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Cuando salgamos a la calle

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Vicente de la Quintana es colaborador de la Fundación FAES

En su extraordinaria novela El húsar sobre el tejado, Jean Giono narra las aventuras de Angelo Pardi, coronel de húsares comprometido en el movimiento carbonario, en una Provenza devastada por el cólera allá por 1832. Acusado de envenenar las fuentes, se refugia en los tejados de la ciudad hasta el momento de poder emprender la huida. La pintura de los personajes se sirve de la enfermedad como catalizador: “El cólera es un reactivo químico que expone los temperamentos más viles o más nobles”. En un momento de la narración, un viejo médico sentencia: “Tenemos una epidemia de miedo; se muere, literalmente, de egoísmo”.

También ahora el coronavirus ha revelado lo mejor y lo peor del comportamiento humano: desde el heroísmo hasta la irresponsabilidad. Y está sometiendo a un chequeo brutal a sistemas sanitarios, modelos de cohesión social, fórmulas de gobierno y visiones de la globalización.

Precisamente por su dimensión global, la pandemia marca un punto de inflexión. No será fácil volver “al mundo de ayer”: las prioridades de naciones y ciudadanos han sido radicalmente alteradas. Hemos pasado muy deprisa de una aceleración que no se planteaba demasiado el sentido de su marcha a una quietud forzosa.

LA LIBERTAD EN TIEMPOS DE CÓLERA
Una búsqueda incondicional de seguridad puede poner a prueba la libertad política; la demanda de protección y asistencia alimentará discursos que legitimen su limitación, incluso su supresión. Es más que probable que el mundo “después del virus” vea una intensificación de la confrontación política, estratégica e ideológica en torno a la cuestión clave de la libertad. Nicolas Baverez anticipa dos posibles resultados: o China y las autocracias de nuevo cuño logran convencer a los ciudadanos de las naciones libres de que el autoritarismo es el único antídoto para los desafíos globales del siglo XXI, o las democracias liberales logran definir un nuevo equilibrio entre Estado y mercado, libertad y seguridad, derechos individuales e interés colectivo, permanencia de las naciones y construcción de un orden internacional.

Para que la segunda opción tenga éxito, habrá que desplegar un esfuerzo reformista también inédito desde la caída de la Unión Soviética. Baverez enumera una agenda a la altura del desafío: renovar el pacto económico, social y ciudadano; romper con el capitalismo clientelista y favorecer la producción y la innovación; reinvertir en seguridad sin sacrificar el Estado de Derecho; reajustar la soberanía de las naciones, mientras repensamos Europa y construimos una nueva alianza de democracias que ya no podrán descansar exclusivamente en la protección estratégica de los Estados Unidos.

El coronavirus puede significar también la necesidad de mirar la realidad de frente, sin decorados posmodernos. Y asumir que las democracias son vulnerables y la historia no ha concluido.

LA NUEVA ‘GRIPE ESPAÑOLA’
En España asistimos a reacciones inducidas por la pandemia dignas de notarse. El vicepresidente Iglesias, que hace no demasiado tiempo consideraba la Constitución como un candado, ha empezado a invocarla con reiteración sospechosa refiriéndose a ella como un “escudo”. Con entusiasmo de neófito recita el artículo 128, y hasta lo interpreta: “sirve para defender el patriotismo”, que, aclara, es “poner lo general por delante de lo particular”. Como, además, solemniza que “la Constitución no es para enseñarla, es para aplicarla”, cualquiera podría pensar que, con todo ese bagaje de “patriotismo constitucional”, el Sr. Iglesias hubiera acudido a la famosa mesa de diálogo Gobierno-Generalidad seriamente dispuesto a conminar a Joaquín Torra con la aplicación de “un 128”.

El problema del Sr. Iglesias cuando habla de patriotismo es que sabemos a lo que se refiere. Él mismo lo aclaró en su día: “Yo no puedo decir España (…). Yo puedo decir que soy un patriota de la democracia y por eso estoy a favor del derecho a decidir y de que la educación y la sanidad sean públicas”. Esta nueva categoría de patriotismo, el patriotismo ministerial, hace más inquietante aún su visión de la Constitución. Porque si ver la Constitución como un candado o como un escudo solo depende de que a uno le hagan ministro, debe ser porque, roto el candado, el escudo quizás sirva para proteger el poder del vicepresidente, antes que la libertad de los ciudadanos.

