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Cómo Salvini logró recuperar para la causa europeísta al movimiento Cinque Stelle

Pablo Martín de Santa Olalla Saludes es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Europea y autor del libro Italia, 2013-2018. Del caos a la esperanza (Líber Factory, 2018).

Parece evidente que la clase política italiana (que en otras cuestiones cierto es que deja bastante que desear) ha dejado muy en evidencia a la española: mientras ellos son capaces de realizar en solo año y medio dos pactos que parecían casi imposibles, los nuestros sólo son capaces de ofrecer bloqueo y repetición de elecciones.

El mes de agosto que acaba de concluir ha sido seguramente uno de los más intensos en la historia de la I República italiana. Porque se inició con un gobierno (el presidido por el jurista Conte) que tenía asegurada la mayoría parlamentaria por espacio de casi cuatro años, y concluyó con un mismo Presidente del Gobierno (esto es, Conte), pero con un invitado al que nadie esperaba: el Partido Democrático (PD), la principal formación del centroizquierda italiano. Resulta difícil, en ese sentido, explicar en pocas líneas qué ha llevado a que el otrora poderoso Matteo Salvini haya tenido que marcharse a la oposición, al tiempo que el gris secretario general del PD, Nicola Zingaretti, lograba que los suyos volvieran al Consejo de Ministros tras casi año y medio de travesía por el desierto, pero sabido es que la política italiana tiene una capacidad ilimitada para sorprender. E igualmente para hacer posible lo imposible, porque, si a alguien le decimos a finales de junio que el PD formaría un gobierno de coalición con su peor enemigo (el Movimiento Cinco Estrellas), nadie nos hubiera creído, pero ya se sabe que la política italiana es, por encima de todo, imprevisible.

Comencemos por recordar que en junio de 2018 había nacido un gobierno, el número 65 de la historia de la República italiana, que llamaba la atención por las numerosas incongruencias que lo caracterizaban. En efecto, los dos miembros de la coalición poco o nada tenían que ver entre sí. De un lado, el Movimiento Cinque Stelle, un partido “anti-casta” política nacido en 2009 de la mano de dos empresarios (uno de ellos cómico de carrera) y que representaba, básicamente, a la Italia meridional (el llamado Mezzogiorno). Del otro, una formación que, aunque en su momento (hay que remontarse al año 1987, cuando lo fundó el lombardo Umberto Bossi) había supuesto también una respuesta en toda regla al “establishment” existente en ese momento, con el tiempo se había integrado de lleno en éste formando parte de los diferentes gobiernos presididos por el empresario milanés Silvio Berlusconi.

Algunos quisieron ver en esta coalición la coincidencia de dos partidos “antiestablishment”, pero lo cierto es que el primero que formaba parte del sistema era precisamente el líder de la Liga, Matteo Salvini, ya en 1993 concejal en el Ayuntamiento de Milán y con el tiempo tanto diputado nacional como eurodiputado. Eso sin olvidar a otras figuras muy relevantes, como los ministros Calderoli y Maroni, así como la persona que en el gobierno nacido en junio de 2018 ejercería como subsecretario de la Presidencia, Giancarlo Giorgetti, parlamentario desde 1996. En realidad, lo que había cambiado con el liderazgo de Salvini, secretario general de la formación, había sido el discurso: del federalismo de Bossi (que en algunas fases llegó a moverse en el pantanoso terreno del independentismo con la reclamación de una república imaginaria llamada “Padania”) se había pasado a un férreo ultranacionalismo combinado con populismo, una manera de pensar que se podía resumir en la frase de “Italia para los italianos”.

Lo cierto es que Cinque Stelle y la Lega fueron capaces de llegar a un pacto de gobierno que les permitió hacerse con la presidencia del Consejo de Ministros en la primera semana de junio de 2018. Sin embargo, ello no escondía que el nuevo Ejecutivo estaba plagado de anomalías: un primer ministro (Giuseppe Conte, hasta ese momento profesor de Derecho en la Universidad de Florencia) que no había sido el cabeza de cartel de ninguna de las formaciones (su nombre lo había dado Cinco Estrellas, cuyo líder era el jovencísimo Luigi Di Maio, vicepresidente de la Cámara baja en la legislatura anterior); un ministro de Economía y Finanzas (Giovanni Tria, también profesor universitario) que, aunque puesto ahí por la Liga, en realidad había entrado como independiente y sería constantemente puesto en entredicho por ambas formaciones; y dos viceprimeros ministros (Di Maio y Salvini) que eran los que realmente mandaban en sus respectivas formaciones.

