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Amnistía corrupta: ¿el que la hace la paga?

Anotaciones FAES 17

El escándalo de la trama de las mascarillas es un caso de corrupción económica; como tal, una variante del soborno. En todo soborno hay siempre tres implicados: el que soborna, el sobornado y el perjudicado. En el soborno público el perjudicado es la sociedad entera, porque los caudales desviados le pertenecen. La malversación del funcionario o responsable político incide así sobre cualquier ciudadano, sea beneficiario o contribuyente: todos resultan expoliados. A la manipulación del erario en provecho propio los romanos la denominaron peculatus (peculado) porque inicialmente las multas se pagaban en pecus (ganado). Una Lex iulia de peculatu, promulgada bajo Augusto, imponía la deportación a los malversadores; normas imperiales posteriores llegaron hasta la pena capital. Alfonso X llevó a las Partidas la legislación romana. Todos los códigos penales españoles, desde el de 1822 al actual, han tipificado los delitos contra la Administración –contra “lo público”– severamente. Hubo que esperar a Pedro Sánchez para rebajar el reproche de la malversación y ensayar una lenidad a medida, contraviniendo el criterio europeo.

La práctica corrupta más frecuente, porque permite beneficiarse en cantidades más elevadas, tiene que ver con fraudes en la contratación pública. Se trata de hurtos en beneficio propio o de terceros; con tres notas agravantes: primera: alevosía, porque al cometer el delito no se corren riesgos; segunda: abuso de confianza, porque se delinque aprovechando la situación de privilegio que el robado atribuyó a quien le roba; y tercera: el culpable ejerce una función pública. La corrupción económica ostenta esa triple cualificación negativa; es un delito especialmente odioso. Robar al erario en una situación de pandemia, estando comprometida la salud pública, acentúa si cabe esa odiosidad.

El escándalo de la amnistía pactada entre socialistas y secesionistas es un caso de corrupción política en que están presentes las mismas notas infamantes del peculado; pero aquí las consecuencias para todos –para la comunidad política– van mucho más allá. Veámoslo.

Toda amnistía es más que perdón, olvido; y además total, por apoyarse en la ficción jurídica de que el delito amnistiado no fue cometido. Pues bien, esta amnistía no malversa dinero del contribuyente; malversa todo el crédito político del Estado, porque olvida y borra un golpe de Estado (y el uso de ingresos fiscales empleados a tal fin). No se les hurta a los españoles dinero público (que también), sino, antes y además, se deslíe el vínculo que justifica la existencia misma de su Hacienda pública. Se les birla su ciudadanía al amparo de una burla legal. Esta amnistía es pura corrupción política, porque paga la estabilidad del Gobierno a costa de la impunidad de sus socios. Se vende el Derecho a cambio de votos que garantizan el poder. La malversación, ya indultada, ahora se amnistía (algún buen amigo debería explicárselo a la vicepresidenta Díaz). Con los últimos “retoques” se quiere cancelar la investigación de actos terroristas y de injerencias extranjeras ampliamente acreditadas. Es decir, están amnistiándose delitos que en toda Europa quedan expresamente al margen del derecho de gracia. Si malversadores, terroristas y traidores van a cobrar en moneda de impunidad, ¿cómo llamar al que con ella compra un poder del que abusa?

“El que la hace, la paga”, dijo el presidente del Gobierno cuando estalló el caso de las mascarillas… ¿El que la hace la paga? No será gracias a esta ley. Sánchez debía estar refiriéndose a sí mismo, porque acaba de pagar la última que ha hecho. Los de la “defensa de lo público” hoy demuestran qué cosa es un significante vacío: les estamos viendo malversar, con vergonzosa desfachatez, el capital político de España, patrimonio de todos.