Más de 200.000 personas han quedado de nuevo confinadas en la provincia de Lleida. La Generalitat de Cataluña ha pedido al Gobierno que acuda al MEDE –el fondo de rescate europeo– para que le facilite 4.500 millones de euros. Nissan confirma la decisión de cerrar su planta de fabricación en Barcelona. El sector turístico ve cómo la recuperación no solo no llega, sino que los nuevos brotes la alejan aún más. Todo esto y mucho más está ocurriendo, pero el folletín independentista continúa. El PDCat se rebela contra Puigdemont; nace el PNC con la intención de emular al PNV, catalanista e independentista, distópico, confederal, bilateralista, soberanista (pero no ahora) y transversal (pero menos). Puigdemont, en pleno demarraje para mantener la fijación independentista, desgobierna a distancia, y ERC, que está escamada por pasadas experiencias en las que aparecía siempre como vencedora segura (pero solo en los sondeos), empieza a maliciarse que Frankenstein no es la coalición que pensaban sino el mismísimo Sánchez ataviado de confluencia de izquierda y haciendo de flautista de Hamelín.
Mientras una Cataluña quiere convalecer de la erupción independentista, otra Cataluña cultiva el rebrote de la misma pandemia cívica que ha llevado a la quiebra social. Es esa Cataluña que se sitúa a la cabeza de España en política estéril y disfuncional y que, enfrentada a una crisis de salud pública y a una recesión económica desconocida, se ocupa de medir cuánto castellano se habla en TV3 o de componer puzles en el nacionalismo que si algo revelan es el fracaso histórico que ha cosechado y el daño que han infligido a la sociedad catalana sus peligrosas ficciones.