Si el zapaterismo fue un antifranquismo sobrevenido, una suerte de maquis póstumo y sin riesgo, el sanchismo ha llegado a ser un franquismo al revés. Deslizándose por la pendiente de una memoria a la carta, los socialistas han terminado por calcar los procedimientos del hombre a quien creen debérselo todo, al que fían su continuidad cuando vienen mal dadas; el comodín salvífico para envites apurados, el Loctite de la izquierda cuando se cuartea cualquier frente popular: Francisco Franco. Los “25 años de paz” del régimen anterior serán replicados en 2025 como “50 años sin Franco” al cumplirse el medio siglo de su muerte.
Un día después de ausentarse de la ceremonia por las víctimas de la DANA, y otro antes de ser conminado a “mover el culo” por la portavoz en el Congreso del golpismo catalán, Sánchez –que se reserva para auditorios adictos– anuncia más de un centenar de actos para festejar la efeméride.
Es que el presidente no está para funerales; le van más los aniversarios. Y ahora se trata de ir más allá de las previsiones de la “memoria democrática”. En la ley, pactada con Bildu –y por obra suya– se prolongan hasta 1983 los “efectos del franquismo”; los herederos de ETA conseguían así que el PSOE convalidara tamaña bofetada al primer Gobierno socialista de la democracia. Ahora se nos invita a celebrar la recuperación de la libertad en 1975. De esta forma, el sanchismo repudia a Felipe González para reivindicar a Arias Navarro.
Si no fuera porque Sánchez, en el mismo acto, ratificó su compromiso inquebrantable a la hora de combatir organizaciones potencialmente desestabilizadoras, daría que pensar ese entusiasmo por 1975. Hay que tranquilizarse, sin embargo, porque prometió contundencia y llegar hasta el final, hasta la disolución de… la Fundación Francisco Franco.
Decididamente, en España prolifera la especie del campeón intrépido de causas ganadas. Ese tipo que pisotea cadáveres vencidos hace tiempo y encima quiere ser admirado por su arrojo. Tras varias generaciones educadas académicamente por los epígonos de Tuñón de Lara y sentimentalmente por canciones y películas invariablemente partidarias de los vencidos en la guerra, resulta cómico ponerse ahora jaque con un club de jubilados. Mucho arrojo frente a Chicharro y poca chicha contra Maduro. Nuestro socialismo doméstico se arruga bastante cuando se trata de dictadores que lleven menos de medio siglo criando malvas. Con algunos, incluso, prefiere hacer negocios.
Así que 2025 será celebrado como “quincuagésimo Año Triunfal” según los parámetros de una “memoria democrática” que tiene como antecedente próximo la ley de memoria histórica de junio de 2006. También entonces se cumplía otro aniversario. Exactamente los cincuenta años de la política de Reconciliación Nacional, una propuesta aprobada en 1956 por el Comité Central del PCE. Que en su declaración de principios decía:
«El Partido Comunista de España declara solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco. Crece en España una nueva generación que no vivió la guerra civil, que no comparte los odios y las pasiones de quienes en ella participamos. Y no podemos, sin incurrir en tremenda responsabilidad ante España y ante el futuro, hacer pesar sobre esta generación las consecuencias de hechos en los que no tomó parte.»
Muchos de los integrantes de aquella izquierda clandestina estaban además dispuestos a revisar errores propios, a asumir las responsabilidades históricas que pesaran sobre ellos. No se les ocurrió nunca definir la hostilidad retrospectiva frente a terceros como aglutinante político. Tenían presente, los más lúcidos, una experiencia histórica dolorosísima: la conciencia de la intransigencia cerril de la izquierda española. Valgan dos recuerdos: el intento sinceramente liberal de Maura, cancelado en 1909 con la negación de los que se llamaban liberales a toda colaboración; en 1934, la presencia de tres ministros de la CEDA en el gobierno llevó a las izquierdas a romper toda convivencia pacífica y a la revolución de octubre. A diferencia de Francia y Reino Unido (Briand, Mac Donald), el líder izquierdista español que renunciaba al extremismo revolucionario se quedaba siempre solo e inutilizado: ejemplo próximo a la guerra, Besteiro.
