En estas primeras décadas del siglo XXI, estamos despidiendo a grandes personajes nacidos en la Europa del periodo de entreguerras que nos dejan relevantes legados de conocimientos y experiencias vitales. Algunos intelectuales de esta generación se suman al quehacer de la precedente, la de los fundadores de la Comunidad Económica Europea. La democracia liberal, sustentada en los valores europeos –cuyas raíces son la filosofía griega, el derecho romano y los principios cristianos–, ha sido decisiva para reconstruir, diseñar y ejecutar políticas que han generado décadas de bienestar en nuestras naciones. En efecto, el conocimiento biográfico de estos destacados académicos europeos, muchos de los cuales además asumieron responsabilidades en la vida pública, podría ser de gran utilidad para afrontar el proceso de cambio de ciclo –la cuarta revolución industrial– en el que nos hallamos inmersos. Sin embargo, con frecuencia, sus aportaciones teóricas y aplicadas han sido cuestionadas, rechazadas o sustituidas tanto dentro de sus propias disciplinas como en el ámbito público.
La vida del doctor Ratzinger es un claro ejemplo de la situación vivida por muchos de estos intelectuales, que en su caso alcanza una gran solidez intelectual compartida con sus intensas y grandes responsabilidades en la actividad pública de la Iglesia católica. Obviamente, no es posible resumir ni sintetizar en pocas palabras y sin el necesario reposo las muy diversas aportaciones de quien quiso y consiguió ser profesor de Teología, párroco de pueblo en su Alemania natal, como desempeñar después notables funciones en el Vaticano durante cuarenta y un años (ocho de ellos como Papa y nueve como emérito en silencio). Recordemos que adoptó el nombre del Papa que asumió su pontificado al inicio de la Primera Guerra Mundial: Benedicto.
De la ingente aportación bibliográfica del doctor Ratzinger merece destacarse el rigor académico de sus escritos y alocuciones –un rigor basado en la sistemática lectura de numerosas fuentes–, así como la costumbre de exponer, dialogar y debatir con sus interlocutores. En el ámbito estrictamente académico, con profesores y alumnos; en el eclesial, con las jerarquías de la Iglesia, pero también con los mandatarios de otras iglesias (cristianas, especialmente las protestantes que bien conocía) y con los representantes de la religión judía y de la musulmana. Durante sus ocho años como pontífice realizó una extensa actividad pública en sus numerosos viajes, dirigiéndose a representantes políticos, a funcionarios (embajadores), a diversos intelectuales y profesionales, además de –como es obvio– a los ciudadanos que asistían a las celebraciones que presidió. En estos años de Sumo Pontífice, que tienen precedente en los que como cardenal fue responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe y en el contenido de la homilía pronunciada en el funeral de su predecesor Juan Pablo II, expuso de forma reiterada el riesgo que para Europa supone la dictadura del relativismo. Así, en su libro Europa. Raíces, identidad, misión, Ratzinger muestra su enorme preocupación por el riesgo de la pérdida de los valores y de la riqueza cultural histórica de las naciones europeas manifestada en “monumentos famosos, iniciativas culturales, vicisitudes de personas y comunidades en las que se reflejan las convicciones cristianas de las generaciones que se han sucedido en estas tierras”.
Es previsible que algún día Benedicto XVI sea proclamado doctor de la Iglesia, pues estas decisiones, como es sabido, se adoptan tardíamente al requerirse verificar y reconocer el impacto de su erudición como eminente maestro de la fe para los fieles de todos los tiempos. Una de las cuestiones que me sugiere esta premisa, más allá del ámbito religioso, es si las predicciones del doctor Ratzinger –que vislumbró en los años sesenta la mengua de la Iglesia católica– no han adquirido ya realidad en la vigente crisis de las sociedades europeas, que tiene numerosas manifestaciones como la grave polarización que viven nuestras naciones.
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