Ayer, 20 de noviembre, a Félix Bolaños se le puso tal cara de Arias Navarro que fue imposible dar a sus balbuceos ningún significado distinto de lo denotado por la elocuencia de la situación: “españoles, el sanchismo… queda inhabilitado”.
El Tribunal Supremo se ha limitado a cumplir con su función jurisdiccional: ha subsumido un caso concreto en una categoría jurídica, contemplada, en este caso, en un texto legal llamado Código Penal. Lo notable no es que un tribunal juzgue, lo extraordinario –lo devastador– es que un fiscal general delinca. Y eso es lo que ha determinado, a la luz de la prueba practicada y en proceso contradictorio, el Tribunal Supremo. Por mucho que Patxi López sienta mucha “vergüenza” cuando funciona el Estado de derecho y ninguna cada vez que le toca defender cualquier despropósito de su patrón. A estas alturas, el Consejo de Ministros parece más la unidad de “grandes quemados” de Moncloa; apenas queda uno sin las extremidades superiores carbonizadas por haber puesto “la mano en el fuego”; y no porque haya entre ellos ningún Mucio Escévola precisamente. En cuanto a los socios de coalición y de no-mayoría parlamentaria, ya sabemos que de la denuncia de “lawfare” a disparatar sobre “golpes judiciales” solo mediaba el escueto filo de su absoluta falta de comprensión y respeto por la noción misma de imperio de la ley.
Dictar sentencia no es hacer política, es hacer justicia. Y cuando esa justicia recae sobre un fiscal general por haber pervertido una institución del Estado poniéndola al servicio de un interés partidista, entonces es cuando procede la lectura política, porque lo que tiene lugar es la reparación jurídica de un gravísimo desafuero político.
Semana redonda para el Gobierno: las mordidas de Cerdán contabilizadas; dictada petición de 24 años de prisión para Ábalos, el portavoz de aquella moción “regeneradora” por la limpieza moral de nuestras costumbres políticas, acta fundacional del “bloque de investidura”; puesta bajo sospecha la cuestación para financiar las primarias de Pedro en la comisión de investigación del Senado. Y ahora, la máxima autoridad judicial del país condenando al “dependiente” personal del Gobierno que hacía de fiscal general del Estado. Esto no hay momia que lo levante. Al menos en ninguna democracia homologada. Solo queda por averiguar hasta dónde lleva Sánchez ahora su pulso al Estado de derecho, al decoro institucional y a la convivencia entre españoles.
Lo que ya ha quedado sentenciado, y será indeleble en los anales de nuestra vergüenza colectiva, es el sectarismo venenoso de esta desdichada etapa histórica. Desde su desembarco en el poder, este Gobierno no ha cejado en su manejo partidista de las instituciones. Incapaz de distinguir entre Estado y Gobierno, apenas quedan parcelas exentas de un deterioro provocado por el afán de mantenerse en la Moncloa, a costa de la Constitución, el Código Penal, el interés nacional o la simple decencia.
Debería preocuparnos mucho una cuestión de fondo implicada en todo esto. El deterioro de las instituciones en España está vinculado al rechazo de acatar las restricciones que estas imponen. Hay quien abusa de su poder desde una institución. Otros utilizan el prestigio institucional para optimizar sus ambiciones personales. En ambos casos, se usa la institución como una plataforma desde la que expandir el reconocimiento y el poder y provecho personales. Pero ver las instituciones como plataformas es negarles su naturaleza de moldes, su función formativa, precisamente su dimensión más propia.
La formación institucional del carácter nos mueve a preguntarnos cómo debemos pensar y comportarnos con referencia a un mundo más allá de nosotros mismos. Por desgracia, nos estamos deslizando a toda prisa en la dirección opuesta y por una pendiente muy peligrosa: de pensar en las instituciones como moldes que dan forma a los hábitos de las personas, a verlas como plataformas que permiten a las personalidades públicas olvidarse de su responsabilidad y actuar desinhibidamente en beneficio propio. En distintos informes sobre calidad institucional ya se rebajaba nuestra democracia de “plena” a “deficiente”.
La reversión de todo este destrozo será una tarea ingente y nada fácil. Es perentorio un cambio político que propicie una auténtica reconstrucción institucional. Hay que recomponer una democracia en que, entre otras cosas, la fiscalía general del Estado no “dependa” del Gobierno y cumpla la promesa de autonomía contenida en su estatuto orgánico.
¿De quién depende corregir el rumbo nacional en una democracia? Pues eso.