La Casa Blanca ha puesto negro sobre blanco, en un documento sobriamente titulado Estrategia de Seguridad Nacional 2025 (NSS por sus siglas en inglés), la doctrina estratégica que articula la primera –y casi única– intuición trumpista: “América primero”. El documento explicita ese aislacionismo paradójico que nos resulta ya familiar y, en virtud del cual, los Estados Unidos pasan página del mundo unipolar resultante de su victoria en la Guerra Fría y reconocen las esferas de influencia rusa y china en busca de un nuevo “equilibrio de poderes” que suceda a la hegemonía global norteamericana. En su propia esfera, Washington se afirma postulando una suerte de revisión adaptada de la Doctrina Monroe.
Abandonismo norteamericano
“Se acabaron los días en que Estados Unidos apuntalaba todo el orden mundial como Atlas”, declara explícitamente esta Estrategia de Seguridad Nacional. Estados Unidos, afirma la NSS, renuncia a verse asumiendo el papel de “gendarme” del orden mundial. Se cumplen ahora precisamente diez años desde la fecha en que Trump verbalizó esto con toda nitidez; durante un debate electoral televisado en noviembre de 2015, exclamó: “¡No podemos seguir haciendo de policía para todo el mundo! Tenemos una deuda de 19.000 millones de dólares, nuestro país va cuesta abajo, nuestra infraestructura se está desmoronando”. Esa noche, su oponente republicano en aquel debate, de perfil más atlantista, era un cierto… Marco Rubio. El suyo no es un caso aislado, y el giro en el seno del republicanismo –y más allá, en buena parte de la élite política norteamericana– es mayoritario. En este sentido, la NSS 2025 es menos una “ruptura” que la culminación de una larga serie de cambios culturales, que han ido más allá del ámbito MAGA para transformar la visión y el propósito de la política internacional estadounidense, sus prioridades de política exterior y su práctica diplomática.
En el lado demócrata, en realidad, no existe una posición realmente contrapuesta.En 2023, el asesor de seguridad nacional de la administración Biden, Jake Sullivan, escribió en Foreign Affairs que durante la siguiente década “los funcionarios estadounidenses pasarían más tiempo que en los últimos 30 años hablando con países con los que no están de acuerdo, a menudo en cuestiones fundamentales”. El propio Obama también había hecho, durante su mandato, de la “construcción nacional doméstica” una prioridad estratégica. El contraste entre estas posiciones y las de, pongamos, los años noventa, es total.
La naturaleza “selectiva” de la atención de los Estados Unidos en materia de seguridad nacional se justifica a lo largo de las 33 páginas de la NSS por el hecho de que, según la doctrina Trump, las amenazas principales para la sociedad estadounidense –el tráfico de drogas, la delincuencia grave y la presión migratoria irregular– se originan en su vecindario inmediato del sur. Y esa doctrina pivota en torno a la protección prioritaria del territorio nacional.
No es probable que, a pesar de todo, Washington deje de seguir desplegando sus fuerzas, extendiendo su influencia, y haciendo sentir su poder más allá de sus propias fronteras y de su nuevamente reivindicada “esfera de influencia”. Pero, probablemente, esa influencia será más reversible y, además, su intensidad dependerá de cómo se perciba la afectación del conflicto regional de que se trate en el interés nacional norteamericano, entendido de forma estricta o, si se quiere, estrecha. Los artífices de la nueva estrategia, Vance, Rubio o Hegseth podrán negarlo, pero todo esto tiene el aspecto de una auténtica “retirada estratégica”.
Una nueva Doctrina Monroe
En rigor, debería hablarse de “teoría” de Monroe (1823); tan solo un siglo después de su formulación, tras la Segunda Guerra Mundial, merecería el nombre de “doctrina”, por ser entonces cuando se aplicó en ambas Américas. Hasta entonces, es cierto que el llamado “corolario Roosevelt”, enunciado en 1904, impuso gradualmente la idea de que el “Coloso del Norte” tenía un derecho prioritario de control sobre lo que los estadounidenses llamaban hemisferio occidental.
