Con el rechazo del texto aprobado por el Consejo Constitucional, el pasado 17 de diciembre, Chile será recordado como el único país en el que, hasta ahora, dos propuestas provenientes de procesos constituyentes diversos no han logrado captar la adhesión ciudadana.
En momentos en que una parte del país se sumerge en la búsqueda de culpables del reciente fracaso constituyente, otra parte insta por el logro −ahora inexcusable− de los ansiados acuerdos que permitan enfrentar parte de los problemas que evidenció el estallido social del 18 de octubre de 2019. Entre ellos, el de la obtención de pensiones dignas para la vejez y el mejoramiento de la educación acortando las brechas entre el modelo público y el privado. No extraña, bajo esta última lógica, que el presidente Gabriel Boric haya anunciado, la misma noche del 17 de diciembre, el reimpulso del proyecto gubernamental que reforma el sistema previsional y el llamado “pacto fiscal” que pretende allegar mayores recursos para el Estado.
Sin perjuicio de los análisis y de las respuestas que ya han entregado las autoridades frente al resultado electoral del reciente plebiscito, donde la opción “En contra” obtuvo un 55.76% de apoyo frente a la opción “A favor” que registró un 44.24% de preferencias, resulta desafiante la interpretación de lo que el cuerpo electoral quiso transmitir el 17 de diciembre a través de la expresión de su voluntad en las urnas. Para ello se requiere hacer un poco de historia.
La propuesta del primer proceso constituyente chileno (2021-2022) fue rechazada el 4 de septiembre de 2022 por un 61.89% de los sufragantes, mientras que la opción “Apruebo” alcanzó sólo un 38.11%. Como puede observarse, la diferencia fue, en este caso, de un 23% de diferencia, mientras que en el plebiscito del 17 de diciembre pasado descendió a un 11,52%, en ambos casos con sufragio obligatorio.
La anterior no sólo es una diferencia cuantitativa. Envuelve, a nuestro juicio, una diferencia más profunda entre la primera y la segunda propuesta constitucional.
En el caso de la primera, estábamos frente a un proyecto elaborado sobre una “hoja en blanco” por una Convención Constitucional íntegramente elegida por la ciudadanía (155 miembros con integración paritaria y representación supernumeraria de los pueblos indígenas). Además, estaba enmarcada por cuatro “bordes” sustantivos (donde destacaba el carácter democrático y republicano de nuestro Estado) que, a diferencia, de los límites procedimentales, no eran susceptibles de reclamo en caso de infracción.
No es de extrañar, entonces, que la propuesta de la Convención Constitucional fuera profundamente refundacional y contraria al ethos constitucional chileno desde el momento que definía al Estado como “plurinacional” y “regional”, además de violentar la unidad de la jurisdicción al situar a los tribunales establecidos por la ley en el mismo nivel que la justicia indígena. Algo similar puede decirse del intento de eliminar el Senado y reemplazarlo por una Cámara de las Regiones bajo un modelo de “bicameralismo asimétrico” que neutralizaba el importante contrapeso que debe existir entre la cámara alta del Congreso y su cámara baja.
Entre las encuestas que analizaron las motivaciones de los votantes en el primer plebiscito constitucional del año 2022, la de Plaza Pública CADEM reveló que un 35% de los votantes habrían rechazado la plurinacionalidad y las autonomías indígenas, seguido por un 29% que se inclinó por el rechazo como forma de desaprobación al Gobierno de Gabriel Boric. Es decir, existió un porcentaje no menos de votantes para los cuales el plebiscito del 2022 implicó un enjuiciamiento al Gobierno encabezado por el presidente Boric.
Este fin de semana recién se conocerán los resultados de las encuestas que midan las razones que llevaron a los votantes a inclinarse, mayoritariamente, por la opción en contra de la segunda propuesta, esta vez, del Consejo Constitucional, de 50 miembros, que se instaló el 7 de junio de este año a revisar la propuesta preliminar redactada por un grupo de 24 expertos que trabajaron desde el 6 de marzo y bajo la atenta supervisión de otro grupo de expertos, el Comité Técnico de Admisibilidad, integrado por 14 miembros. La misión de este último era velar por el riguroso respeto a las 12 “bases institucionales” sobre las que se cimentó este segundo proceso. Como es fácil advertir, el segundo proceso constituyente no se escribió sobre una “hoja en blanco” y respetó los elementos más simbólicos del ethos constitucional chileno, junto con abrirse a la regulación de nuevos requerimientos como el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas (como parte de la Nación) y la necesidad de preservar la naturaleza y la biodiversidad.