Los objetivos, en ese sentido, parecían medianamente claros: confrontación abierta con la UE, cuyas políticas de austeridad aplicadas en el pasado eran presentadas como las culpables de los males que afligían a Italia; expansión del gasto público (destacando la mejora de las condiciones para acceder a la jubilación, así como la puesta en marcha de un subsidio llamado “renta de ciudadanía” destinada a familias en riesgo de exclusión social) en el país de la UE que menos se lo podía permitir, ya que en el momento de ponerse en marcha este gobierno su deuda sobre el PIB nacional superaba el 131%, es decir, más de setenta puntos por encima de lo exigido en el Pacto de Estabilidad aprobado en Maastricht en 1992; y agresiva política migratoria, en un país que había sido abandonado a su suerte por el resto de la UE en esta materia a pesar de las numerosas advertencias dadas por los anteriores gobiernos (nos referimos a los presididos por Letta, Renzi y Gentiloni).

Como era de esperar, los conflictos con las autoridades comunitarias no tardaron en estar a la orden del día, destacando el centrado en los Presupuestos Generales del Estado, que por primera vez en la historia de la Comisión Europea fueron devueltos al gobierno italiano cuando estaban en fase de borrador y estuvieron a punto de costarle al autodenominado “gobierno del cambio” dos históricas sanciones por exceso de deuda. Detrás de ello se encontraba la nunca ocultada actitud antieuropeísta de Matteo Salvini, declarado enemigo de la construcción europea y hombre excesivamente cercano a una Federación Rusa que hace todo lo posible desde hace años por evitar que la UE crezca a costa de la antigua URSS.

En ese sentido, Salvini tuvo la habilidad de hacerse con la cartera de Interior, desde la que pondría en marcha una muy contundente política de puertos cerrados a los flujos migratorios que no tardaría en lograr un importante grado de apoyo entre una población italiana harta de ver cómo era su país el que cargaba con la mayor parte de los inmigrantes ilegales que venían desde las costas africanas (particularmente desde Libia). Ello fortalecería, y de qué manera, su posición frente a su rival en el gobierno (el también viceprimer ministro Di Maio), consecuencia de lo cual serían hasta siete victorias consecutivas en las diferentes elecciones regionales (Cerdeña, Abruzzos, Basilicata, etc.) celebradas en los doce meses siguientes. De ahí que a nadie resultara extraño que, llegado el momento de celebrar comicios europeos el pasado 26 de mayo, las cifras se invirtieran: si en marzo de 2018 el Movimiento Cinco Estrellas estaba más de quince puntos por encima de la Lega, en mayo de 2019 sería el partido de Salvini el que doblara (34% frente a 17%) al partido “pentastellino”.

A partir de esa situación, Italia comenzó a prepararse para el momento en que Salvini hiciera caer el gobierno y fuera a elecciones generales anticipadas. Momento que el político lombardo escogió en la primera semana de agosto, cometiendo un grave error, ya que lo hizo a poco más de dos meses de tener que presentar su país los PGE para el año 2020, lo que obligó al presidente de la República (Sergio Mattarella), garante de la estabilidad institucional, a mover el arco parlamentario para evitar unas elecciones en un momento extraordinariamente comprometido, ya que Italia, por lo delicado de su cuadro macroeconómico, no estaba en condiciones de prorrogar unos presupuestos, los de 2019, que ya de por sí incumplían abiertamente el Pacto de Estabilidad. Por si esto no fuera poco, el primer ministro Conte, que hasta ese momento había tenido un perfil muy bajo, decidió dar un paso adelante y no sólo no presentó su dimisión, sino que esperó acontecimientos, sabedor de que contaba con la plena confianza del Jefe del Estado.

La realidad es que nada de esto hubiera sido posible sin la aparición de alguien a quien ya se daba por muerto políticamente: el exprimer ministro Matteo Renzi. El joven político toscano, quien en los últimos años no sólo había perdido la presidencia del Consejo de Ministros sino también la secretaría general de su partido (el PD) en favor del gobernador del Lazio (el ya citado Nicola Zingaretti), sabía que unas elecciones anticipadas supondrían muy seguramente el fin de su carrera política, ya que dejaría de controlar los grupos parlamentarios de su partido en ambas cámaras. Justificándose en que unas elecciones llevarían una drástica subida de los impuestos y a una pérdida de la calidad democrática italiana (aprovechó hábilmente que Salvini hubiera pedido “plenos poderes” a la población transalpina), ofreció su apoyo al Movimiento Cinco Estrellas para conformar un nuevo Ejecutivo, que él denominó “gobierno institucional” y cuya función debía ser, básicamente, aprobar unos PGE acordes con el Pacto de Estabilidad y, a partir de ahí, ir a elecciones en febrero o marzo de 2020.

