Bolivia se encuentra inmersa en una crisis institucional, social y económica profunda, no ajena al proceso de desgaste severo que sufre en su interior el Movimiento al Socialismo (MAS), partido del expresidente Evo Morales y el actual, Luis Arce.
Los últimos acontecimientos señalan una ruptura que se puede discernir como un antes y un después respecto a lo que significó aquel proceso político iniciado el año 2006, cuando Evo asume la presidencia del Estado. Desde entonces, se inició un periodo de debilitamiento institucional concerniente a los más rancios populismos que ha experimentado la región las últimas décadas. Recuérdese que Evo, como espejo de exacerbado y contradictorio liderazgo, y el MAS como una organización de naturaleza corporativista hegemónica, se alinean con los hacedores del denominado Socialismo del siglo XXI en Hispanoamérica comandado por los satélites de La Habana y Caracas, con todo lo que ello significó para la región las últimas décadas: populismo rupturista y autoritarismo.
El orden de los hechos que ocurre hace unas semanas y sus protagonistas (bloqueo de caminos; enfrentamientos entre los manifestantes pro-Evo, los militares y la policía nacional; denuncias de corrupción del Gobierno y delitos de estupro y trata y tráfico de personas del expresidente Evo Morales), así como los efectos y los antecedentes que sucedieron a lo largo de este periodo (crisis económica aguda por la ausencia de divisas y productos básicos; postergación de la elección de los magistrados para el Poder Judicial) dan buena cuenta de algunas conclusiones sobre la crisis que vive Bolivia y su posible desenlace. Todo ello con vistas al escenario electoral que se vislumbra para el 2025, cuyas señales se experimentan actualmente, también como parte del diagnóstico del conflicto presente.
La crisis actual se intensifica por la disputa interna del MAS entre los disidentes afines a Evo y los partidarios del Gobierno y Luis Arce (ministro de Economía de Evo entre 2006 y 2017, y en 2019). En el fondo este enfrentamiento carece absolutamente de beneficio alguno para la ciudadanía en lo que se refiere a la administración de la cosa pública y su desarrollo. Se reduce a una lucha sin tregua ni cuartel entre dos caudillos por el liderazgo total de su organización política, que a su vez padece de un ‘hiperverticalismo’ estructural que pone en evidencia su carácter autoritario.
Sin embargo, se caería en error si los sucesos vividos estos días se redujeran a un hecho pueril e intrascendente en términos históricos como el antes descrito. El quid de la cuestión descansa en el hecho de que aquella ‘revolución democrática y cultural’ liderada por Evo y el MAS hace casi veinte años resultó ser una gran estafa.
Evo y el MAS llegaron al poder erigiéndose como los benefactores de los ‘derechos de la madre tierra’ y hoy son los responsables de que en Bolivia se haya incendiado más de 11 millones de hectáreas de parques nacionales y reservas protegidas en los últimos tres meses. Fueron los que se atribuyeron la defensa de los pueblos indígenas, a quienes hoy persiguen. Son los que quisieron refundar el Estado en base a un discurso ampuloso y demagógico y hoy son los representantes del peor sistema de justicia que ha tenido el país, de la desinstitucionalización y del desorden social (con más de 250 presos y perseguidos políticos utilizados como arma política) como nunca se ha vivido en su historia reciente.
Estas casi dos décadas de agotamiento de este modelo político-partidista, que encontró en el problemático concepto-aspiración de la plurinacionalidad un asidero para la suplantación de la idea de Estado-nación boliviano, significan una acumulación de errores y fallas estructurales en todos los niveles de la gestión pública. La economía es uno de los vectores más importantes que se ha quebrado. Nunca se tuvo tantos ingresos económicos como en estos años (2006-2018) gracias, sobre todo, a los precios de las commodities y las exportaciones de hidrocarburos. Sin embargo, la realidad es que hoy Bolivia es un país insolvente, dependiente de un modelo económico primario, sin valor añadido ni futuro.
El modelo productivo que se impulsó y del que se jactan los ideólogos del despilfarro se fundamentó en la redistribución de ingresos en dos ámbitos con el objetivo de dar soporte al modelo político del MAS: bonos y prebendas, por un lado, y masa funcionarial y empresas públicas deficitarias, por otro. Se distribuyó riqueza sin generarla. Se dilapidó la economía, sin producirla. El modelo de economía plural, comunitaria, social corporativa del MAS ha sido un absoluto fracaso.
Se podría continuar dando varios ejemplos a propósito del desastre, pero es necesario enfatizar que hoy Bolivia no solo experimenta un quiebre en el orden de esta serie de crisis económico-políticas, sino una patología social de naturaleza axiológica de valores invertidos que se reproduce en una profunda crisis moral trasversal que atañe tanto a las instituciones que representan a la sociedad como a ella en su conjunto.
La mirada en este contexto tiene que ser clara. El masismo representa la peor categoría de esta escala moral, cuyo máximo representante hoy bloquea autopistas, empuja a sus seguidores hacia el abismo y provoca el caos económico en las ciudades con el único afán de salvarse las espaldas de los casos de estupro –tanto en Bolivia como en Argentina– que sobrevuelan su cabeza o, en el mejor de los casos, ungirse como primer eslabón de su partido de cara a las elecciones presidenciales del próximo año. Evo ha llegado a un límite donde se juega el todo por el todo y el resultado del desenlace puede ser la estocada definitiva para su final político. Él y La Habana lo saben.
El proceso para haber llegado hasta este punto no es reciente ni ha sido breve. Se trata de la conclusión de un silencioso, pero muy eficaz, proceso de inoculación de odio entre los bolivianos. Aquel aparente gobierno de los indígenas y los pobres, resultó ser la cara de una misma anticuada moneda. Hilvanando un discurso y una estructura política (la Constitución aprobada por ellos es un claro ejemplo) fundamentada en el resentimiento y el victimismo consiguieron que mensajes como la ‘descolonización’, la ‘plurinacionalidad’ o el ‘indigenismo’ cobrasen un sentido movilizador en base al odio y el revanchismo, incluso entre intelectuales de la izquierda hispanoamericana –incluidos personajes como Pablo Iglesias, Íñigo Errejón, Juan Carlos Monedero o Rodríguez Zapatero– que hoy no tienen dónde reclinar la cabeza.
Lo cierto es que Bolivia se enfrenta a un periodo de delicada reflexión y pragmatismo acerca de su futuro, más allá del abismo institucional, social y económico al que le ha empujado el masismo. No solo se trata del proceso electoral del próximo año, sino de encontrar las soluciones más propicias para el transvase de un modelo político-social frustrado a un Estado democrático donde el ciudadano libre sea el actor principal de la transformación sobre la que es necesario avanzar.
Estas respuestas no son parte de una receta innovadora. En política hay poco que inventar, se trata de defender los valores democráticos y del republicanismo que representan la mejor forma de convivencia entre las personas y la relación de estas con las instituciones, que conforman las reglas de juego de una sociedad que funciona y se desarrollo hacia un horizonte prometedor.
Mateo Rosales Leygue, es consultor político y fundador de ‘Libres en Movimiento