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Ceuta (y Melilla)

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En Ceuta no se está produciendo una crisis migratoria. Lo que está ocurriendo no es resultado de una crisis humanitaria o de un conflicto local. Se trata de una crisis política, largamente incubada, en la que la respuesta del Gobierno de Marruecos se produce instigando con su inhibición la entrada masiva de sus propios nacionales a la ciudad autónoma, utilizados, una vez más, como carne de cañón para presionar a España.

Las autoridades marroquíes ni siquiera han disimulado. La explicación de lo que está pasando la han ofrecido una y otra vez, sin recato alguno: lo ocurrido en Ceuta –y lo que pueda ocurrir– son las consecuencias de los actos de España, como ayer repetía con un asombroso descaro la embajadora del Reino de Marruecos. Esas consecuencias incluyen para Rabat que centenares de menores marroquíes arriesguen su integridad en el empeño de cruzar a territorio español, lo que resulta expresivo de la consideración del Gobierno marroquí por sus ciudadanos, a los que apenas considera merecedores de tal condición.

No hay otra prioridad que la de garantizar la integridad territorial, reafirmar el compromiso con la población ceutí y sus autoridades, y disponer los medios y recursos necesarios para que ese compromiso sea percibido de manera inequívoca.

Pero, dicho esto, hay que ser muy conscientes de que se trata de una situación sin precedentes, porque Marruecos ha cruzado una línea crítica con una estrategia de desestabilización que ha llevado al propio territorio español.

Marruecos pone a prueba la voluntad de España, su determinación, su cohesión, la fuerza de su posición internacional, la solvencia de su Gobierno. Y mientras el presidente del Gobierno sigue esperando la llamada del Presidente de los Estados Unidos, el Gobierno marroquí ha creído llegado el momento de poner a prueba la conclusión a la que parece haber llegado, espoleado por la hospitalización del líder del Frente Polisario. La cancelación unilateral y sin respuesta de la cumbre bilateral el pasado mes de diciembre, la ampliación también unilateral de la zona económica marítima con afectación de las costas de Canarias, la influencia de los populistas de izquierda y los comunistas en una coalición de Gobierno extravagante, podrían haber convencido a los marroquíes de los réditos de su apuesta desestabilizadora. Si es así, hay que hacerles ver que ese camino es equivocado.

Nadie pone en duda la importancia de la relación con Marruecos. Pero tampoco debe dudarse de que esa relación tiene que basarse en el respeto mutuo y expresarse en el lenguaje franco de la “realpolitik” y los intereses compartidos.

El problema de fondo es que España carece de una política exterior digna de tal nombre, y que los golpes de efecto publicitarios de los que reducen la política a las ocurrencias de fabuladores y propagandistas, al final siempre se estrellan contra la realidad dura de gobernar, de defender los derechos de los ciudadanos y su seguridad. Gobernar exige abandonar la comodidad de la demagogia y entender que la política va más allá de la satisfacción ególatra.