Mattarella vio en este movimiento de Renzi una ocasión única para tratar de conformar un nuevo Ejecutivo que intentara llegar, no a los primeros meses de 2020, sino hasta el final de legislatura, previsto para marzo de 2023. Convenció a Zingaretti de que se trataba de una ocasión única para el PD de recuperar el protagonismo perdido (no olvidemos que Mattarella viene precisamente del PD, aunque en todo momento ha cuidado su papel de árbitro imparcial en toda esta situación) y, sabiendo que las encuestas suponían la perdición del Movimiento Cinco Estrellas, puso a ambas formaciones a trabajar. Para ese momento, Conte había lanzado su candidatura para presidir un segundo gobierno después de lanzar un alegato durísimo contra Salvini en sede parlamentaria que le hizo ganar muchos enteros entre una población italiana harta de políticos oportunistas.

Pero no todo fue miel sobre hojuelas, porque había una importante facción del Movimiento Cinco Estrellas (Casaleggio hijo, Alessandro Di Battista, el propio Luigi Di Maio) que seguían negándose a pactar con su otrora peor enemigo. Pero, una vez que el PD aceptó que Conte repitiera como “premier”, y tras recibir éste el encargo del presidente Mattarella de formar gobierno, ya no había nada que hacer: habría gobierno de coalición entre el Partido Democrático y el Movimiento Cinco Estrellas, jurando los nuevos ministros su cargo el 5 de septiembre pasado.

Así, el gobierno número 66 de la historia de la República italiana y segundo presidido por el jurista Conte destaca por el equilibrio entre ambos miembros de la coalición: diez ministros para Cinco Estrellas (que retiene, además de la presidencia del Consejo de Ministros, las carteras de Desarrollo Económico, Trabajo y Justicia) y nueve para el Partido Democrático (que se hace con dos de los ministerios más importantes, Economía y Finanzas, por un lado, e Infraestructuras y Transporte, por otro). Completan el gobierno una independiente para Interior (la lombarda y exprefecta de Milán, Lamorguese) y un representante del pequeño partido Libres e Iguales (Roberto Speranza, nuevo ministro de Sanidad), ya que este partido aporta cuatro senadores muy necesarios para apuntalar la frágil mayoría en el Senado.

¿Cuáles serán los principales objetivos de este gobierno? Ante todo, recomponer sus hasta ahora muy maltrechas relaciones con la Unión Europea, para lo cual serán claves los PGE que presenten, una cuestión muy delicada que ha sido encomendada a una persona, el historiador y eurodiputado Roberto Gualteri (titular de Economía y Finanzas), muy bien visto en círculos comunitarios. Igualmente, habrá de afrontarse la política interior, ya que los dos decretos de seguridad que hizo aprobar Matteo Salvini poseen importantes visos de inconstitucionalidad. Todo ello sin olvidar que debe abordarse de manera definitiva el problema migratorio, pero es de esperar que ahora, con un gobierno tan europeísta al frente, el entendimiento entre la UE e Italia sea mucho mayor.

Ciertamente, la situación no resulta nada fácil tras el catastrófico gobierno “nacional-populista” que ha estado al frente del país hasta ahora, pero Italia sigue ostentando la categoría de “país fundador” (Alcide De Gasperi, fundador de la República italiana, está considerado uno de los “padres de Europa”); estamos hablando de la tercera economía de la eurozona (hubiera sido gravísimo para la UE que al inacabable “Brexit” se le sumara un posible “Italexit”); y el país sigue teniendo importantes políticos de marcado perfil europeísta (Berlusconi, Tajani, Renzi, Gentiloni, Prodi, Monti y, sin ir más lejos, el mismo Sergio Mattarella) que habrán de ganar peso tras la nefasta deriva populista marcada por uno de los políticos más sombríos del actual panorama europeo (hablamos, claro está, de Matteo Salvini, ahora en la oposición y con importantes cuentas pendientes con la Justicia).

Para concluir, parece evidente que la clase política italiana (que en otras cuestiones cierto es que deja bastante que desear) ha dejado muy en evidencia a la española: mientras ellos son capaces de realizar en solo año y medio dos pactos que parecían casi imposibles, los nuestros sólo son capaces de ofrecer bloqueo y repetición de elecciones. Y es que en la política italiana todo es posible y por ello el país, a pesar de haber tenido ya 66 gobiernos en menos de 75 años de existencia, sigue siendo uno de los principales puntos de referencia de la Unión Europea, lo cual no debe ser obstáculo para recordar que tiene mucho trabajo por delante para volver a ser aquel país que deslumbró al mundo décadas atrás, aquel “bel paese” que, al menos de momento, parece retomar el buen camino.