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El pluriverso feminista

La más somera reflexión nos recuerda que pensar la posición de la mujer en nuestra sociedad sigue siendo un ejercicio ineludible. Los abusos que padece o las dificultades para desenvolverse en determinados ámbitos revelan una realidad sobre la que debemos seguir debatiendo.

Para que ese debate sea fecundo, nuestra reflexión debe incorporar supuestos que generalmente suelen quedar excluidos en favor de agendas ideológicas muy determinadas: los casos de mujeres que constituyen el único sustento económico de sus familias, o la maternidad, que para muchas ha pasado a ser una carga que mediatiza su proyección laboral. Supuestos, todos ellos, que van conformando una distorsionada visión de la familia, concebida como algo oneroso.

Los abusos asociados a la mercantilización del cuerpo femenino o al mercado surgido en torno a la maternidad subrogada están urgiéndonos a tratar con mayor profundidad los problemas de las mujeres.

Sin embargo, no son estas las preocupaciones que vemos ventilarse en el espacio público. La llegada al poder de la actual coalición de gobierno supuso la captura por parte de Podemos de las “políticas de igualdad”, inspiradas -en lo que a las mujeres concierne- por un feminismo máximamente radicalizado. En su agenda no están los problemas auténticos de las mujeres españolas sino temas ideológicos de repertorio usados para la división social y la confrontación política: la autodeterminación de género, la interseccionalidad, etc. El fiasco de la ley del ‘si es sí’ obedece precisamente a esto: se legisla desde y para la ideología, sin importar las consecuencias, por muy devastadoras que sean -y lo están siendo- para las mujeres de carne y hueso.

Esa ideología dicta que el objetivo en que deben concentrarse todos los esfuerzos es la erradicación de una “estructura social”: el patriarcado, origen de toda desigualdad de género, inherentemente violenta contra la mujer y que asoma en actos de abuso, en la educación “sexista”, o en el lenguaje discriminatorio.

El debate público sobre la posición de la mujer en la sociedad se ha inflamado hasta un punto tal, que resulta conveniente recordar la pluralidad del movimiento feminista. La radicalidad de sus expresiones más extremas puede opacar el hecho de que hoy haya que hablar en plural cuando tratamos de (los) feminismo(s). Se debe recelar de quienes hablan en nombre de un feminismo sin apellidos. O disfrazan mercancía extremista bajo pabellón respetable o no se están enterando de nada.

Se ha solido clasificar las reivindicaciones feministas en “oleadas”, como el resultado acumulativo de una misma corriente de fondo, cronológicamente incremental -desde las sufragistas hasta hoy- sedimentada en capas superpuestas. Lo cierto es que puede formularse una taxonomía alternativa a la luz de contradicciones que han llegado a oponer e, incluso, enfrentar, expresiones distintas del movimiento. Aquí seguiremos la propuesta por la investigadora chilena Mariana Canales.

FEMINISMO RADICAL

Esta primera perspectiva es la dominante en los movimientos vinculados a la izquierda. Su idea central presenta a las mujeres como víctimas de la sociedad; y a la sociedad como estructura opresora. Un mundo a la medida del hombre para que este ejerza, en régimen de monopolio, todo el poder en todos los ámbitos: el del lenguaje, el de las instituciones, el de la academia o el de la economía. La sociedad sería toda ella un entramado de abusos orientados a someter la condición femenina.

Esa opresión sistemática exige una liberación igualmente exhaustiva: la emancipación se predica como total, incluyendo dentro de la misma las instituciones sociales y el mismo cuerpo de la mujer. Se trata de una concepción muy deudora de la filosofía de la sospecha (Foucault) que ve bajo cualquier relación social la presencia de vínculos de dominación. Singularmente, en la familia, la institución “patriarcal” por antonomasia.

La familia sería, según esta visión, el escenario en el que se aprenden y reproducen los roles destinados a perpetuar la superioridad masculina. Kate Millet, teórica de esta variante feminista, lo resume diciendo que “la familia y los papeles que implica son un calco de la sociedad patriarcal”. El rol doméstico de la mujer, frente a la proyección pública del varón, ejemplificaría el papel de la familia como estructura opresora para la primera. Opresión económica y de otros tipos, porque este discurso presenta a las familias como entes opacos que invisibilizan abusos rutinarios normalizados en el espacio doméstico.

También la maternidad está en la diana. El cuerpo es, por una parte, fuente de opresión porque, al ser maternal, implica sacrificios que la mujer asume en primera persona: gestación, crianza y mantenimiento de los hijos. De aquí es fácil dar el paso a la concepción de la maternidad como frustración de posibilidades personales y obstáculo a la autonomía: una carga. Pero el cuerpo también es, por otra parte, objeto de un poder de disposición absoluto cuya propiedad se reclama como reivindicación de algo propio acerca de lo cual la sociedad nada tiene que decir. Entre maternidad y cuerpo de la mujer (sexualidad de la mujer) solo existe la voluntad de esta.

