Idioma-grey

El desafío populista a la democracia y al Estado de derecho

Share on facebook
Share on twitter
Share on email
Share on whatsapp
Share on linkedin

Tal como reza la Constitución, “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Recordarlo me parece oportuno porque parece que hoy todo esto se ha olvidado y se afirma sin rubor que la soberanía reside en una mayoría parlamentaria y que esta soberanía, como la que se atribuía a los monarcas absolutos, no está sujeta a límites, es más, que la democracia es por definición el ejercicio en el nombre del pueblo de una soberanía sin límites.

Russell Kirk estableció una diferencia entre los partidos populares y los populistas. Populares serían aquellos partidos que representan los valores y los intereses mayoritarios de la sociedad. Populistas, por el contrario, serían aquellos partidos que sostienen que los problemas de las democracias se resuelven con más “democracia”. Siguiendo su argumento, los primeros serían partidarios de una ingeniería gradual que atendiera las necesidades de la sociedad; mientras que los segundos se ocuparían de buscar a los culpables que habrían secuestrado la democracia en su propio provecho. Desenmascarados los culpables, los problemas se resolverían por sí mismos.

Es por ello que en la lógica del populista, todos los obstáculos al pleno ejercicio de la “voluntad popular”, que el líder populista pretende encarnar, serían impedimentos para el desarrollo pleno de la democracia. De ahí que para los populistas el enemigo a batir sea justamente todo aquello que se interpone en el ejercicio de su voluntad, una voluntad que denominan “del pueblo”, vox populi, vox dei. Esto es, se confrontan con todo aquello que actúa como freno y límite del poder del pueblo. Como señaló con ingenio Nadia Urbinati, el líder populista se presenta como “yo, el pueblo”. Pero aquello que buscan quebrar en el nombre de la democracia es justamente lo que la Constitución quiere proteger a través de los contrapoderes: “la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.

Como nos muestra la experiencia, al contrario de los que sostienen los populistas y no solo porque lo diga la Constitución, no puede haber democracia sin Estado de derecho. El Estado de derecho descansa en tres pilares: el respeto por la jerarquía de las normas; la igualdad de los ciudadanos ante la ley; y la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. En democracias parlamentarias como la nuestra se ha producido un vaciamiento del Parlamento como órgano legislativo, pero también como instrumento de control del Gobierno. Esto se debe a la personalización de la política en el líder, favorecido por los mecanismos de primarias, lo que unido al poder creciente del partido como maquinaria de poder han propiciado la transformación de las democracias parlamentarias en lo que Max Weber calificó como dictaduras plebiscitarias:

“Lo único que el miembro del Parlamento tiene que hacer es votar y no traicionar al partido (…). Cuando existe un jefe fuerte, la maquinaria [del partido] se mantiene (…) poco menos que sin conciencia propia y entregada por completo a la voluntad del jefe. Por encima del Parlamento está así el dictador plebiscitario que, por medio de la maquinaria, arrastra a la masa tras sí y para quien los parlamentarios no son otra cosa que simples prebendados políticos que forman su séquito”. Así pues, poco cabe esperar hoy día del Parlamento como instrumento de control político.

Esta es la razón que explica que los políticos populistas hayan concentrado sus ataques más furibundos contra la prensa y contra el poder judicial. Benjamin Constant señaló, muy tempranamente, cómo la libertad de prensa es un elemento esencial en la fiscalización del poder, al punto de que allí donde falta el gobierno representativo, la prensa actúa como sustituto de los derechos políticos, porque permite que la nación se interese por la administración de las cosas y pueda expresar su opinión sobre el curso del gobierno. Es justamente por esto que los políticos populistas amenazan a los medios independientes, que ven como obstáculos al ejercicio despótico de su voluntad, y, si pueden, los asfixian hasta el cierre con toda clase de estratagemas: multas, encarecimiento de suministros y persecución administrativa. Un ejemplo elocuente y paradigmático es el de Rafael Correa en Ecuador, tal como quedó registrado por Human Rights Watch (https://www.hrw.org/es/news/2016/07/11/correa-asfixia-la-prensa).

Pero donde el político populista se encuentra en posición más favorable para desmontar la última salvaguarda de la limitación del poder político es debilitando la independencia del poder judicial. Como señaló Alexander Hamilton, el judicial es el poder menos peligroso para la libertad, por su debilidad y dependencia de los otros poderes a la hora de ejercer sus funciones. Pero también se manifestó completamente de acuerdo con Montesquieu en que “no hay libertad, si el poder de juzgar no está separado de los poderes legislativo y ejecutivo”. Lamentablemente, el aserto populista de que los jueces no pueden ser independientes de la voluntad popular se ha convertido en un lugar común en el debate público. Esta cuestión ya fue abordada en profundidad por Alexander M. Bickel, al hacerse cargo de lo que denominó “la dificultad contramayoritaria”. Esto es, del hecho de que el poder judicial no viene legitimado a través de unas elecciones, a diferencia de los otros poderes: “cuando la Corte Suprema declara inconstitucional una ley está cercenando la voluntad de los actuales representantes del pueblo”.

Responder a esta objeción se ha convertido en el presente en una tarea compleja porque la afirmación de una “democracia” populista ha ido de manera creciente quebrando la hegemonía pacífica de la democracia liberal. Así, los ideólogos populistas han sostenido que hay “jueces contra el pueblo”; que los jueces no pueden tener el monopolio de la interpretación constitucional; y se ha puesto en cuestión que pueda haber límites constitucionales a los deseos “de la mayoría de la población” y de sus representantes:

“En muchas democracias, los tribunales tienen el monopolio de la interpretación constitucional. Son estos, por tanto, quienes en última instancia deciden acerca de la constitucionalidad de las leyes. Se trata de una limitación muy fuerte de la democracia, pues una ley que tenga un apoyo muy amplio en la sociedad y en los partidos políticos puede quedar anulada simplemente porque unos jueces así lo estimen oportuno”. [Y se propone como remedio] “un sistema de frenos y contrapesos a propósito de este asunto en el que son el pueblo y sus representantes y no los jueces, quienes tengan la última palabra” (Sánchez Cuenca, Más democracia, menos liberalismo).

A esta teoría del populismo, formulada como una ideología que actúe como principio de acción, le ha seguido la práctica encarnada en la idea de que, si un gobierno se sustenta en una mayoría parlamentaria, entonces todo está permitido, incluida la revisión de la Constitución y manipulándola a su antojo: el presidente del Gobierno como intérprete último de la Constitución. Pero, como señaló Hamilton, la política ha de servir a dos tipos de intereses, los más inmediatos y los permanentes. Los primeros han de ser atendidos por los políticos en ejercicio y su actuar debe estar sometido a los segundos. Pero para que esto ocurra los intereses permanentes deben ser protegidos por los jueces, pues son ellos los verdaderos guardianes de la Constitución. Si los jueces no realizaran esta función nada podría evitar la degradación de la democracia y entonces, sí, nos veríamos en la situación descrita por el juez Gibson:

“El partido dominante, una vez que la opinión pública se ha corrompido al punto aceptar toda falsa interpretación de la constitución y todo abuso de poder que la tentación del momento pueda dictar, se reirá de los insignificantes esfuerzos de un poder dependiente por detenerlo en su curso”.


Ángel Rivero, Universidad Autónoma de Madrid