La ciencia no es un cuerpo de conocimiento cerrado, es un método del que debemos esperar nuevos hallazgos. Las correcciones que efectúa sobre sí misma no obedecen habitualmente a errores previos en la aplicación de su método, sino a haber seguido aplicando su método. Los métodos producen efectos progresivamente. Por eso apelar a la ciencia para zanjar debates o cancelar posiciones adversas es una mala decisión. Lo es por respeto a la política y también por respeto a los científicos, que dudosamente aceptarán la idea de que ya lo han investigado todo y, en consecuencia, procede echar el cierre a sus centros de trabajo y empezar a escribir programas de partido.
Además, la ciencia no es la única fuente de conocimiento. No me refiero sólo a las verdades reveladas, o al soplo del espíritu que los creyentes en Dios experimentan como fuente de verdad, sino a la literatura, el arte, la tradición, la experiencia personal y las creencias laicas, esas de las que Ortega decía que nos sostienen mucho más que nuestras ideas (éstas se tienen, en aquéllas se está), que en nada provienen del método científico, aunque sólo sea porque muchas de ellas son anteriores a éste y porque creer en la ciencia no es ciencia sino creencia, no es cosa sólo de científicos sino de muchos más que no lo somos pero tenemos nuestras razones para creer en ella. Si a lo largo de un día sólo pudiéramos utilizar el conocimiento que nos proporciona la ciencia, no podríamos levantarnos de la cama; pero lo hacemos, porque sabemos, sin ciencia, que el suelo está ahí, que sostiene las zapatillas que dejamos anoche y que nos sostendrá a nosotros.
Ahora bien, parece razonable, prudente, no ignorar lo que la ciencia nos va diciendo sobre aquello de lo que puede hablar con la voz que le es propia, y el cambio climático es una de esas cosas. Y con ese conocimiento delante, especialmente con las consecuencias derivadas de ignorarlo, es necesario razonar sobre lo que se puede y se debe hacer, algo que no es obvio, aunque en ocasiones se pretenda decir que lo es. Y no hay que salirse del perímetro de los sinceramente preocupados por el cambio climático para sostener que lo que hay que hacer no es obvio: ¿hablamos de ecologismo antisistema?; ¿de ecología social?; ¿de ecoviolencia?; ¿de ecologismo antihumanista, posthumanista, transhumanista?; ¿de ecología profunda?; ¿de ecofeminismo?, ¿de decrecentismo?
Y puesto que lo que se va a hacer o no, sea lo que sea lo que llegue a solidificarse a partir de ese magmático estado de cosas, han de hacerlo o no fundamentalmente Estados que son democracias, como es el caso de Europa, las políticas de transición ecológica no sólo necesitan muchos millones de euros, sino que necesitan también muchos millones de votos. Votos que se están empezando a perder para esa causa, quizás porque muchos votantes sinceramente preocupados por el cambio climático también lo están por su trabajo, por su poder adquisitivo, por la ilegalización de su coche y por el precio y la utilidad real de lo que se les sugiere como compra o gasto público responsables, entre otros muchos cambios de su estilo de vida que se les imponen como indiscutibles y que en absoluto perciben como indispensables, apremiantes o ideológicamente neutros. Llamarles negacionistas por ello, como parte de un campo semántico que incorpora distintas variantes de la palabra patán, no es una buena idea cuando se trata de obtener su respaldo electoral. Puede generar incluso un orgullo patán de impacto electoral más que notable.
Ecologismo, política, prudencia, responsabilidad, persuasión, financiación y respaldo electoral, irán juntos o no irán a ninguna parte, porque el aumento de la temperatura política es un hecho que se debe incorporar al debate climático, salvo que se piense que la democracia misma es uno de los obstáculos a remover para salvar el planeta.
Pero éste no es un artículo sólo sobre el cambio climático, sino sobre la apelación a la ciencia desde la política. Al menos en el Parlamento español, es fácil constatar una relación estrecha entre quienes apelan a la ciencia para cancelar debates sobre el cambio climático y quienes ignoran información científica en otros aspectos esenciales del debate público, con igual y sospechosa pretensión de zanjar el debate. Tan estrecha es la relación que habitualmente son los mismos. El caso más obvio, a mi juicio, es el de la defensa de la vida. Sobre el clima, la ciencia cancela la libertad personal, sobre la vida, la libertad personal cancela la ciencia.
Es legítimo reclamar atención a lo que la ciencia tiene que decir sobre la realidad del cambio climático, pero no lo es menos reclamar atención a lo que la ciencia tiene que decir sobre la realidad de la vida y sus características en el no nacido.
Lo que la ciencia, y el resto de las fuentes del conocimiento humano, acredita sobre la vida es abrumadoramente más sólido que lo que acredita sobre el cambio climático. Entonces, ¿aquí hay negacionismo? ¿El conocimiento científico genera obligaciones a la carta, a capricho, o cómo? ¿Qué principio permite ignorar la verdad científica sobre la vida para tomar decisiones personales entendidas como derechos irrestrictos y no hacer lo mismo sobre asuntos que afectan al clima, por ejemplo? Más aún, ¿acaso no es la defensa de la vida lo que se encuentra detrás de la expresión el cambio climático mata? Según la ciencia, el cambio climático no es lo único que mata.
En este binomio cambio climático/defensa de la vida se expresa una contradicción tan palmaria, que obviamente estamos ante una posición que en realidad nada tiene que ver con la ciencia como principio rector, sino con su utilización intermitente al servicio de un propósito previo. Y esa contradicción se manifiesta, a mi juicio, en los dos extremos del debate público, por llamarlo de alguna forma: por una parte, en quienes quieren clausurar el debate político, económico y ético sobre el cambio climático invocando para ello el conocimiento científico, pero zanjan el debate sobre la defensa de la vida contra la ciencia, o bien, lo que es más probable, con ella delante pero otorgando preeminencia a la libertad personal, la misma que niegan a otros en materia de transición ecológica; y, por otra, en el lado opuesto, en quienes rechazan cualquier apelación a la ciencia en materia de cambio climático, o aun teniéndola delante otorgan preeminencia a la libertad personal, pero exhiben la última evidencia sobre la vida para zanjar el debate sobre su defensa y extraer de ella juicios categóricos sobre la cualidad moral de las personas. Trampa, en los dos casos.
El conocimiento es la base de la deliberación y de la conciencia libre, no las sustituye. Pretenderlo aleja la posibilidad de disponer de conocimiento como valor social reconocido y respetado, y aleja aún más la urgente necesidad de elaborar debates éticos complejos, transparentes y sólidamente anclados en la pretensión de verdad y bien, que puedan orientar, sin pretensión de sustituir, el ejercicio de la conciencia personal. “Nadie que obra contra su voluntad obra bien, aun siendo bueno lo que hace”, escribió san Agustín. “Nadie debe obrar contra su conciencia, como ya había dicho san Pablo”, escribió Benedicto XVI. Con la advertencia de que esto no significa en absoluto canonizar la subjetividad.
Un dato más contra las trampas: apelar a la Convención de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas en el debate sobre la protección de menores no acompañados es correcto, es bueno, la izquierda lo hace, yo lo hago. Pero esa Convención, entre otras cosas que señalan claramente hacia el mismo punto, dice esto: Los Estados parte de la Convención…teniendo presente que, como se indica en la Declaración de los Derechos del Niño, «el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento»… Han convenido lo siguiente:... En España esto entró en vigor el 5 de enero de 1991, con la dignidad y la fuerza jurídica, activa y pasiva, que le son propias. Todo un regalo de Reyes que alguna vez habrá que abrir.