Donald Trump parece una de esas personas que aciertan sobre todo cuando rectifican. Estamos asistiendo a rectificaciones de su política exterior –de calado– que deben calificarse como aciertos. Aunque pueda deplorarse el haber tardado tanto tiempo en adoptar posturas correctas tanto en Ucrania como enGaza.
Buena parte del republicanismo (toda la alt-right) aceptó sin mayor crítica las mentiras de Putin para justificar pretensiones descaradamente imperialistas. Muchos demócratas y la práctica totalidad de la izquierda europea, mientras tanto, asumían con idéntica incuria la propaganda de Hamás. Una suerte de derrotismo preventivo cundía en Washington antes incluso del segundo desembarco de Trump en la Casa Blanca. Baste recordar la oferta de Biden de poner un avión a disposición de Zelensky antes de consumarse la invasión; y la respuesta de este: “La lucha está aquí; necesito munición, no un paseo”. Luego, el bochornoso episodio de la encerrona en el Despacho Oval marcó un mínimo histórico en el liderazgo americano de lo que debe seguir llamándose “mundo libre”. El temor estadounidense a las “escaladas” probablemente haya dilatado el curso de ambos conflictos.
Trump está reconociendo, por la vía de los hechos, que la definición del “interés nacional”, cuando se refiere a una superpotencia, nunca tiene el horizonte estrecho que quiere darle el movimiento MAGA. No deja de ser curioso que su giro acabe reivindicando la visión, diametralmente contraria, del otro republicanismo. Que, resumida por Irving Kristol, viene a decir: “Para una gran potencia, el interés nacional no es un término geográfico. Una nación más pequeña puede considerar, con razón, que su interés nacional comienza y termina en sus fronteras. (…) Estados Unidos siempre se sentirá obligado a defender, si es posible, a una nación democrática atacada por fuerzas no democráticas, externas o internas. Por eso era de interés nacional defender a Francia yGran Bretaña en laSegunda Guerra Mundial. Por eso consideramos necesario defender a Israel hoy, cuando su supervivencia se ve amenazada”.
En Oriente Próximo, la Administración Trump parece haber dejado atrás planteamientos delirantes sobre el futuro de Gaza y formula ahora una propuesta de paz ponderada y viable. A expensas de la respuesta de Hamás, cuya aceptación implicaría la de su derrota y disolución, el plan norteamericano tiene la virtud de apuntar al origen y al núcleo del conflicto: la matanza del 7 de octubre, el secuestro de rehenes inocentes y el de una población usada como escudo por una milicia terrorista que combate enterrada en una ciudad subterránea y al servicio de una potencia extranjera: Irán.
Cada uno de los 21 puntos de la propuesta de paz supone un avance concreto y mensurable. Son medidas, no gestos. Primero se declara que «Gaza será una zona desradicalizada y sin terrorismo, que no suponga un riesgo para sus vecinos». Para todos sus vecinos: también para Egipto y los países árabes que saben de primera mano a qué atenerse respecto de Hamás.
Después se menciona el fin inmediato de los combates, la retirada gradual del Ejército israelí, la entrega de todos los rehenes en 72 horas, y la excarcelación de un número muy significativo de militantes de Hamás con posibilidad de acogerse a una amnistía condicionada a la deposición de las armas y la aceptación de la coexistencia pacífica con Israel, que determinaría la salida de los amnistiados de la Franja –donde “no tienen futuro”–hacia los países que los quisieran acoger.
Tras esto se especifica la operatividad de la ayuda humanitaria y el régimen de transición que gobernaría la ejecución del Acuerdo: un gobierno técnico compuesto por palestinos y supervisado por un órgano colegiado: una “Mesa de Paz” presidida por el propio Trump, con el concurso de otros mandatarios y personalidades relevantes, entre las que se menciona a Tony Blair.
El Gobierno español se ha manifestado favorable al plan de paz. Adhesión reveladora por lo que tiene de contradictoria con su posición hasta la fecha. Porque, hasta hoy, nunca formuló condicionalidad alguna cuando trataba de erigirse en líder global de una contestación a Israel frontal, sin matices. En todo caso, ¿quién puede sorprenderse a estas alturas de la incoherencia del sanchismo? Al Gobierno del relato, los cuentos y las trolas le importa más cómo suena una palabra–“paz”– que lo que signifique en cada caso.
Lo malo es que la política exterior entendida como pasarela o burladero –simple excusa para exhibirse o para esconderse– está provocando que España quede descolgada; justo ahora, cuando se vislumbra un movimiento multilateral hacia la paz en Oriente Próximo. De nuevo, al Gobierno le pillan con el pie cambiado: escoltando flotillas y alentando y aplaudiendo algaradas, mientras son otros los que sientan las bases efectivas de una paz seria, no de pancarta. Para desgracia de todos, la España de Sánchez no es la España que organizaba Conferencias de Paz en 1991, o la que, representada por Aznar, visitaba la Franja y en el mismo día se reunía con Arafat y Netanyahu.
Y esto es lo peor, que el Gobierno de Sánchez, confundiendo política y propaganda, haya querido huir del lodazal corrupto que reduce la política nacional a crónica de sucesos impostando gestos detonantes en el exterior; inhabilitándose del todo en la construcción de soluciones viables allí donde un hecho pesa más que mil gestos. El sanchismo, incapaz ya de disimular una irrelevancia total y un descrédito creciente, nos aboca a perder, otra vez, el tren de la historia.