Lo cierto es que se está alimentando un clima de opinión según el cual la crisis sanitaria se analiza desde una simplificación de las relaciones entre “lo público” y “lo privado”. La pandemia vendría a demostrar la superioridad del Estado sobre el mercado y de lo colectivo sobre lo individual.

Parece buscarse una confrontación absurda con un supuesto liberalismo lo suficientemente desquiciado como para negarle al Estado su papel a la hora de afrontar cualquier calamidad colectiva: una guerra, una pandemia, o cualquier catástrofe que supere la capacidad de individuos y empresas. Es decir, un liberalismo que negara al Estado las atribuciones mínimas de cualquier Estado liberal.

LA FIESTA DEL CHIVO EXPIATORIO
El mismo clima estatista se vivió en la pasada crisis financiera mundial, cuando se asistió al rescate público de entidades de crédito con el objetivo de restaurar la confianza en las personas y prevenir un definitivo colapso económico.

La prensa y la opinión ‘progresista’ hoy empiezan a construir una versión tendenciosa sobre la asimetría inmoral entre “rescatar bancos” y “rescatar personas”. Pero esa misma prensa y opinión vieron entonces en aquellas decisiones una especie de conversión al socialismo, al menos un cambio de rumbo frente a las perversiones del liberalismo. Sin embargo, no hubo ni hay nada de sorprendente ni nuevo. La intervención del Estado, acogida como una buena noticia por los defensores del estatismo, simplemente representa para el liberalismo clásico la respuesta a ciertas situaciones específicas. En su época, John Stuart Mill y Frédéric Bastiat, liberales de muy distinta tendencia, ya lo veían así.

Muchos siguen prisioneros de su visión simplista del liberalismo, que han descrito durante décadas como “ultraliberalismo”. Es su exceso en la identificación del adversario (exceso debido a causas militantes e ideológicas), lo que les confunde.

La tendencia que consiste en asimilar el liberalismo al anarquismo deriva de una táctica que consiste en desfigurar al adversario, haciendo de él una caricatura excesiva, para entregarlo a la ira de la opinión. Un truco retórico: inventar un maniqueo, es decir, reconstruir un adversario ideal a quien refutar fingiendo así equilibrio y ponderación.

Habrá liberales anarquistas, pero representan una pequeña minoría, y la actitud sectaria es precisamente identificar al adversario con su minoría extrema; afortunadamente, a la recíproca no se identifica el socialismo con Pol Pot.

LIBERTAD ORDENADA: LA ECONOMÍA SOCIAL DE MERCADO
Los liberales encuadrados en el centroderecha se adhieren en general a una tradición política que asume aportaciones conservadoras sobre la pertenencia comunitaria y planteamientos clásicos del humanismo cristiano, como el principio de subsidiariedad. Según el cual, el Estado no interfiere en la esfera privada mientras los particulares cumplan su tarea sin dañar el bien común; pero exige, por el contrario, la interferencia del Estado cuando esa esfera resulta insuficiente.

La Escuela de Friburgo está en el origen de la corriente ordo-liberal (Walter Eucken, Wilhelm Röpke). Ideó la Economía Social de Mercado y la puso en práctica. En la Alemania que sufría el caos de la derrota, la mayoría de líderes se inclinaban por la centralización de la economía para superar el hambre, la descapitalización, la hiperinflación y el trueque. En aquel momento, un profesor de la Universidad de Münster, Alfred Müller-Armack, publica Economía dirigida y economía de mercado (1946). Ahí desarrolla la visión de una economía de mercado alejada de los patrones del siglo XIX, para evitar los monopolios y promover la justicia distributiva y la realización de valores: él acuñó la fórmula Economía Social de Mercado. Los democristianos alemanes aceptaron ese programa brillantemente ejecutado después por el ministro de Economía Ludwig Erhard.

La ESM reclama un Estado capaz de crear las condiciones de la justicia social. Postula que, por su dignidad intrínseca, el hombre necesita simultáneamente libertad y seguridad, responsabilidad y protección. Su máxima: “tanta iniciativa como sea posible, tanto Estado como sea necesario”.

