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Biden presidente

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Ha pasado una semana desde que se celebraron las elecciones presidenciales en Estados Unidos y el país parece escindido en dos realidades paralelas, aunque ya no iguales. Por un lado, la victoria de Joe Biden parece suficiente y fundada como para prevalecer sin dificultad sobre las reclamaciones judiciales que ya han empezado a presentarse contra las condiciones del recuento y la legalidad de un número significativo de votos. La otra realidad es la de Donald Trump, quien se empeña en seguir dando una batalla que nada tiene de heroica y mucho de estéril enrocamiento y que le arrastra a él mismo y a sus seguidores a pasar de la impugnación legítima de aquellos resultados sobre los que pueda haber dudas razonables de legalidad a una inaceptable deslegitimación del sistema democrático de los Estados Unidos. Trump sabe que no importan los más de setenta millones de votos que amortiguan la proyección de su derrota cuando en una elección presidencial “el ganador se lo lleva todo”, en este caso ni más ni menos que la Casa Blanca.

Enredados en una batalla judicial que tardaría semanas en resolverse, se puede estar pasando por alto la complejidad de la situación que vive Estados Unidos y de lo que sugieren los resultados.

Se sabía que estas elecciones se planteaban como un plebiscito sobre la continuidad de Donald Trump en cuyo final de mandato se han cruzado, seguramente de manera decisiva para su derrota, la pandemia del Covid-19 y el agravamiento de las tensiones raciales. Biden ha ganado y con ello, incluso dos meses y medio antes de tomar posesión, ha cumplido buena parte de su mandato: evacuar a Trump de la Casa Blanca.
A partir de ahí, la presidencia de Biden es, en buena medida, una presidencia por construir en la que se depositan expectativas crecientes de lucha contra la pandemia, de recomposición de las relaciones con Europa y de superación de la polarización política en Estados Unidos, una polarización que no es imputable en exclusiva a Trump pero que este ha manejado como una de sus principales bazas estratégicas que ahora han demostrado sus límites.

Biden es el presidente de mayor edad elegido hasta ahora –también el que ha reunido más votos–, no competirá por un segundo mandato y debe demostrar energía y liderazgo para dirigir un partido, el Demócrata, que alguien definió como “un conjunto de bandas de enemigos naturales en precario estado de simbiosis”. No se ha registrado la “ola azul” que los demócratas esperaban. Florida ha sido una gran decepción, han perdido escaños en la Cámara de Representantes y es perfectamente posible que los republicanos retengan el control del Senado. Esta circunstancia tendría que revalorizar el papel de Biden y su disposición a reconstruir consensos con los republicanos frente a aquellos que apuestan por un programa de gobierno demócrata radical. Las críticas que se han escuchado desde dentro del partido por las concesiones que los demócratas han hecho a su ala más radical apuntan en la buena dirección, en la dirección de recuperar acuerdos necesarios. El alineamiento de determinados sectores demócratas con los activistas de la “cultura de la cancelación”, con movimientos como el “Defund the police” y su ambigüedad ante las manifestaciones violentas registradas en estos meses, por mucha que pudiera ser la indignación ante determinadas actuaciones policiales, han ahuyentado votos potenciales hacia Trump y su oferta de “ley y orden”. El ala radical de los demócratas que se sientan justificados para volver las tornas después de Trump va a ser un desafío creciente para Biden, que sólo podrá hacer buenos sus deseos de superar la polarización si es capaz de formular un verdadero proyecto nacional para todos los estadounidenses más allá de las políticas de identidad dirigidas a las diversas minorías del país. Estados Unidos no puede quedar condenado a elegir entre la polarización populista o la fragmentación identitaria de su sociedad.

Biden y su equipo tienen que hacer frente a una pandemia de enorme impacto ante la que Estados Unidos no ha querido ejercer el liderazgo y la iniciativa global que ha mostrado en otras situaciones. Pero tiene también que hacer frente a unas realidades que han cambiado en, y también por, la presidencia de Trump. China va a seguir siendo el antagonista estratégico de Estados Unidos y la derrota de Trump no lo cambia. La reconstrucción de una relación atlántica que Trump ha dejado en mínimos no llevará a Europa y a Estados Unidos a revivir esa relación en los mismos términos de la guerra y la posguerra fría. En Oriente Medio las cosas han cambiado sustancialmente y sería absurdo negar el alcance de los acuerdos Abraham promovidos por la Administración Trump aprovechando el desafío que plantean a los países árabes las pretensiones hegemónicas de Irán. Tampoco habría que pensar en una rectificación inmediata en la apuesta proteccionista de Trump. La negociación será más fluida pero no menos complicada.

Los más de setenta millones de votos conseguidos por Trump no van a evitar que el Partido Republicano se tenga que hacer algunas preguntas. El nacionalismo, el proteccionismo, el aislacionismo no son nuevos en la política norteamericana, pero Trump las ha reunido todas y en un grado inédito, legitimado por los que han sostenido que esos ismos son los que constituyen la verdadera tradición republicana.

Trump, sin duda, podrá intentar preservar el trumpismo como si todos esos votos fueran suyos, pero un trumpismo sin Trump dentro del Partido Republicano condenaría a este a un fracaso histórico. Otra cosa es que Trump conciba la aventura en solitario de ese tercer partido que siempre parece despuntar en la política norteamericana pero nunca se ha consolidado. La derrota de Trump abre la reconstrucción del espacio republicano desde una sólida presencia institucional en las dos cámaras del Congreso. Las personalidades republicanas que ya se han pronunciado contra la pretensión del presidente derrotado de llevar al límite su batalla judicial, deslegitimando el proceso electoral, anuncian ya el post-trumpismo. El alejamiento de Trump de apoyos mediáticos tan importantes como la cadena Fox es igualmente sintomático y poco alentador para sus pretensiones.

El Partido Republicano es un elemento vertebral de la democracia americana. Representa unos valores y una tradición política con un gran peso en la sociedad americana y en su sistema institucional. Del mandato de Trump, los republicanos deben mantener la visibilidad y la preocupación por esa América del interior, de clases medias devaluadas, de desindustrialización y ruptura del tejido comunitario. Frente a una presidencia como la de Biden, recibida con alivio, pero con grandes dificultades objetivas para definir su papel en medio de tantas expectativas, el Partido Republicano, sobre un espacio reconstruido que no le condene al radicalismo populista y al cultivo de la polarización, puede aspirar a ser la opción ganadora dentro de cuatro años.