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A la mesa sin mascarilla

Vicente de la Quintana es colaborador de la Fundación FAES


En 2016 se estrenó en España Los comensales, película-documental sobre la naturaleza del arte dramático, de Sergio Villanueva. Con esta sinopsis: “Una escritora y un director se reúnen con cuatro conocidos actores para hablar de un posible proyecto teatral. Mientras disfrutan de una comida al aire libre, la obra de teatro pasa a un segundo plano, y la conversación se centra en sus vidas, sus almas, sus miedos y sus sueños, como nunca antes lo habían hecho”.

Este otoño es probable que asistamos a otro estreno si, finalmente, se convoca la “mesa de diálogo” con las autoridades secesionistas catalanas. No sabemos todavía si “el posible proyecto teatral” pasará “a un segundo plano” y los comensales acabarán centrando la conversación “en sus vidas, sus almas, sus miedos y sus sueños” o no. Incertidumbre muy lógica cuando se abordan diálogos “sin líneas rojas”. Es decir, cuando los responsables políticos no reconocen límites a su voluntad; en fin, cuando actúan irresponsablemente.
La irresponsabilidad de esta convocatoria es un precio que el Gobierno de Pedro Sánchez está muy dispuesto a pagar. Fue condición impuesta “para empezar a hablar” de pactos presupuestarios por ERC el pasado 3 de septiembre. Pablo Iglesias ha venido reclamándola en reiteradas ocasiones. Y Gabriel Rufián ha podido asegurar que cuenta con la garantía de Sánchez para impulsar la reunión, extremo confirmado después por la portavoz del Gobierno.

Sánchez usará el ofrecimiento de Ciudadanos, estirando la situación, para presentarse como paradigma de “centralidad”. Como si fingir equidistancia entre posiciones constitucionales y sediciosas le situase en un virtuoso ‘justo medio’.

Lo cierto es que, una vez despejada la eventualidad de una convocatoria electoral inminente en Cataluña, el presidente del Gobierno no ha tardado mucho en recuperar su querencia y practicar el ‘distanciamiento social’ con Ciudadanos. La vía con ERC está activada. Quim Torra ya ha sido contactado, y el propio Sánchez, en sede parlamentaria, ha solemnizado el compromiso de “resolver por cauces políticos” el “conflicto catalán”. También se anuncia la propuesta de reformar el Código Penal para rebajar las penas del delito de sedición, compromiso que además figura en el plan normativo del Consejo de Ministros para sacarlo adelante antes de fin de año.

Es decir, hay agenda catalana. Con independencia del trastoque de prioridades que haya podido producir la irrupción de la pandemia.

Por eso resulta pertinente recordar el historial gastronómico de los comensales que se sentarán a la mesa. Convidados a sentarse ahí porque Sánchez, como anfitrión, ha querido. De alguno de ellos, por mucho que ahora disimule su apetito, se conocen bien sus preferencias culinarias. Van a sentarse a la mesa los tragaldabas del secesionismo en alegre confusión con algunos gourmets del “derecho a decidir”. Recordémoslo.

Podemos participa desde enero en el Gobierno de una nación que discute. A lo largo de su corta trayectoria como partido, ha abierto la puerta a casi cualquier cosa: a una reforma constitucional o a un proceso constituyente; a la “Nación de naciones” o al Estado plurinacional; a la federación o a la confederación; a la coexistencia, en el territorio del Estado, de dos, tres o más naciones, al gusto del consumidor.

En pocos años, las naciones brotaban como champiñones en el terreno fértil de sus programas, abonado con particularismo identitario.

Ya en la propuesta que en 2016 trasladaron al PSOE para conformar un ‘Gobierno del Cambio’ se pedía la “reformulación del modelo territorial para que todas las naciones, comunidades políticas y territorios puedan encontrar su encaje dentro de España si así lo deciden”. Allí se postulaba la “aceptación del derecho a decidir en aquellas naciones que lo hayan planteado con especial intensidad” para “desarrollar un Estado plurinacional sin imposiciones”.

En cuatro años no se regresa desde tan lejos al campo de la lealtad constitucional. Haciéndolo explícito o no, en función de su interés en cada momento, Podemos parte de una crítica total a la Constitución del 78 y su creación más genuina: el Estado autonómico. Aspira, pasando por encima del artículo 2º del texto constitucional, a dar cabida al reconocimiento de una pluralidad de naciones distintas de la común española dentro del Estado, que dejaría de ser un Estado nacional.

Tal nuevo ente “plurinacional” sería algo semejante a una frágil confederación entre naciones y comunidades que pactarían libremente “mecanismos de concertación” bilaterales entre ellas.

Para ese nuevo modelo de organización territorial ni siquiera se encuentra una definición ni referencias en el Derecho comparado, aunque el documento de 2016 apuntaba que en el nuevo Estado convivirían “Naciones” y “Comunidades Autónomas”.

En relación a Cataluña, Podemos ha planteado abiertamente, en muchas ocasiones, la autodeterminación: el supuesto ‘derecho a decidir’ no es otra cosa. Y proponía su ejercicio vía art. 92 CE.

