Hay una ‘ley de hierro’ del sanchismo: su rendimiento electoral es directamente proporcional al incremento del chantajismo secesionista. Esa ley funciona desde que Pedro Sánchez llegó a la Moncloa; ayer, en Cataluña, también.
Los socialistas y medios afines están celebrando con mucho estruendo unos resultados cuya difícil materialización política sería un ‘tripartito de izquierdas’ en compañía del independentismo de la Esquerra y del soberanismo plurinacional de los Comunes. Esa hipótesis aumenta la presión secesionista sobre Sánchez en dos frentes: el autonómico y el nacional. En Cataluña, está por ver que ERC se integre en esa suma y en qué condiciones -desde el punto de vista constitucional, necesariamente imposibles- una vez desplazado el liderazgo del independentismo a Junts; en el plano nacional, los ‘siete de Puigdemont’ en el Congreso son, hoy más que ayer, la espada de Damocles que amenaza no solo la Legislatura sino además la estabilidad política del país. Si para muchos la amnistía ya está amortizada, ¿qué nueva mordida tendrá que satisfacer Sánchez, según ese guion, para aplacar el desaire electoral de su socio estratégico en Madrid? El magisterio de Sánchez incluye discípulos inesperados: a Puigdemont le ha faltado tiempo para decir que ganar unas elecciones no es un dato relevante para optar al gobierno; se toma nota de cómo “ganar perdiendo”.
Pese al presidencialismo de Sánchez, seguimos viviendo en un régimen parlamentario, y sin la confianza de las Cámaras no hay posibilidad de gobernar; es cierto que Sánchez no gobierna, se limita a “estar en el gobierno”, pero incluso esa disposición inercial tiene límites. Por ejemplo, los suscritos por el PSOE en su pacto de investidura/legislatura con Junts, firmado en Bruselas y negociado en Ginebra, que Puigdemont hará valer ahora para apurarlos como abanderado de la causa, por contraste a una Esquerra sometida al dilema de todo maximalismo: avanzar o morir.
Más allá del regate en corto que ocupará el primer plano de la actualidad estos días, conviene advertir la inquietante tendencia que se va perfilando en el horizonte. Un tripartito aritméticamente posible es una ruptura constitucional probable: el mínimo común denominador capaz de ahormar ese conglomerado sería, a medio plazo, una reforma estatutaria de naturaleza confederal (bilateralidad, hacienda propia, y ‘reabsorción’ de lo declarado inconstitucional en 2010) calculado esta vez para sortear el filtro de un Tribunal Constitucional de mayoría predispuesta. Es decir, más que archivar el procés, volver a su casilla de salida. Los bucles melancólicos no son monopolio exclusivo del nacionalismo vasco.
Este sería el escenario de desafío constitucional menos explícito en el caso de producirse la mayoría que los socialistas están celebrando. No debe perderse de vista que la estabilidad política del Gobierno español se pactó en Suiza y Bélgica con un prófugo de la Justicia que ha hecho campaña desde Francia. Lo que pase en Barcelona y en Madrid será resultado de combinaciones pactadas en secreto, fuera del país y a espaldas de los electores, cuyos autores no desvelarán hasta pasadas las elecciones europeas. Aquí se juegan mucho porque, paradójicamente, la opinión pública leerá los resultados atendiendo a una clave muy nacional.
Lo cierto es que hay algo de impostado en la celebración socialista. Los resultados, medidos por las expectativas, no han sido los planeados. Véase el último CIS fabricado con voluntad indisimulablemente performativa. Para el juego de vetos y tensiones cruzadas sobre el que Sánchez se sostiene, Junts y ERC debían haber quedado mucho más emparejados y la sucursal catalana del yolandismo debía haber hecho mayor honor a su matriz verbal: los Comunes, de nuevo, han sumado muy poco. El diferencial entre socios independentistas crea tensiones peligrosas en el ‘bloque de la investidura’ que la falta de músculo de Sumar no compensa.
En definitiva, el sanchismo quiere proyectar al conjunto de España una lectura de los resultados catalanes bastante distorsionada. Un PSC disfrazado de paladín constitucionalista que no es y nunca ha sido, en compañía del independentismo esquerrista y de unos Comunes soberanistas estaría en condiciones de finiquitar el procés. Esas cuentas no le salen a nadie sin contemplar contrapartidas. Además, la aritmética sanchista siempre es caprichosa: en el País Vasco, “ganar 9 a 1” es incluir en la victoria a todo el ‘bloque de la investidura’, incluida Bildu; en Cataluña, como conviene acreditar “la derrota del independentismo” gracias al que se gobierna en toda España, se computan del lado de la victoria los escaños de PP y Vox. Otra ‘ley de hierro’ sanchista: la de embudo.
En la victoria del PSC entrará, en alguna medida, una percepción de parte del electorado acerca de los efectos balsámicos de la amnistía. Pero tampoco debe desconocerse que, en una campaña polarizada que muchos han querido reducir a la disyuntiva entre “Illa o el independentismo”, el candidato del PSC ha recibido también un voto prestado, puramente ‘utilitario’, nada complaciente con la amnistía y el sanchismo.
La lectura eufórica de los socialistas recuerda mucho a una vieja falacia lógica. Post hoc ergo propter hoc es una expresión latina que significa “después de eso, esto; entonces, a consecuencia de eso, esto”. También llamada correlación coincidente. Es un tipo de falacia que asume que, si un acontecimiento sucede después de otro, el segundo es consecuencia del primero. Un error particularmente tentador, porque la secuencia temporal es inherente a la causalidad: es verdad que una causa se produce antes de un efecto, pero no se puede sacar una conclusión basándose solo en el orden de los acontecimientos. No siempre es verdad que el primer acontecimiento produjo el segundo acontecimiento. El gallo siempre canta antes de que salga el sol. Pero deducir de ahí que, por tanto, el canto del gallo provoca que salga el sol es cometer un error muy grave e incurrir en pensamiento mágico.
El ‘ibuprofeno’ sanchista precede a los resultados de ayer pero no los explica ni los causa. La derrota parlamentaria del secesionismo es una buena noticia, resultado, antes que nada, del hastío social de más de una década de ‘procés’. Durante este tiempo y bajo la dirección política de un nacionalismo desorbitado, Cataluña ha entrado en un profundo declive: medida en inseguridad económica, en peso específico en el conjunto nacional, en proyección internacional, en gestión cotidiana de asuntos como la sequía, en la falta de estabilidad política y presupuestaria, la decadencia del Principado tiene unos responsables muy obvios y reconocibles para el conjunto de la ciudadanía. Ese hastío, unido a la retracción del voto secesionista, decepcionado por una pulsión identitaria continuamente exacerbada pero nunca concluyente, explican los resultados electorales en clave puramente catalana, prescindiendo del diseño monclovita de la ‘desinflamación’ por vía anestésica.
Además, en el cuadro general hay que introducir un dato insoslayable: el gran resultado del Partido Popular. Quintuplicar su marca anterior le hace haber sido la formación que más crece. Alejandro Fernández está en posición de consolidar esa base electoral y ampliarla haciendo útil, y políticamente eficaz y relevante un voto que no debe dispersarse en opciones que vivan de poner en duda la claridad de ideas -inequívoca- del PPC.
En Cataluña y en el conjunto de España, tras los resultados de ayer, debemos seguir recordando que, a fecha de hoy, la opción más votada sigue siendo la Constitución Española de 1978. Su ratificación en referéndum en Cataluña permanece como marca imbatible hasta la fecha. Conviene tenerlo en cuenta más que nunca de cara a las jornadas que nos esperan.