La pandemia del coronavirus que nos asola tiene un componente principalmente sanitario que consiste en evitar su propagación y curar a los enfermos evitando su muerte. Pero no es la única perspectiva. Podemos valorar la pandemia desde la perspectiva política, porque todos estamos de acuerdo en que la sociedad que surgirá y los problemas sociales que tendremos que afrontar cuando sea vencida, no serán los mismos.
Esta reflexión tiene la finalidad de advertir de la existencia de corrientes políticas que pretenden configurar esa sociedad futura desde una perspectiva marxista, como si el marxismo no hubiese sido derrotado con la caída del muro de Berlín y la Unión Soviética no se hubiera desintegrado.
Ante todo debe afirmarse que la declaración de “estado de alarma” llevada a cabo por el Gobierno no responde a la realidad de los hechos, pues estamos en un “estado de guerra”. Sí, de guerra biológica, como la que en tantas ocasiones se han descrito en novelas o en películas. Haya sido o no provocada, los efectos de esa guerra son los mismos que se están produciendo en estos momentos. De nada vale cerrar los ojos a la realidad.
No tratamos de hacer ahora una crítica merecida a las medidas del Gobierno, aunque se percibe una corriente poderosa de descontento e indignación contra su actuación, por su imprevisión y falta de eficacia en la respuesta ante esta crisis, cuya magnitud y consecuencias no fueron percibidas por los poderes públicos. Los argumentos para la crítica son de una contundencia innegable.
Por otra parte, las apelaciones a la unidad y colaboración de todas las fuerzas políticas, aparte de su consustancial carga retórica, carecen de legitimidad social y política cuando quienes ahora las reclaman no las practicaron en aquellas otras circunstancias anteriores que afectaron a Gobiernos de otro signo.
Pero al margen de lo anterior, se otean ya problemas y tomas de posición mucho más profundas, en lo ideológico y en lo político. Porque bajo pretexto del cambio inevitable de nuestros modos de vida que traerá consigo la crisis, y de los nuevos paradigmas a los que deberán ajustarse las sociedades después de que esto pase, ya se vislumbra, no algo nuevo o sorprendente, sino el viejo rostro del estatismo y del control social.
No son pocos los que, aprovechando el temor y la angustia de los ciudadanos, van a querer vendernos, cual bálsamo de Fierabrás, recetas y soluciones que se presentarán como nuevos descubrimientos o soluciones sociales casi mágicas, al igual que el bálsamo, que nos conducirán a un mundo arcádico, en el que por supuesto habrá unos que manden por el bien de los demás y otros, los demás, que obedezcan por su propio bien.
Propugnarán un Estado benefactor, que todo lo puede, todo lo ordena y de todo dispone. El Estado sustituirá a la sociedad civil y acaparará no sólo el poder político sino los recursos económicos y los medios de comunicación y que, celoso de nuestra libertad, no nos dejará dar un paso sin que él lo permita, siempre para nuestra mejor protección.
Para estos nuevos/viejos profetas, para estos descubridores de nuevos/viejos mundos, no es la sociedad civil, esto es, la que conforman los seres humanos dando lo mejor y también lo peor de ellos mismos, la que descubre, avanza y tropieza, la que nutre y organiza instrumentalmente a los poderes públicos para que la sirvan conforme a la ley y a la igualdad consustancial a los hombres, no es esta sociedad civil quien debe protagonizar el desarrollo presente y futuro de los pueblos.
El protagonismo será asumido por el Estado, que no es el instrumento organizado y financiado por las sociedades libres mediante la generación de riqueza para articular la convivencia y garantizar la protección general, sino que será el detentador de todos los poderes, el programador de todos los fines y el decisor de cómo debemos vivir y obrar, para lo cual evidentemente y con justa causa, debe ser el titular y gestor de todos los recursos económicos.
Y para defender todo esto, esos nuevos descubridores de lo viejo, de lo que ya creímos ingenuamente que había perecido engullido tras su fracaso por la historia, se apoyarán en que ése es único camino para desterrar de la faz de la tierra la desigualdad económica insoportable y humillante que reina en el mundo desarrollado. Y, para avivar el miedo y las angustias del ciudadano, demostrarán que ésta es la peor época de la historia en el proceso de la humanidad, sin avances en la seguridad, la salud y la educación de millones y millones de personas, sin progreso ni mejora en la libertad y en los derechos de los ciudadanos, sin otro horizonte, pues, que un devenir apocalíptico del que naturalmente están dispuestos a salvarnos los defensores de ese Estado total.
No otra cosa significa que Pablo Iglesias cite el artículo 128.1 de la Constitución: “toda la riqueza del país…está subordinada al interés general”, omitiendo los artículos 33.1: “se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia”; el 33.3: “nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización”; y el 38: “se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado”.