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Adolfo Suárez, nuestro “padre fundador”

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Se conoce como padres fundadores de la democracia americana a los asistentes a la Convención de Filadelfia que aprobó la Constitución de Estados Unidos en 1787. Los delegados de los estados designaron al general George Washington primer presidente de la recién nacida Unión de Estados Americanos. Entre los padres fundadores de primer orden se hallan los primeros tres presidentes: el citado Washington, John Adams y Jefferson. En un segundo orden situaríamos a los delegados más activos a favor de uno de los dos planes: el de Virginia y el de Nueva Jersey. Y en tercer lugar al resto de delegados firmantes en la mencionada Convención.

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Javier Redondo es profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid. Director de la revista La Aventura de la Historia

 

Se conoce como padres fundadores de la democracia americana a los asistentes a la Convención de Filadelfia que aprobó la Constitución de Estados Unidos en 1787. Los delegados de los estados designaron al general George Washington primer presidente de la recién nacida Unión de Estados Americanos. Entre los padres fundadores de primer orden se hallan los primeros tres presidentes: el citado Washington, John Adams y Jefferson. En un segundo orden situaríamos a los delegados más activos a favor de uno de los dos planes: el de Virginia y el de Nueva Jersey. Y en tercer lugar al resto de delegados firmantes en la mencionada Convención.

Estableciendo un paralelismo singular y somero, nuestros padres fundadores de tercer orden serían los diputados constituyentes; entre los de segundo orden identificaríamos a los siete padres de la Constitución y, por último, el padre fundador, el arquitecto del sistema, el que conoció el régimen anterior y tejió un plan para desmontarlo fue Adolfo Suárez. El razonamiento no está diseñado para establecer paralelismos entre ambas figuras, George Washington y Adolfo Suárez, más allá de que nadie osa en Estados Unidos reprocharle al primer comandante en jefe de los ejércitos coloniales que prestara previamente servicio a la Corona Británica.

Además, el paralelismo podría ser rebatido desde la base: nuestro momento fundacional no es 1976 sino 1812. De tal modo que tendríamos que buscar en la Historia americana el momento refundacional, es decir, el momento crítico a partir del cual un modelo pervertido se somete a completa revisión. En ese caso buscaríamos a Suárez en Lincoln, empeñado en configurar en 1861 un gabinete mixto –entonces se empleaba menos el término plural– integrado por esclavistas y abolicionistas, demócratas y republicanos, hombres del Sur y del Norte. Y por si fuera poco, Lincoln supo muy pronto que sus mayores adversarios los encontraría dentro de su propio partido. Le consideraban un advenedizo, taimado y con dobleces.

Hacia donde pretendo llegar con este ejercicio es a afirmar que Adolfo Suárez, independientemente de sus errores, psicología, proceder y formación, fue lo que España necesitó. De tal suerte que España lo sigue necesitando ya fallecido. Un icono capaz de elevarse por encima de los contextos, las preferencias coyunturales y las disputas partidistas y menores y aglutinar los esfuerzos de una nación. Adolfo Suárez representa lo mejor de un tiempo: su plan era la concordia, la reconciliación. Y una nación que se precie reconoce el mérito de los que contribuyeron a forjar un cuerpo doctrinal y de valores. La cultura cívica de una nación se cimenta sobre las figuras a las que honra perpetuo tributo.

Adolfo Suárez fue un político. Sobrevivió en un ambiente hostil. Puso zancadillas y se las pusieron. No era un intelectual ni tenía una sólida formación. No era un idealista, sino un pragmático. Era un seductor y un tipo normal, ambicioso, decidido a tocar poder y, además, de provincias. Pero Adolfo Suárez fundó nuestra democracia. Hay varias biografías que no tratan precisamente de modo amable a Washington y a Lincoln. Que narran artimañas y jugarretas, planes ocultos y silencios reveladores… Pero ninguna cuestiona su legado.

Lo que hemos de saber es que ningún país necesita mesías ni redentores, sino honradez y principios. Que la política tiene un atractivo para quien la ejerce: permite combinar la ambición personal con la vocación de servicio. Que no es un fin, sino un medio. Que el desarrollo de su actividad tiene un tiempo, que no es una actividad funcionarial y que apenas unos pocos años son suficientes para dejar un legado insobornable.

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