SALUS POPULI: EXCEPCIÓN O COARTADA
Esta posición reconoce la especificidad de las situaciones excepcionales. Desde Cicerón, los partidarios de la libertad son conscientes de que esta última debe ceder el paso a la autoridad en caso de peligro, cuando la salus populi deviene suprema lex.

Eduardo Sanz Escartín, representante típico del catolicismo social de principios de siglo XX, y miembro del Instituto de Reformas Sociales, creación por cierto de gobiernos conservadores (como el Ministerio de Trabajo), afirmaba: “En el orden de actividad social al que concretamente ahora nos referimos, no hay duda de que, en determinados casos, cuando extensas y graves perturbaciones únicamente pueden remediarse mediante una derogación más o menos temporal de la libertad y de la competencia que deben ser normalmente los fundamentos en la esfera industrial y mercantil, es permitido, y a veces obligado, para el Poder público, someter la ley de libertad privada a la ley de necesidad pública claramente determinada, al salus populi, ley suprema en todos los tiempos”.

Cánovas del Castillo ya había formulado lapidariamente su actitud ante el problema de la intervención del Estado: “No hay que soñar con que el Estado monopolice, sino que complete la protección social. El Estado no debe intervenir nunca, cuando no es necesario; muchas veces, cuando es conveniente; siempre, cuando es indispensable”.

Algunos tienen grandes dificultades para admitir un tratamiento diferente de la situación ordinaria y la situación extraordinaria, porque entienden esta última como una oportunidad para todo aprendiz de dictador.

APRENDIZAJE DE LA LIBERTAD EN LA ESCUELA DE PERICLES
¿Cómo mantener el ideal de libertad en tiempos de ‘disciplina social’? La historia registra colectivos humanos a los que se ha caracterizado como paradigma de pueblos libres. Típicamente estarían entre ellos los ciudadanos de Atenas y las democracias anglosajonas (que no sucumbieron al totalitarismo en el período de entreguerras). En cada caso, estos pueblos, al encontrarse en conflicto y, en consecuencia, tratar de definir quiénes eran y qué buscaban defender en sus luchas, descubrieron que eran pueblos libres. A este descubrimiento lo acompañó un considerable flujo de retórica; ciertas falacias son inevitables cuando una característica moral como la libertad se confunde con una situación histórica concreta. Pero incrustada en la retórica, había una teoría, no de cómo se podía alcanzar la libertad, sino de lo que era.

Si buscamos las características de una sociedad libre, tomando como modelo una de sus primeras formulaciones, la oración fúnebre de Pericles, obtendremos como respuesta: coraje y veracidad.

Oigámoslo en la versión sintética que de la famosa oración hizo Alfonso Reyes:

“Dignos de honores los remotos abuelos, y más nuestros padres que, con el esfuerzo de sus brazos, nos han transmitido la herencia acrecentada. Pero es a nosotros sobre todo, a los adultos de hoy en día, a quienes debe nuestro imperio los mayores ensanches de su grandeza, y nuestra república el bastarse sola así en la guerra como en la paz. —Nuestra Constitución nada tiene que envidiar de pueblos vecinos; y más que imitarlos les sirve de modelo. —Nuestra ciudad está abierta a todos; no hay ley que repudie al extranjero, o lo prive de compartir nuestras instituciones y nuestras alegrías, de que hasta los mismos adversarios pueden, si desean, aprovecharse. —Amamos la belleza sin costo, la filosofía sin molicie. Sabemos juzgar de las cosas y también concebirlas. —No creemos que el discurso dañe a la acción. Pensamos, al contrario, que lo peor es ignorar las palabras antes de ejecutar los actos. Mezclamos, en las empresas, la audacia y el juicio; al revés de aquellos cuya audacia es hija de la mera ignorancia, y cuyo juicio solo sirve para maniatarlos. —Nuestra república es la escuela de Grecia. —Nuestros héroes tienen por tumba el universo”.

A Pericles no le preocupaba la declaración de un ideal, sino las características de Atenas que él consideraba que la hacían distintiva y grandiosa. Estas características no son tanto políticas como morales.
Pericles identificó el coraje como la primera cualidad de los atenienses. Aunque aquél era un coraje muy complejo. Para Aristóteles, un punto medio entre la temeridad y la cobardía; para Platón, el conocimiento de lo que no se debe temer. El coraje de que se trata no es, por tanto, el que a menudo evoca la presencia de un enemigo; no contiene ningún elemento de histeria. Y conduce a un tipo especial de reacción a las crisis.

