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Campaña vasca: fe de erratas

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Vicente de la Quintana es colaborador de la Fundación FAES


El martes pasado tenía lugar, en la televisión pública vasca, el debate entre los candidatos a Lehendakari. A su término, ETB había programado la clásica hijuela en la que unos expertos comentan, resumen, diseccionan y, en fin, aclaran a los muy trasnochadores quién ha ganado el debate.

El plantel de analistas resumía lo que el ente público entiende por pluralidad: estaban allí el director del diario nacionalista DEIA, el director del diario independentista GARA, el periodista Gorka Landaburu y la politóloga Eva Silvan. De toda la vida, un debate equilibrado en ETB responde al esquema ‘cinco contra uno’, descontando que la inapreciable ayuda del moderador será para…los cinco.

Gorka Landaburu, víctima de ETA, avanzó sus primeras impresiones sintetizándolas en esta frase: “Ahora, cómo ha cambiado Euskadi, ¿eh?”, glosando elogiosamente la ausencia, entre el repertorio de temas debatidos, del terrorismo etarra.

Landaburu asumía así el dictado nacionalista según el cual “hablar del tema” es legítimo cuando, por ejemplo, el Gobierno vasco plantea planes de “Paz y Convivencia” para diluir las responsabilidades de los cómplices activos o pasivos del asesinato. Pero resulta ‘crispador’, y del peor gusto, cuando “el tema” se suscita, por ejemplo, al amparo de lo dispuesto en la exposición de motivos de la Ley vasca de Víctimas de 19 de junio de 2008. Que dice: «Porque el significado político de las víctimas transciende el hecho mismo de ser víctimas… Es ETA la que con su pretensión de imponer su proyecto totalitario y excluyente confiere a las víctimas su significado político, en tanto en cuanto con su eliminación les está negando no solo su derecho a la vida, sino su derecho a la ciudadanía. La restauración de una ciudadanía plena, el restablecimiento de un orden democrático radical para la sociedad vasca pasa por la negación del proyecto político que instituyó más de 800 razones que lo deslegitiman«.

Hoy que la victimización es el pegamento político de cualquier presunta minoría explotada, las víctimas del terrorismo etarra en el País Vasco son invisibles en el debate público “correcto”. Lo “correcto” es que la candidata de Bildu, abanderada del proyecto político que “instituyó más de 800 razones que lo deslegitiman”, postule como referencia del futuro político de Euskadi el programa con que quiso justificarse la supresión de cada una de esas “800 razones”. Lo “correcto” es su simpático tropezón a la hora de comprobar que la palabra “pensionista” tiene en castellano género femenino, dato que invita a ahorrarse la repetición cuando una quiere ponerse inclusiva: “pensionistas y… pensionistas”. Qué casualidad, lo mismo ocurre con la palabra “víctima”.

Sí, cuánto ha cambiado Euskadi. Y qué poca memoria la de algunos para recordar las causas nada remotas que permiten entender las consecuencias bien actuales que tenemos delante de las narices.

Yo tenía veinticuatro años cuando asesinaron a Gregorio Ordóñez. Pertenezco a una generación de españoles que se movilizó contra el terrorismo etarra espoleada por crímenes como aquél de 1995. No hubo que esperar mucho para que ETA asesinase a Miguel Ángel Blanco, dando continuidad sangrienta a una feroz campaña que antes había prologado Batasuna teorizando sobre la “socialización del sufrimiento”.

Recuerdo muy bien el espantoso ritmo al que caían concejales del Partido Popular en el País Vasco y lo poco que se tardaba en cubrir su hueco con nuevos candidatos al tiro en la nuca o la bomba lapa. En aquellos días se despertaron, a la luz de tal ejemplo, muchas vocaciones políticas.

Poco antes de que matasen a Gregorio, el PP había ganado las elecciones europeas en San Sebastián. Poco después, ganó las municipales. Gregorio se había convertido en un obstáculo enorme para los enemigos de la convivencia y la unidad nacional. Ganaba elecciones y llegó a ser un símbolo porque encarnó un puñado de valores de los que ninguna sociedad decente puede permitirse el lujo de prescindir. El primero de ellos, el coraje cívico. Hablar, y hablar claro, cuando casi todos callan. Señalar responsabilidades criminales y complicidades cobardes sabiendo lo caro que te puede costar. Gregorio sabía que precisamente por ser infinito el valor de la libertad, su precio puede ser la vida.

ETA ya no mata. Muy cierto, y los primeros en saberlo han sido todas sus víctimas potenciales. Por ejemplo, todos los que en el País Vasco hacen política sin ser nacionalistas. Pero nadie debería olvidar lo que respondió Pilar Ruiz Albisu, madre de Joseba Pagazaurtundúa, cuando alguien dijo: «Llevamos tres años y medio sin muertos», para pedirle una actitud de menor exigencia moral a la hora de abordar el final de ETA. Pilar respondió: «Yo llevo tres años y medio con uno».