En su día, llegaron a anunciar con aparente seriedad la creación de un nuevo Ministerio para que el Gobierno de la exnación española tuviera el bisturí imprescindible con el que operar en vivo y extirpar lo que tanto parece molestarles: su unidad.

Un excéntrico “Ministerio de la Plurinacionalidad, Administraciones Públicas y Municipalismo”, tenía encomendada, literalmente, la consecución de los siguientes objetivos estratégicos:

• Impulsar políticas de reconocimiento a las identidades nacionales.

• Crear un Consejo de Cooperación que atienda las relaciones Estado-naciones.

• Facilitar la representación internacional de esas naciones/comunidades.

• Ejecutar el proceso de referéndum de autodeterminación de Cataluña.

• Reformar el Senado para adecuarlo a la nueva realidad “plurinacional”.

Esta es la visión, llamémosla confederal por ser benevolentes, que de España tiene Podemos. La materialización de cualquier proyecto confederal se traduciría en la desaparición de España no ya como una cierta unidad histórica, sociológica o cultural, forjada a lo largo de los siglos, sino como realidad estatal.

Como enseña la teoría del Estado, la confederación entraña puramente una relación de Derecho internacional. Los estados confederados conservan vida política y jurídica propia y la confederación actúa a través de una estructura muy rudimentaria, simbolizada en una Asamblea o Dieta cuyos miembros actúan como diplomáticos o embajadores, no quedando obligados por ningún acuerdo al que no hayan dado su voto. Los miembros de la confederación conservan el derecho de secesión, es decir, la posibilidad de abandonarla cuando deseen.

En la historia, las confederaciones han tenido poco recorrido y siempre han dado paso bien a Estados federales (EE.UU.) o a la disgregación de sus componentes (Imperio austro-húngaro). Nunca Estado unitario alguno o federal se ha transformado en una confederación.

El enfoque confederal, en primer lugar, niega que la fuente de la soberanía sea la nación española, como dice el Preámbulo Constitucional. En segundo lugar, implica aceptar la existencia de estados soberanos dentro de España. La combinación de esos elementos es incompatible con la existencia de un Estado legitimado por el poder constituyente, el pueblo español, y con la existencia de un Parlamento que represente algo más que a los miembros de la confederación.

Lo que queda del Estado es una especie de entidad supranacional cuya única legitimidad solo procede del beneplácito de los miembros. Este tipo de planes no se diseñan dentro del sistema de reforma de la Constitución porque no son viables dentro de ella. La facultad de reformarla significa que una o varias disposiciones constitucionales pueden ser sustituidas por otras, pero solo bajo el supuesto de que queden garantizadas la identidad y la continuidad de la Carta Magna, considerada como un todo.

Una Constitución basada en el poder constituyente de la nación española no puede ser sustituida por otra de principio confederal a través de la reforma constitucional. Eso no sería una reforma de la Constitución sino su liquidación.

Respecto de la propuesta de utilizar el artículo 92 C.E. como habilitante para un referéndum de secesión, algunas observaciones. Como la reforma constitucional para admitir el derecho de autodeterminación es difícil, prácticamente imposible, porque implica la reforma agravada prevista en el art. 168 CE, se propone un atajo: someter a consulta la conveniencia de cambiar la Constitución para permitir la autodeterminación, utilizando el referéndum consultivo previsto en el artículo 92 de la Constitución. Pero el referéndum al que se refiere el art. 92 CE no contempla la intervención del cuerpo electoral de una comunidad autónoma, sino la de todos los ciudadanos.

Además, creemos que un referéndum para verificar el apoyo a la secesión en un territorio (por ejemplo, en Cataluña) en realidad incurriría en fraude constitucional. Sería convocado como consultivo, pero resultaría realmente vinculante, de modo que no abriría paso a la reforma constitucional, sino a la secesión. Como dijo en su día Juan José Solozábal: “No sería una consulta para la soberanía, sino un referéndum de soberanía, entre otras cosas, por la simple razón de que en el hecho de la consulta se contiene una definición del soberano, que es constituido cuando se le hace objeto de una pregunta, como digo, de soberanía”.

He aquí en qué vienen a parar las supuestamente avanzadísimas posiciones de Podemos en el debate territorial español. Todo de lo más progresista. Su modelo de integración política: el Imperio austro-húngaro. Su espejo para que las Cortes Generales puedan mirarse en él con fe en el futuro: la Dieta polaca de 1772 de Estanislao Augusto Poniatowski, un año antes de la Partición. Esto es lo que viene proponiendo en los últimos años la izquierda transformadora española.

En todo caso, hay que saber distinguir la etiqueta del contenido. De cualquier producto interesa antes su calidad que el envoltorio. Podemos envuelve y enmascara su discurso con celofán de vanguardia. Pero no cabe engañarse: comensal en esta mesa, no aporta sino viandas caducadas. Es de temer una intoxicación general de neofeudalismo avinagrado.