Sin embargo, entre las razones del triunfo de la opción “En contra” en este segundo proceso podemos señalar las siguientes.
En primer lugar, la falta de información ciudadana del contenido de la propuesta, en sus distintos grados de avance y a lo largo del proceso. Ello motivó que la población recién pudiera interiorizarse de ella en el último mes dedicado a la propaganda electoral, donde la diversidad de significados atribuidos a las normas contenidas en la propuesta fue la tónica más destacada fuera de manifestarse con un carácter profundamente confrontacional.
En segundo lugar, mencionamos la “apatía” constituyente. Chile lleva tres años (si nos retrotraemos al estallido social) de intentos por dotarnos de un nuevo pacto ciudadano que muchos imaginaron iban a ser la solución mágica e instantánea para sus problemas cotidianos. Esos intentos estuvieron, ciertamente, acompañados de un gasto inesperado y sorprendente de recursos fiscales en tiempos en que el país no se recuperaba del impacto económico de la pandemia del COVID 19.
Lo anterior vino acompañado de una percepción de creciente inseguridad ciudadana producto de políticas gubernamentales vacilantes para enfrentar las manifestaciones de terrorismo en la zona de la Araucanía, al igual que las nuevas manifestaciones delictivas asociadas al crimen organizado y al narcotráfico.
Las causas mencionadas tuvieron, al menos, dos efectos. El primero, que no podría decirse propiamente que el pueblo chileno votó por un contenido constitucional concreto. En realidad, no lo conocía. El segundo, que el voto “En contra” pareció erigirse como una suerte de rebelión contra la clase política como un todo, a la que se le atribuía comportarse bajo la lógica schmittiana del amigo-enemigo, e incapaz, por lo mismo, de arribar a acuerdos y que, además, había resultado incapaz de llevar soluciones concretas a muchos hogares chilenos afligidos. Por cierto, en este último aspecto, quien lleva las de perder sustancialmente es el Gobierno, que accedió al poder con un programa social potente que no ha sido capaz de llevar a cabo y que deja en el camino muchas expectativas insatisfechas.
La afirmación que precede encierra en sí misma una paradoja, porque si una de las causas reconocidas del estallido social fue el reproche a la incapacidad de la clase política de gestionar soluciones y respuestas en torno a demandas relacionadas con la igualdad de oportunidades, después de domingo 17 de diciembre pareciera que nada ha cambiado y, para muchos, “se ha perdido el tiempo”.
Al cerrar estas líneas, una breve reflexión sobre el escenario que se viene por delante.
La izquierda chilena se vio obligada a cambiar su discurso original de cuestionamiento a la ilegitimidad de origen de la Constitución de 1980 para obtener un resultado más favorable en el último plebiscito. Pero muchos sabemos que no ha abandonado esa tesis, aunque el presidente Boric haya declarado públicamente que no habrá más procesos constituyentes en sus dos años restantes de gobierno.
Esa declaración parece irrelevante frente a la persistencia del Gobierno en tramitar proyectos de ley que pugnan con aspectos hoy reconocidos en la Carta Fundamental, como la administración del sistema de pensiones por el Estado, pero también por aseguradoras privadas que las personas han preferido frente a la clásica ineficiencia del Estado.
Pero, además, en agosto del año 2022 se modificó el quórum de reforma de la Constitución rebajándolo a 4/7 de los diputados y senadores en ejercicio, lo cual abre la puerta para que, con mayor facilidad, se ajuste la Constitución a un programa de gobierno concreto y no al revés. Iniciaremos, qué duda cabe, un proceso de reformas progresivas a la Constitución vigente, sin la seguridad, esta vez, de que sus bases o principios fundamentales se vean resguardados frente a la pasión de las mayorías ocasionales.
Así, hoy en Chile no hay triunfadores ni perdedores después del 17 de diciembre pasado. Lo que sí hay es un camino de incertidumbre por delante, porque algo sí se obtuvo: la erosión de la conciencia constitucional valiendo la Carta Magna apenas un poco más que una simple ley.
Marisol Peña Torres es directora Centro de Justicia Constitucional. Universidad del Desarrollo (Chile)