El recuerdo de las víctimas asesinadas no prescribe. Al contrario, nos emplaza a todos para deducir el significado auténtico de su sacrificio. La muerte de Gregorio, como la de todas las víctimas asesinadas por ETA, tiene un significado político que no podemos desatender. No fueron asesinados por un grupo de vesánicos, sino por una banda terrorista. ETA no mataba por placer, mataba para aterrorizar al conjunto de la sociedad y provocar el desistimiento en la ciudadanía. El medio, el terror, estaba puesto al servicio de un fin muy concreto: doblegar voluntades para imponer una pretensión política de signo nacionalista.

ETA ya no mata. Hoy son legales la coalición y el partido de los cómplices políticos del terrorismo. Sin dejar de ser quienes eran, sin haber roto con la ejecutoria de ETA, haber condenado uno solo de los crímenes de la banda o contribuir a aclarar ninguno de los asesinatos que continúan sin esclarecer. Nos dicen, sin embargo, que es suficiente haber expresado en sus estatutos que su “compromiso con las vías exclusivamente políticas y democráticas es firme e inequívoco».

La expresión resultará familiar a cualquiera que repase el Pacto de Legislatura que Ibarretxe firmó con los catorce parlamentarios de Euskal Herritarrok el 19 de mayo de 1999. Allí se dice: «Reiteramos nuestra apuesta inequívoca por las vías exclusivamente políticas y democráticas para la solución del conflicto de naturaleza política existente en Euskal Herria”. Revisen las firmas: encontrarán la de Josu Ternera. A ETA, en 1999, le quedaban varios asesinatos por delante. Hay expresiones manchadas indeleblemente. “Conflicto político” es una de ellas.

¿Cómo hubiera sido el País Vasco si Gregorio Ordóñez hubiera sido alcalde de San Sebastián? ¿Si Fernando Buesa, Fernando Múgica y tantos otros no hubieran sido asesinados?

Con anterioridad a la campaña de exterminio que Goyo inauguró, ETA había asesinado al senador socialista Enrique Casas y antes aún a varios cargos de UCD y AP.  AP, que concurrió a las elecciones generales y locales de 1979 bajo la marca de Coalición Democrática, retiró sus listas en Guipúzcoa por las amenazas. En enero de 1982 Gregorio ingresó en esa AP que no tenía representación en el Ayuntamiento de su ciudad. En las elecciones siguientes consiguió 9.581 votos y tres concejales, uno de los cuales era él. Tenía 24 años. A su muerte, el PP había sido el partido más votado en San Sebastián en las elecciones autonómicas celebradas tres meses antes.

¿Cómo van a condenar la historia criminal de ETA los mismos que le deben su poder de hoy? ¿Cómo van a denunciar los herederos a su causante?

Recordar hoy a las víctimas asesinadas es recordar la motivación política de su asesinato. Que implica lo contrario de una atenuación. En palabras de Aurelio Arteta, “insistir en que el terrorismo tiene una inspiración política obliga al ciudadano a pronunciarse sobre esa inspiración; no sólo a repudiarlo, sino a juzgar también la justicia de la causa política a la que sirven”. El terrorismo de ETA obedeció a una estrategia de ‘limpieza ideológica’.

Hacer efectiva hoy la derrota de ETA es combatir y doblegar la estrategia reproducida por esos a los que el Tribunal Supremo llama “sus testaferros”. Por el contrario, normalizar su presencia en la vida política y blanquear su pasado para obtener mezquinas contrapartidas partidistas es dilapidar el enorme caudal de dignidad ciudadana que representa la memoria de todas las víctimas del terrorismo. Ellas son las víctimas referenciales de la democracia española: no murieron por un régimen, sino por las libertades de todos.

Honrar hoy la memoria de las víctimas es comprometerse con una tarea pendiente: la definitiva deslegitimación de las excusas póstumas de ETA. Comprometerse en el desmontaje de todo el aparato argumental que dio justificación ideológica y amparo retórico al terrorismo. Porque mientras subsista y quiera ser hegemónica la narrativa del ‘conflicto político’, subsistirá la justificación retrospectiva de medio siglo de terror.

Esa es la deuda de todos los demócratas con cada víctima asesinada por ETA. Y eso no lo cancela ninguna encuesta, ninguna estadística, ningún resultado electoral. Hay deudas imprescriptibles, compromisos indeclinables. Cosas que no cambian. Ni siquiera en Euskadi.

Cualquier actor político al que parezca que estas consideraciones no conducen a nada, o exponen a la sociedad al riesgo de convertirse en estatua de sal, debería obrar en consecuencia. Derogando alguna ley que no tuvo inconveniente en respaldar con su voto.

Cuando se piensa así, uno (o una) tiene que ir al Parlamento y suprimir del texto de la Ley vasca de víctimas, como mínimo, el párrafo arriba mencionado: “La restauración de una ciudadanía plena, el restablecimiento de un orden democrático radical para la sociedad vasca pasa por la negación del proyecto político que instituyó más de 800 razones que lo deslegitiman”. De lo contrario, tal actor político estaría confirmando su condición de patético histrión. O histrionisa.