SALIDAS DE EMERGENCIA
En una emergencia nacional, pueden ocurrir dos tipos de reacciones extremas, igualmente nocivas para la libertad. Por un lado, la población puede fusionarse hasta el punto de parecerse a un organismo. Piensa y siente lo mismo, y su fusión social generalmente desemboca en la sumisión a un líder. El comportamiento tribal es predominantemente de este tipo, como la cohesión totalitaria de Alemania y Japón durante la Segunda Guerra Mundial. Tiene la ventaja de simplificar las cosas, de modo que todos los problemas parecen problemas técnicos relacionados con un objetivo primordial. Alternativamente, puede ocurrir que una emergencia nacional comporte la disolución social; el Estado se divide en instituciones, familias e individuos cuya principal preocupación es reducir sus pérdidas y sobrevivir desentendidos del resto. Algo así ocurrió en el colapso francés de 1940.

La reacción de un pueblo libre a una emergencia es difícil de describir, pero claramente discernible. Consiste en una suerte de cohesión social que combina la cooperación de todos con el mantenimiento de la personalidad de cada uno. Todo lo que sucede como resultado de la emergencia es un consenso inusual de opinión sobre las prioridades. Como resultado, las sociedades libres no alteran drásticamente su estructura, quizás porque en cualquier caso son muy flexibles. Un ejemplo célebre sería el mantenimiento de las libertades civiles en Gran Bretaña desde 1939 hasta 1945.
Si la cooperación libre es una relación social especial y característica, podemos preguntarnos cómo se suscita. Pericles lo atribuyó al coraje. Otra forma de describirlo sería en términos de equilibrio. Las cuestiones políticas se discuten extensamente, y esto solo puede suceder si se resisten los impulsos de pánico que a menudo hacen que las personas acepten cualquier solución mayoritaria. La oposición necesita mucho coraje para continuar defendiendo su política en circunstancias en las que sus adversarios pueden invocar, con abuso, cargos de traición y deslealtad.

En términos generales, se descubren, en las sociedades libres enfrentadas a una situación de emergencia, dos virtudes públicas actuando simultáneamente: coraje por un lado y cierta tolerancia por el otro. La imagen completa es la de una comunidad conflictiva, no unánime, pero resuelta y capaz de tomar una decisión.


Otro elemento crucial de la cooperación libre es el respeto por la verdad. En todas las circunstancias, la presión de la conveniencia provoca distorsiones considerables de los hechos. En una crisis, esta presión aumenta. Además, si se considera que el objetivo nacional es un criterio primordial de acción, entonces la verdad, como todo lo demás, puede acabar subordinándosele. Este extremo se ve claramente en el caso de sociedades totalitarias que se alimentan de las crisis y dependen de un conjunto de creencias dogmáticas cuyo cuestionamiento indicaría una amenaza para todo el sistema.

El respeto por la verdad nunca es el simple resultado de un acto de voluntad. Existe como parte de una tradición mantenida durante un tiempo considerable. La tentación de engañar se vuelve más apremiante en tiempos de crisis. Un deseo demasiado grande de persuadir a otros es fatal para la verdad; conduce rápidamente al mundo estridente y rígido de la propaganda. En las sociedades libres, sin embargo, siempre hay personas desinteresadamente apegadas a la verdad, a la manera de Sócrates y Zola, a las que no se conmoverá fácilmente apelando al patriotismo. Mucho menos al ‘patriotismo’ ministerial y sobrevenido al que hacíamos alusión más arriba.

REDESCUBRIENDO EL BIEN COMÚN
Otro de los debates que suscita esta crisis es el que plantea la necesidad de alcanzar un nuevo equilibrio entre lo individual y lo comunitario. En toda Europa vuelve a emplearse con frecuencia creciente la mención al “bien común” como término cada vez más usual en la controversia política. En Francia, significativamente, la obra del Premio Nobel de Economía de 2014, Jean Tirole, La economía del bien común, fue un éxito editorial poco previsible. Incluso, se han registrado allí propuestas de reforma constitucional para incorporar alguna fórmula que normativice el ‘bien común’.

