Artículo de Javier Zarzalejos, director de la Fundación FAES y eurodiputado del PP en ‘El Mundo’

Quienes en este lado del Atlántico se han sumado con tanta alegría al movimiento MAGA, acrónimo del inglés «Hagamos a América grande de nuevo», deben estar en vigilia permanente. No saben lo que traerá cada día, la sorpresa cotidiana que saldrá del Despacho Oval ni hasta cuándo Trump se empeñará en dejar patente la extravagante y desviada apuesta de aquellos por el hermanamiento con una política dictada únicamente por la forma en que el interés de Estados Unidos es interpretado por un presidente que no reconoce ni la relación transatlántica, ni los compromisos de seguridad compartidos, ni las reglas que ordenan el comercio internacional.
En su visión de negociante no hay cabida para un orden internacional que, según Trump, conspira contra los intereses de Estados Unidos. La cosa tiene su paradoja porque es ese orden internacional en el que «América» se ha hecho grande. La alternativa es generar una situación de anomia en la que el principio de orden consista en la exhibición apabullante de una fuerza tecnológica, militar o económica con la que se amenaza sin restricciones. Un día Zelenski es un dictador rechazado por el pueblo ucraniano. Al día siguiente, es Ucrania -y de rebote la Unión Europea- la que ha provocado la invasión de Rusia. Después llega el aviso de que intentar que Ucrania recupere el territorio ocupado por las tropas rusas «no es realista», según aclaró el secretario de Defensa. Groenlandia, Panamá y hasta Canadá están advertidos de los deseos del presidente estadounidense. La Unión Europea -acaba de decir Trump- se creó para perjudicar a Estados Unidos, así que imponer un arancel del 25% a todos los productos europeos es lo menos que nos merecemos. A Ucrania no se le dan garantías de seguridad, pero sus valiosas tierras raras quedan apropiadas en cantidades astronómicas para pagar la ayuda militar que ha recibido de Washington. Lo advirtió Trump: el que no pague podrá ser impunemente atacado por Rusia y Putin no es un tipo que pierda oportunidades. Podría ser una broma, pero, de serlo, sería realmente pesada.
Está por identificar algo que en el despliegue político de la nueva Administración pueda convenir o beneficiar a España. Nadie puede explicar qué hay de patriótico en la alianza con quien está desmantelando sistemáticamente los puentes de comunicación entre ambos lados del Atlántico. Es verdad que para los aliados ideológicos de Trump puede resultar muy gratificante que el presidente de Estados Unidos cargue de munición el discurso antieuropeo que predican. Y más aún que la descalificación trumpista haga pinza con la amenaza de Putin y su injerencia desestabilizadora para que la Unión Europea, esa fijación fóbica que asimilan a la Unión Soviética o a la China comunista, termine por embarrancar para dejar paso de nuevo a la tragedia; en nombre, eso sí, de la soberanía nacional y la integridad territorial, esas a las que la Ucrania de Trump no tiene derecho.
Para que la broma sea completa se mencionan «los valores» para reivindicar a Trump como esperanza de restauración moral. Como figura representativa de ese rearme moral, Trump resulta improbable, aunque si se cree que Moscú es la «tercera Roma» que habrá de tomar el relevo histórico al catolicismo agonizante en el marasmo moral de Occidente, Trump gana mucho en la comparación. El problema es que la alianza trumpista exhibe una notable falta de cohesión en esto de los valores. El partido de Le Pen es abiertamente pro abortista y votó a favor de que el aborto se incluyera como un derecho fundamental en la Constitución francesa. En Alemania, la AfD, empezando por su presidenta, no parece estar tan preocupada por los modos de vida a los que suelen apuntar los lamentos por la crisis moral de nuestra época.
Trump está dando un nuevo sentido a la cancelación. Comparadas con la cancelación real, histórica y política que representa el proyecto trumpista, las sandeces woke no pasan de ser patologías culturales de menor cuantía cuya mejor oportunidad de supervivencia se encuentra precisamente en la polarización identitaria de sentido contrario que el propio Trump empuja desde Washington.