La idea de usar el recuerdo sesgado de nuestra discordia civil como factor de cohesión propio es de José Luis Rodríguez Zapatero. Y su dudoso mérito, el haber alimentado la ira retrospectiva de los nietos, que los abuelos no sintieron. Luego, la política polarizadora de Sánchez no ha hecho sino abusar de un viejo truco de mala retórica: la refutación del maniqueo inventado, por el que primero se desfigura al adversario y luego se rebate su caricatura. En el caso que nos ocupa, se traslada al debate democrático de hoy el panorama congelado de los frentes en 1936 y se presenta a cada cual como heredero directo de uno de los bandos en guerra. Ese es el propósito de fondo, que nada tiene que ver con la legítima aspiración de muchos españoles de recuperar los restos de sus antepasados, desperdigados en cementerios no convencionales. Para satisfacer esa demanda no hacían falta alardes “antifascistas”, bastaba con el propósito, como alguien ha dicho, de “hacer de las fosas, tumbas, no trincheras”.
Esto se demuestra simplemente recordando que durante casi cuarenta años el fundamento histórico del consenso constitucional no sufrió impugnación alguna desde la izquierda. El PSOE, desde 1982 hasta 1996, gobernaba una democracia consolidada a la que nadie atribuía una genealogía dudosa. Zapatero tuvo que liquidar esa izquierda. La que tenía memoria de la guerra y había protagonizado la Transición. Se impuso otro discurso: la Transición no estaba completa, faltaban cosas por hacer; la izquierda que participó se dejó cosas en el tintero. Y el PSOE optó por revisar el criterio fundacional de nuestro sistema político y reabrir el pasado.
Nuestra democracia, comenzó a decir, debe estar asentada y legitimada en el antifranquismo o antifascismo, como sucede en otras europeas. El antifascismo sería el referente histórico de la democracia actual, la memoria que debería cultivarse en la escuela, pues del antifascismo habría nacido la democracia liberal en que vivimos.
Esta idea es una radical falsificación de nuestro pasado. No del de otros países, cada uno tiene su historia. Pero en el caso español no puede afirmarse sin mentir que la democracia actual enlaza con 1936. En primer lugar, todo demócrata era y es antifascista. Pero la lógica no funciona al revés: no todo antifascista era y es demócrata.
Si ahora, en las distintas iniciativas que la izquierda viene promoviendo desde 2006, se apela a los procedimientos de la “justicia transicional”, usando categorías creadas desde la doctrina de Naciones Unidas, es porque se pretende suprimir los fundamentos de la convivencia asentados en 1978 y plantear una nueva transición.
Pero España no tiene pendiente ninguna nueva Transición. España es una democracia consolidada desde hace muchos años. No tantos como cincuenta, porque en 1975 tan solo se inició el proceso, protagonizado por un rey que quiso devolver a su legítimo dueño, el pueblo español, el depósito de soberanía que las previsiones sucesorias habían puesto en sus manos. Renunció a un poder casi omnímodo para ganar una autoridad creciente, asimismo consolidada cuando la Corona supo sumar a su legitimidad legal, la legitimidad dinástica y la legitimidad democrática, en episodios que no admiten parangón con los que pudieran protagonizar hoy tantos aficionados al revisionismo de pacotilla.
De igual forma, la democracia recuperada no tuvo que esperar a 2006 para atender a la reparación de los vencidos en la guerra. Vayan como ejemplo algunas iniciativas, sin ánimo de exhaustividad:
- Orden de 31 de enero de 1978 sobre convalidación de estudios de Bachillerato realizados en la zona republicana durante la guerra civil.
- Real Decreto-ley 6/1978, de 6 de marzo, por el que se regula la situación de los militares que intervinieron en la guerra civil.
- Real Decreto-ley 43/1978, de 21 de diciembre, por el que se reconocen beneficios económicos a los que sufrieron lesiones y mutilaciones en la Guerra Civil Española.
- Ley 5/1979, de 18 de septiembre, sobre reconocimiento de pensiones, asistencia médico-farmacéutica y asistencia social en favor de las viudas, y demás familiares de los españoles fallecidos como consecuencia o con ocasión de la pasada guerra civil.