En resumen, los feminismos de esta variante perciben las desigualdades que afrentan a la mujer como resultado de un proceso de aculturación incubado en la familia. Su expresión principal radicaría en el “peso” de la maternidad. La liberación femenina consistiría, entonces, en la emancipación de las estructuras sociales opresivas, singularmente la familia y la servidumbre genésica.

El debate acerca de las relaciones entre sexo, género e identidad ha determinado la aparición de fuertes tensiones en el seno del feminismo de izquierda. Solo apuntaremos que está en disputa si el sexo es un hecho biológico y el género una construcción social. Lo segundo lo sostenía Simone de Beauvoir en El segundo sexo; lo primero lo cuestionó Judith Butler en El género en disputa. Las feministas de izquierda más ‘tradicionales’ sostienen que la emancipación del género permitiría la supresión de la subordinación de las mujeres. Para la corriente radical que postula la “autodeterminación de género” eso es tanto como “sacralizar” el sexo biológico y defiende que la biología no delimita la identidad sexual.

FEMINISMO LIBERAL-LIBERTARIO

Otra variante es la que podemos llamar liberal o libertaria. Para ella, no se trataría tanto de obtener la liberación de una estructura social opresora sino de garantizar a la mujer una total autonomía. Aquí se critica la lógica de victimización del feminismo de izquierda, que busca terceros culpables a los que reprochar las injusticias sufridas por las mujeres.

Esta corriente coincide con la anterior en la denuncia de prácticas que restringen el acceso a posiciones en que se privilegia a los hombres, y en la consideración del cuerpo femenino como barrera para un desarrollo plenamente libre. Pero acepta el presente como un óptimo histórico para la mujer auspiciado por el mercado, el consumo y la autonomía personal.

También incide en la responsabilidad de la propia mujer en el logro de sus aspiraciones sociales. Al Estado y a la sociedad les incumbe solo asegurar el perímetro mínimo de la igualdad ante la ley.

Puede que esta corriente descuide la vida de relación de las mujeres en su búsqueda de una autonomía total. La familia sería un punto ciego para esta visión. Aquí se exalta una autonomía basada, con mucho énfasis, en una libertad económica que permite prescindir de vínculos comunitarios. Despliega una lógica que reduce los lazos familiares a relaciones de dependencia más o menos molestas. La familia implica una cierta heteronomía que disgusta a esta concepción. La maternidad sería expresión máxima de esa heteronomía.

Aquí también el cuerpo femenino y la maternidad son percibidos como fuentes potenciales de impedimentos onerosos o desventajas competitivas. Se exalta el dominio sobre el propio cuerpo y se presenta la acción humana como liberadora frente a la naturaleza y como técnica para el disfrute de una autonomía perfecta. Así, algunas feministas situadas en esta corriente consideran la prostitución o la pornografía no como formas de dominación machista sino como ejercicios de libertad.

Camille Paglia, por ejemplo, sostiene que la prostitución, lejos de ser el ápice de la “objetualización” machista del cuerpo femenino, constituye, por el contrario, un triunfo femenino si la mujer establece el precio, el cliente, y puede hacer con su ganancia lo que quiera.

FEMINISMO RELACIONAL

Existe el esbozo de una tercera corriente que algunos llaman feminismo relacional. Su premisa sería constatar que la mujer se relaciona de manera permanente con otros, y su objetivo dar cuenta del carácter esencial de ese dato.

Es una visión que contempla a la mujer desde “dentro” de las relaciones sociales en que se halla, superando paradigmas individualistas. Supone que la mujer está constituida, entre otras muchas cosas, por una red de relaciones, unas elegidas y otras dadas. La identidad de cualquiera se construye a partir de muchos elementos “dados”, previos a la elección individual: se nace en una familia, en una ciudad, en un país que no elegimos pero que nos determina necesariamente. Somos, en parte, lo que recibimos de otros. A partir de ahí, desplegamos nuestra personalidad.

Esta tercera perspectiva del feminismo recupera esta dimensión como constitutiva y fundamental de la identidad femenina. Con consecuencias importantes. Como la vida propia y la comunitaria son indiscernibles, los bienes propios de la mujer son, en alguna medida, y en cierto sentido, bienes comunes. Pedimos a la sociedad que recuerde su deber de apoyar la maternidad, por ejemplo, porque creemos que es algo que le compete, que no es de exclusiva incumbencia de cada mujer.

Desde esta perspectiva, la familia no puede reducirse a estructura opresora o a barrera para la autonomía personal. Los vínculos primarios no se eligen, pero son relevantes porque nos hacen descubrir rasgos esenciales de la vida social: la pertenencia o la gratuidad. Dentro de las instituciones que organizan experimentamos el don: recibimos sin haber dado nada; somos valorados por ser quienes somos. Solo a partir de ellos podemos comenzar a construir nuestra propia autonomía, a caminar por nuestros propios pies.