De nuevo, un debate que debe darse. De nuevo, un debate que algunos pretenden resolver recurriendo otra vez a la invención del maniqueo. Lo conocemos: es la vieja caricatura del egoísmo de los ‘conservaduros’; la derecha sin ideales porque solo tiene tiempo para defender intereses.

Y no es que no existan ejemplares ajustados al patrón, pero, hasta donde es capaz de registrar la historia de las ideas políticas, el concepto de bien común es de filiación tomista, desarrollo neo-escolástico, definición papal e impronta personalista y humanista cristiana. Siendo aproximadamente lo contrario de la lucha de clases, hubiera sido absurdo ir a buscarlo a la Segunda o a la Tercera Internacional, a la Escuela de Frankfurt o al “soviet de Somosaguas”. Por eso resulta paradójico que en ocasiones se esgrima como barniz para camuflar mercancía colectivista más que averiada.

Siendo el bien común el polo orientador de la actividad política, su fin eminente, precisamente por eso puede hablarse de gobierno limitado. El poder político tendrá un límite en su propia razón de ser, que es, y no puede ser otro, que el bien público. “En todo caso –dice Suárez en su tratado De las leyes–, la razón de la ley, cualquiera que sea su materia, es el bien común, pues tal es el fin supremo del legislador”. Pero como el bien común supone el mantenimiento de los derechos fundamentales y naturales al hombre, la vida, la propiedad, la familia, toda ley que ataque en su esencia estos derechos, traspasa los límites que por su propia misión tiene asignados.

“El Estado es el representante del interés general frente a los intereses exclusivos; es el agente de unidad y armonía entre los derechos opuestos; es la representación permanente de los fines colectivos contra la imprevisión y el egoísmo particulares, y, en su virtud, no cabe negarle un derecho amplísimo de intervención siempre que lo ejercite conforme a los dictados de la prudencia y a las verdaderas exigencias del bien público”. ¿Pablo Iglesias? No, de nuevo, aquel viejo conservador navarro de levita y chistera, presidente del Banco de España: don Eduardo Sanz Escartín.
“Un individuo es la unidad resultante de dividir un millón por un millón”. ¿Definición ‘ultraliberal’? No, definición comunista, que se limita a desarrollar, con magnífico desenfado, una fórmula que arranca de la confusión entre igualdad específica e igualdad individual, y que, a fuerza de cortarle sus raíces, provoca la despersonalización del hombre.

Los juristas clásicos españoles, que no eran en absoluto desaforados individualistas, cuidaron de advertir que no somos cada cual mera parte de un todo, que el hombre no se ordena a la comunidad política según todo su ser, que nuestra personalidad, y nuestra libertad, por tanto, no puede en modo alguno quedar absorbida en el seno de la comunidad.

Una comunidad no es muchedumbre solitaria ni multitud gregaria. En esto, cabe ampararse en una sana tradición nacional. España, que reivindicó en Trento el libre albedrío, no pudo jamás fletar una doctrina que oliera, ni de lejos, a panteísmo estatal, porque la gran empresa española ha sido defender la dignidad del hombre: “la persona del home [decían nuestras Partidas] es la más noble cosa del mundo”. No se trata de optar entre subordinación e independencia, sino entre ser miembro de una comunidad o pedazo anónimo de una multitud.

UNA CONVERSACIÓN PENDIENTE CON MÚSICA DE FONDO
La crisis inducida por la pandemia del coronavirus es global y suscitará en todo el mundo debates de calado. Su magnitud implica responsabilidad y claridad de ideas a la hora de afrontarlos. Los criterios de baja oportunidad política deberán ceder espacio al auténtico debate de ideas. Todo lo exigente que sea necesario. Las ideas deben tener punta para dar en el blanco de la verdad, no para hacer diana en quien piensa distinto.

Cuando salgamos a la calle, hablaremos de todo. Probablemente, con énfasis. Y cuando el ruido se disipe, si en la melodía política de la reconstrucción los temas dominantes son el bien común, la vida comunitaria, la economía social de mercado y la subsidiariedad, entonces el centroderecha podrá hacer contribuciones decisivas en la orquesta nacional. Sencillamente, porque ha tomado lecciones de armonía y sabe que todos esos temas son acordes de la libertad.