- Real Decreto 2635/1979, de 16 de noviembre, para la aplicación y cumplimiento de la Ley 5/1979, de 18 de septiembre, sobre concesión de derechos a los familiares de los españoles fallecidos como consecuencia o con ocasión de la pasada guerra civil.
- Ley 10/1980, de 14 de marzo, sobre modificación del Real Decreto-ley 6/1978, de 6 de marzo, por el que se regula la situación de los militares que intervinieron en la guerra civil.
- Real Decreto-ley 8/1980, de 26 de septiembre, sobre fraccionamiento en el pago de atrasos de pensiones derivadas de la guerra civil.
- Ley 42/1981, de 28 de octubre, de fraccionamiento en el pago de atrasos de pensiones derivadas de la guerra civil.
- Ley 37/1984, de 22 de octubre, de reconocimiento de derechos y servicios prestados a quienes durante la guerra civil formaron parte de las Fuerzas Armadas, Fuerzas de Orden Público y Cuerpo de Carabineros de la República.
- Ley 4/1986, de 8 de enero, de cesión de bienes del patrimonio sindical acumulado.
- Disposición Adicional Decimoctava de la Ley 4/1990, de 29 de junio, de Presupuestos Generales del Estado para 1990, por la que se reconocen indemnizaciones a favor de quienes sufrieron prisión en establecimientos penitenciarios franquistas durante tres o más años, como consecuencia de los supuestos contemplados en la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía.
- Real Decreto 39/1996, de 19 de enero, sobre concesión de la nacionalidad española a los combatientes de las Brigadas Internacionales en la guerra civil española.
- Ley 43/1998, de 15 de diciembre, de restitución o compensación a los partidos políticos de bienes y derechos incautados en aplicación de la normativa sobre responsabilidades políticas del período 1936-1939.
- Ley 3/2005, de 18 de marzo, por la que se reconoce una prestación económica a los ciudadanos de origen español desplazados al extranjero, durante su minoría de edad, como consecuencia de la Guerra Civil, y que desarrollaron la mayor parte de su vida fuera del territorio nacional.
El franquismo no pudo justificar su victoria en la guerra civil en la paz subsecuente. Esa paz no demostró que la victoria de los que triunfaron era lo mejor que podía ocurrir no ya para ellos, sino también para los vencidos. Enrique IV de Francia debe su gloria a esto. Lincoln, en la guerra civil americana, lo mismo. En ambos casos resultó que la victoria de los vencedores resultó lo más beneficioso para los derrotados. En España, lejos de sumar a los vencidos a la vida nacional, se procedió a la sucesiva eliminación de las personas y de los grupos, haciendo realidad la tesis verdaderamente extraña de que la nación había sido conquistada por un bando, alumbrando una dictadura militar sobre el país.
La victoria no podía ser fundamento de la convivencia y por eso, en 1975, se hizo evidente la oposición entre la Monarquía, que es la unidad, y la guerra civil, que es la división. La Corona fue el motor de un proceso de transición que culminó en la aprobación del texto constitucional. El consenso constitucional, a su vez, se asentó en dos supuestos: uno, reconocer y dar expresión política a la constitutiva pluralidad de España sin perjuicio de su unidad; dos, cancelar la guerra civil como argumento en la disputa partidaria. Poner en cuestión esos fundamentos es lo más profundamente regresivo que cabe imaginar.
Es cierto que la convivencia política en paz y en libertad de un pueblo depende en alguna medida del recuerdo de su trayectoria histórica. Cuando ese recuerdo asume los éxitos y los fracasos colectivos como lecciones, la memoria sirve a la concordia y alimenta los fundamentos del “vivir juntos” en que consiste la existencia nacional. Cuando la memoria se oficializa decretando verdades históricas se envenenan las fuentes de la convivencia y se promueve la discordia.
Es urgente que la guerra civil deje de ser argumento político. No debemos olvidarla, tan solo situarla donde está: en el pasado histórico. Eso se hizo en la Transición: “Se echó al olvido el pasado”. Que no es lo mismo que olvidarlo o negarse a recordarlo, sino algo muy distinto: tenerlo tan en cuenta como para decidir que no influya en el presente. Para que no se repita.