente de la que lo mejor que puede decirse –y en estas circunstancias no es poco– es que no tendrá los efectos letales del impulso populista con que el PSOE y su socio de coalición, Unidas Podemos, arrancaron la legislatura.
No puede extrañar, por tanto, que el Partido Popular haya decidido dejar que el Gobierno arregle sus cuentas con ERC, Bildu y PNV, y les convenza si puede; y, por otra parte, que quiera mantener vigente su propuesta política de una reforma de mayor alcance construida a partir de la de 2012, sin comprometerse con la recién aprobada.