La maternidad es, según esta perspectiva, fundamental, aunque no sea lo único que constituya a una mujer. Aquí la maternidad es percibida como algo que atañe a todos (aunque en diferentes grados). La pertenencia a un grupo implica que hay asuntos que, en cierto sentido, son relevantes para todos, y por tanto la comunidad tiene una responsabilidad hacia ellos.

Pero no todos somos responsables de todo y en la misma medida, sin distinción de esferas de responsabilidad. En el caso concreto de la maternidad, simplemente se trata de reconocerle una relevancia que trasciende el interés particular. Y por eso se justifica el apoyo a las madres. Esta perspectiva atiende a la mejor manera de considerar las instituciones y las costumbres sociales para que conformen un ‘nicho ecológico’ equilibrado entre el bienestar de las mujeres y su entorno social.

CONCLUSIONES MUY PROVISIONALES

Existen corrientes feministas que, aun estando enfrentadas, comparten un enfoque individualista similar. No conciben vínculos que no sean resultado de una elección anterior y voluntaria. Por decirlo en un lenguaje anticuado, ignoran las “promesas de la piedad”, las que se originan en relaciones que la persona no elige, pero que no por eso carecen de valor.

Bérénice Levet, filósofa francesa, lo expresa así: “La mujer está naturalmente inclinada a formar vínculos, pero nosotros, sujetos modernos, hemos descubierto el sabor de la independencia”.

No se trata de rebajar -ni mucho menos- la autonomía personal, sino de completarla de forma que queden garantizadas las condiciones de su despliegue. En ocasiones, la atención exclusiva que se presta a la autonomía de la mujer acaba imposibilitando su ejercicio.

Por ejemplo, muchas veces la decisión de abortar la determinan condiciones injustas padecidas por la mujer en su contexto social. Si nuestra atención queda focalizada por la consideración del aborto como un derecho, se elimina la posibilidad de formular alternativas que atiendan al problema concreto suscitado en esa determinada situación.

La existencia de esos vínculos no elegidos posibilita en cierto modo el desarrollo individual y merece atención. Levet señala que “no se puede pensar al individuo aparte de su pertenencia a una comunidad histórica única. Esta no lo ‘formatea’, sino que lo inscribe en un mundo”.

Parece necesario enriquecer, hacer más complejo el feminismo. El presente registra un avance indiscutible para las reivindicaciones históricas del feminismo, pero al mismo tempo asistimos a un cierto olvido -si no a una renuncia- de dimensiones esenciales de la condición femenina.

Las madres suelen quedar fuera de cualquier política sobre la mujer anunciada a bombo y platillo. Una omisión tan deliberada, cuando ningún colectivo social, ni el más marginal, queda fuera del banquete de la redistribución, es muy elocuente. Quizá no sea que el legislador haya perdido de vista a las madres. Quizá sea que haya pensado que ya no son una categoría digna de su interés o ni siquiera una categoría en absoluto.

La contracepción, junto con el acceso laboral de las mujeres debía tener, necesariamente, un gran impacto en la tasa de natalidad. Sin embargo, estas dos innovaciones del siglo XX no bastan en absoluto para explicar nuestra crisis demográfica. La fundación de una familia refleja la voluntad de transmitir. Y esa voluntad falta en nuestras sociedades.

El descenso de la natalidad en los países occidentales pudo ser, al principio, una reacción cultural. Una respuesta tras los delirios de natalidad del fascismo y el nazismo. O tras los excesos de sumisión femenina en países como España o Italia. Pero hoy hay nuevas razones, muy distintas y mucho más profundas: la denigración de la cultura propia, y el miedo a un mundo superpoblado. Hay en el antinatalismo tanto una idea de indiferenciación cultural como un cierto miedo al apocalipsis, que la historia registra a intervalos irregulares.

Tampoco se puede decir que nuestros contemporáneos odien a la familia. El movimiento No Kids (partidario de no procrear para no contaminar) sigue siendo marginal. En general, todos los estudios demuestran hasta qué punto todos, o casi todos, estamos apegados a la familia, y no solo a aquella en la que hemos nacido, sino a la que vamos a fundar. Todo el mundo sabe, por experiencia o por esperanza, que la familia sigue siendo el único lugar capaz de consagrarse enteramente al afecto y a la generosidad, y en todas partes se la alaba por su capacidad de dar lo que la sociedad nunca podrá producir. Pero entonces, ¿por qué el olvido de la política hacia las madres?

Tal vez porque hoy deseamos fundar una familia como quien aborda un proyecto íntimo. No se espera reconocimiento ni recompensa por ello. La familia ha seguido siendo una alegría íntima, lo que siempre fue, pero ha perdido su importancia cultural y política, su anclaje en el futuro.

Dejar de financiarla, de diseñar políticas para ella, es relegarla como una institución en la que la comunidad nacional no está interesada. Tal repliegue del mundo familiar en sí mismo, ligado a la indiferencia por la reproducción social, se ha observado siempre históricamente como preludio de todas las decadencias.


Vicente de la Quintana es abogado y escritor