Poco a poco, este esquema de exclusivismo geopolítico regional encontró un marco geoestratégico adaptado, denominado “defensa hemisférica”. El plan fue promovido en los años 30 por los aislacionistas de entonces. Pearl Harbor los desacreditó como fuerza política, pero esto no ha impedido su supervivencia más o menos visible durante todo este tiempo. Y por eso su reactivación bajo Trump debe evaluarse a largo plazo. Al invocar hoy la Doctrina Monroe reformulada, al proponer lo que puede llamarse su “corolario Trump”, el actual presidente está reinterpretando una vieja convicción en Washington: la seguridad nacional de Estados Unidos requiere un control hemisférico total. Esto no solo concierne a América Latina, como a veces se cree, sino también a otros glacis, que desbordan hacia lo que podría llamarse, provocativamente, el “extranjero cercano” de Estados Unidos: Canadá y la franja ártica al norte, los accesos antárticos al sur, los relevos insulares de la cuenca del Pacífico al oeste (esta última extensión formalizada por la Doctrina Tyler de 1842) y, finalmente, Groenlandia al este.
Washington se reserva la preponderancia exclusiva en su propia esfera, acepta la esfera china en nombre del “equilibrio” y abandona a los europeos a su suerte, pidiéndoles que tomen las riendas para garantizar la seguridad a largo plazo de Ucrania, una vez que haya aceptado las condiciones negociadas con una Rusia que sigue ejerciendo máxima presión sobre el frente.
Consecuencias militares y política de contención
Una aplicación operativa inmediata de este “corolario Trump” de la Doctrina Monroe se hará pública en breve en la Estrategia de Defensa Nacional (NDS), que seguirá a la NSS 2025. Pete Hegseth se ha referido a sus líneas principales. El Departamento de Defensa (renombrado como “Departamento de Guerra”) ya tiene encomendadas cuatro tareas complementarias: defender el territorio estadounidense y su hemisferio, aumentar el reparto equitativo de cargas entre Estados Unidos y sus socios y aliados, potenciar la base industrial de defensa estadounidense y disuadir a China “por el poder y no solo por la fuerza”.
En este sentido, Pete Hegseth habla, respecto de China, de una “paz estable”, un comercio “justo” y relaciones “respetuosas”. Añadiendo que Estados Unidos no busca “dominar”, sino más bien “un equilibrio de poder” en el Indo-Pacífico. Una lógica similar se aplica en el otro extremo de Eurasia, respecto de Rusia, con un “equilibrio” que más parece una resignación claudicante en la defensa de la causa ucraniana.
Todo lo anterior es lo opuesto a la NSS 2022 de la administración Biden, que apoyó a Kiev, tranquilizó a la OTAN y se refería, dirigiéndose a Moscú y Pekín, a los “autócratas” que trabajan incansablemente para “socavar la democracia y exportar un modelo de gobierno marcado por la represión interna y la coerción en el extranjero”.
En el ámbito puramente militar, lo que ya sabemos es que esta NSS resta importancia a los despliegues terrestres a gran escala y a la presencia avanzada, centrándose en cambio en la distancia de seguridad, la precisión y las capacidades multidominio. Esto probablemente se traducirá en una mayor inversión en poder naval, espacio, ciberseguridad, defensa antimisiles, plataformas aéreas selectivas y sistemas basados en IA, a la vez que dificultará la dotación de recursos para las capacidades exclusivas del Ejército. La reducción de la participación militar en Europa, África y Oriente Medio, sumada a la redefinición de los vínculos transatlánticos por parte de la NSS, profundizará las dudas sobre el compromiso de Estados Unidos con la OTAN y alterará las expectativas de la alianza.
El énfasis de la estrategia en el liderazgo tecnológico y la innovación, por otro lado, ofrece solo vías limitadas para contrarrestar la ventaja de China como pionera en tecnologías fundamentales como el 6G, los sistemas autónomos, o la navegación.
Un punto de inflexión histórico
Los redactores del NSS 2025 no se recatan al describir en el documento su visión de una Europa decadente y que debe por tanto estar bajo una especie de tutela civilizacional. Es cierto que, en este escenario, ante el giro norteamericano, tanto la UE como la OTAN tienen poco margen de maniobra, en parte debido a inercias propias que durante años han prolongado una lógica de dependencia voluntaria y excesiva que consideraban rentable. Una de las consecuencias del escenario actual es que obligará a Europa a adoptar resoluciones decisivas.
