Anotaciones FAES 69
En el asunto del embargo a Israel, el Gobierno vuelve a combinar demagogia e hipocresía. No estamos ante una medida meditada ni coherente; se trata de un nuevo gesto calculado al margen del coste económico, estratégico y reputacional en que España puede acabar incurriendo. Al Gobierno le importa poco la dependencia española respecto de la tecnología israelí en el ámbito de la defensa, de la seguridad nacional o de la protección de nuestras tropas en misiones internacionales. Le es indiferente ahondar en el progresivo desalineamiento español con el mundo occidental, actuar al margen de la política comercial europea, o incentivar, paradójicamente, la producción militar israelí destinada a su mercado interior. El Gobierno está en lo que está: en la propaganda, moviendo piezas en un tablero geoestratégico que le viene muy grande.
Israel apenas se resentirá por la medida –es autosuficiente en materia de defensa– pero el roto en nuestras capacidades de defensa (componentes, balística, sistemas operativos, etc.) puede ser importante. Nuestras exportaciones de material militar a Israel son muy poco relevantes; en cambio, Israel sí es uno de nuestros más significativos proveedores en ese terreno.
A la demagogia que supone actuar según el interés partidista, distrayendo la atención del lodazal doméstico, se une la hipocresía, porque el articulado del decreto de embargo introduce una excepción que desvirtúa la “contundencia” de que blasona el Gobierno: el Consejo de ministros, según esa redacción, podrá autorizar compras puntuales cuando “la aplicación de la prohibición suponga un menoscabo para los intereses generales nacionales”. Como si ese menoscabo no debiera evaluarse con carácter previo y no estuviera más que acreditado según expusimos arriba.
¿Van a hacer como que no se dan cuenta los socios de coalición? ¿Van a tragar los aguerridos pacifistas del “bloque de investidura”? El PSOE tendrá que elegir entre las previsibles exigencias de sus cómplices de legislatura y una normativa internacional que siempre invoca interpretándola a la luz de la única ley que merece su respeto: la del embudo.