Europa, por lo demás, no puede eludir la necesidad de un “examen de conciencia” practicado a fondo y con sinceridad; porque muchas de sus actuales tribulaciones son consecuencia directa de decisiones, o de inercias irresolutas, propias. La guerra de los Balcanes fue la última que Estados Unidos estuvo dispuesto a librar en suelo europeo. Desde este lado del Atlántico no se supo ver con perspectiva histórica que, una vez implosionado el imperio soviético, Rusia sería necesariamente un problema europeo que los europeos tendrían que manejar en primera persona. Ese ángulo ciego nos hizo adoptar en los últimos años, además, un conjunto de decisiones estratégicas mal calculadas y, en algún caso, contraproducentes, que ahora hay que revertir a toda prisa: en materia de migración, energía y dependencia industrial (el caso del gas ruso es un ejemplo paradigmático).
En cualquier caso, los giros y reinicios en las estrategias norteamericanas de seguridad tampoco son nuevos. Hay analistas que puntualizan cómo suelen producirse una vez por generación. Christopher Bright ha contabilizado cinco ocasiones en los últimos 90 años en que Estados Unidos se han replanteado cuestiones fundamentales sobre su papel global como actor político: en el período previo a Pearl Harbor, en tres ocasiones durante la Guerra Fría (en su inicio, después de que Vietnam destrozara el consenso imperante y tras su victoriosa conclusión), y tras los atentados terroristas de 2001.
La sexta y más reciente reconsideración habría tenido lugar según este análisis en la primera presidencia de Donald Trump. Su Estrategia de Seguridad Nacional de 2017 describió un mundo de posguerra fría en el que la globalización había llegado a perjudicar cada vez más a Estados Unidos, a unos aliados que se negaban obstinadamente a asumir su parte de la carga de defensa. De hecho, la preocupación de décadas de Estados Unidos por la lucha contra el terrorismo, argumentaba aquella Estrategia de Seguridad Nacional, habría permitido a la República Popular China y a Rusia reposicionarse como los principales competidores de Estados Unidos. La rivalidad entre grandes potencias se convirtió en la nueva preocupación de seguridad nacional.
Posteriormente, la administración Biden criticó el tono y el tenor de Trump, así como muchos detalles específicos. Sin embargo, se conservaron muchos de los fundamentos de su predecesora. Y ahora, esta segunda Estrategia de Seguridad Nacional de Trump, introduce nuevos puntos, a la vez que amplía algunos temas del primer gobierno y atenúa otros. Lo cierto es que la política de seguridad nacional estadounidense se encuentra en un punto de inflexión histórico.
La unión hace la fuerza: aislamiento o alianza
Las coordenadas de este punto de inflexión aparecen claramente descritas en el documento: Estados Unidos decide alejarse de su vieja pretensión de ser el ancla de un sistema global y se acerca a una visión del mundo que prioriza la soberanía, las fronteras y la estabilidad interna. El mensaje es claro: la era de la responsabilidad expansiva estadounidense ha terminado, y la administración Trump pretende defender la nación más como una fortaleza que como un foco de influencia. Esto podrá halagar y convencer a los exhaustos por décadas de intervención y compromisos indefinidos, pero conlleva contrapartidas estratégicas. Los aliados invertirán más, pero también podrían iniciar una peligrosa desvinculación. Los adversarios buscarán grietas en las alianzas y regiones donde Estados Unidos parezca menos presente o menos dispuesto a liderar.
Además, cabe hacerse una pregunta fundamental: ¿puede Estados Unidos proteger sus intereses desde dentro de sus propias fronteras? Porque la disuasión nunca ha dependido únicamente de la fuerza interna; ha dependido de la credibilidad externa. Si los aliados dudan de la fortaleza norteamericana, o los adversarios dudan de su determinación, la disuasión se debilita. Estamos, por tanto, ante una estrategia de “recalibración” y su éxito dependerá de que Estados Unidos sepa encontrar un nuevo equilibrio: entre soberanía y liderazgo, y entre su interés nacional y los compromisos y alianzas que constituyen parte de la definición esencial de ese interés cuando el titular del mismo es una superpotencia global.
Hay muchos argumentos para defender que una correcta comprensión del interés nacional estadounidense pasa por tener clara la necesidad de mantener el papel de Estados Unidos como líder del mundo libre, lo que requiere una participación activa en el extranjero, no un repliegue. Participación no significa intervencionismo; bastaría que estuviesen presentes, tanto diplomática como económicamente, antes que sus adversarios. Y parece también claro que tratar a las instituciones internacionales como si fueran inherentemente enemigas de la soberanía, o mostrar exasperación con aliados de larga data, debilita la capacidad americana para competir.
De igual manera, recurrir a aranceles arbitrarios como herramienta principal para corregir riesgos de oportunismo aísla a Estados Unidos y perjudica su economía más que a la de otros. La competencia estratégica requiere coaliciones, no muros. Estados Unidos podría plantearse exigir más a sus aliados sin dejar de tratarlos como socios indispensables. Incluso para una concepción que busquela paz duradera a través de la fuerza, tal cosa es imposible sin las alianzas confiables que siempre han multiplicado esa fuerza.
El futuro del mundo libre
El “mundo libre” –los aliados democráticos de Estados Unidos en Europa y el Indopacífico– ha sido el centro de la estrategia estadounidense durante décadas. Estos países han sido durante mucho tiempo los amigos más cercanos de Estados Unidos, tanto estratégica como económicamente. Las alianzas del mundo libre aseguraron una era de dominio democrático y sustentaron una economía internacional próspera desde principios de la Guerra Fría hasta la actualidad. Cierto que esas relaciones nunca fueron estáticas, y ahora Trump está reescribiendo las reglas de pertenencia a ese club.
Aún no ha abandonado ninguna alianza, pero las ha desestabilizado al imponer acuerdos comerciales asimétricos, obtener promesas masivas de inversión en Estados Unidos y exigir a los aliados una mayor responsabilidad en su propia defensa. La distribución de cargas y beneficios dentro del sistema de libre mercado estadounidense está cambiando: el precio del acceso al mercado estadounidense y a su protección está subiendo.
En un escenario optimista, dicha estrategia podría generar una comunidad democrática mejor preparada contra adversarios letales y un bloque tecno-económico aliado, adecuado para los rigores de la rivalidad moderna. Pero en un pronóstico más pesimista, las políticas de Trump –y su ética depredadora– podrían minar la credibilidad y la cohesión de los pactos más importantes de Estados Unidos.
Por último, hay que señalar que la ética transaccional e iliberal de Trump está socavando valores compartidos. Existen motivos para sentir preocupación sobre el destino de la democracia estadounidense. Las políticas de apoyo a la democracia en el extranjero, basadas en principios, están prácticamente descartadas; lo que prima es el apoyo exterior a populistas iliberales, correligionarios y aliados de la derecha “alternativa”.
Esta Estrategia 2025 acusa directamente a los gobiernos europeos de gobernar mediante la represión y se compromete a fomentar la “resistencia… dentro de las naciones europeas”. Recientemente, Trump tomó una medida que amenaza con socavar la seguridad a largo plazo de las democracias: aprobar la venta de los potentes chips NVIDIA H200 a China, como parte de un esfuerzo por obtener beneficios económicos limitados y a corto plazo.
Demasiado a menudo Trump parece más en sintonía, ideológica e instintivamente, con los principales dictadores del mundo que con las democracias. Estados Unidos tiene intereses geopolíticos que van más allá del destino de la democracia, pero lo que ha distinguido durante mucho tiempo al mundo libre es una profunda comunidad de valores que ahora está en peligro.
El mayor riesgo que se vislumbra es que, en el fondo, el objetivo de Trump sea menos programático que depredador. Nunca ha mostrado gran aprecio por los aliados. Habla el lenguaje de la ventaja unilateral, no de la fuerza colectiva. Muestra interés por los aliados solo cuando Estados Unidos necesita algo de ellos, como asistencia para asegurar las cadenas de suministro de tierras raras. Todo esto alimenta la sospecha de que Trump simplemente intenta obtener el máximo provecho posible de países desesperados por conservar su apoyo. Con el tiempo, esa es una receta para minar la fuerza y la solidaridad del mundo libre, en lugar de contribuir a su resurgimiento.
Por esto es tan difícilcomprender a Trump: lo potencialmente beneficioso de alguna de sus políticas queda continuamente malversado por sus hábitos más perjudiciales. El futuro del mundo libre dependerá de si Trump consigue afirmar valores e intereses comunes. En el liderazgo norteamericano que suceda a Trump será importante que haya alguien que hable el lenguaje del propósito democrático compartido; ese nuevo liderazgo podría usar ciertos logros de Trump –el surgimiento de una comunidad mejor armada y más integrada industrialmente– como base para una nueva era de fuerza colectiva.
La alternativa es que Trump sea sucedido por un presidente que ahonde en los aspectos unilateralistas y aislacionistas de la ideología MAGA. En tal escenario, cualquier pretensión de unidad del mundo libre –la comunidad que forjó el mundo moderno– podría desvanecerse, y la presidencia de Trump habría significado el principio del fin.