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De confinamientos y secuestros

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Javier Rupérez es Académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Del patronato de FAES


Nos preguntan a los que ya tenemos una cierta edad, y yo mismo practico el ejercicio, si en la vida habíamos conocido algo parecido a la profunda alteración que en nuestras experiencias personales y colectivas está suponiendo la pandemia del coronavirus. La existencia humana normalmente permite que sus episodios desagradables puedan quedar relegados ante la continuada exigencia de sus expectativas, logros y fracasos, y por ello la respuesta ha solido ser negativa: ni el 11 de Septiembre de 2001, con los atentados terroristas en Nueva York y Washington, ni el 14 de marzo de 2003, con los atentados terroristas en la estación de Atocha en Madrid, ni en mi caso y en el de algunos otros compañeros diputados el 23 de febrero de 1981, cuando el golpe de Estado en el Congreso de los Diputados, admiten estrictas comparaciones, por más que resultaran todas ellas fechas de indudable impacto en las historias de nuestras sociedades y países. Y ciertamente sin olvidar el coste en vidas y recursos que todos han supuesto y están suponiendo para amplios sectores de población en todo el globo. El número de fallecidos víctimas del coronavirus en Nueva York ya supera ampliamente los 3.000 que perecieron en el atentado contra las Torres Gemelas. Y los fallecidos en todo el país sobrepasan los 50.000 que murieron en la Guerra de Vietnam.

Pero al poco tiempo de comenzar el confinamiento y experimentar sus estrictas condiciones caí en la cuenta de que en mi caso, y en el de todos aquellos que han sufrido parecida experiencia y que a ella han podido sobrevivir, y pienso en particular en José Antonio Ortega Lara, sí tenemos términos de comparación: nada como un secuestro permite establecer comparaciones con las medidas de reclusión que las autoridades exigen cuando de una pandemia se trata. Naturalmente, no intento con ello igualar las responsabilidades, cívicas y legales en un caso y criminales y punibles en el otro. Pero en sus consecuencias ambas son muy similares en un factor fundamental: la incertidumbre. Ni el secuestrado por criminales ni el confinado por las autoridades competentes saben cuánto va a durar el periodo de aislamiento, ni cuál será su final y si este realmente coincide con la continuación de la vida. Uno y otro ven radicalmente alterado su tren habitual de vida, coartadas sus relaciones con familiares y amigos, reducidos al mínimo sus movimientos, sometidas sus costumbres a las órdenes de otros. El que unos lo hagan por el propio bien de la ciudadanía y los otros lo practiquen con ánimo de extorsión y chantaje público o privado, no altera las bases de la reacción. Y claro es que no estamos hablando de la misma cosa: el confinado por la pandemia puede acudir a la farmacia, comprar lechugas en el supermercado y pasear al perro, si lo tiene. Además de utilizar con libertad el teléfono móvil o el WhatsApp, contemplar en televisión algún que otro inútil postureo de los políticos o recuperar por enésima y gloriosa vez “Sed de mal” y “Testigo de cargo”. No, no es lo mismo.

Pero la incertidumbre sí es la misma y en ambos casos puede conducir a lo que a cualquier precio debemos evitar y que en mi experiencia intenté superar por todos los medios a mi alcance. Y me refiero a la dejadez. Cuando un comando de la banda nacionalista/terrorista que dirigía Arnaldo Otegui me secuestró en Madrid el 11 de noviembre de 1979, me hice pronto una urgente composición de lugar dirigida a salvaguardar mi integridad física y psicológica, para lo que eventualmente sirviera, e inspirada en dos referencias que en la cabeza me habían quedado grabadas. La primera, obtenida de la película “Kapo” que Gillo Pontecorvo había dirigido en 1959 y que trascurría en un campo de concentración nazi para mujeres. Una de ellas prestaba diariamente atención a su aspecto físico, en un entorno que, como fácilmente se comprenderá, no se compadecía con tales naderías mundanas. Con cierto asombro no exento de crítica, sus compañeras de cautiverio la preguntaban por qué se esforzaba en algo cargado de inutilidad cuando la vida casi había dejado de contar. La respuesta era invariable: pretendo con ello, decía, mantener el respeto a mi propia dignidad como persona.

La segunda tenía su origen en las terribles cartas que el expresidente del Gobierno italiano Aldo Moro dirigió a sus compañeros políticos al final de su secuestro, en 1978, al saber que los terroristas que le tenían retenido le asesinarían. Nunca llegué a pensar que me encontraría en tal tesitura, pero cuando Otegui y sus muchachos y muchachas me hicieron comprender al alcance de la brutalidad me dije que, pasara lo que ocurriera, las cartas que indudablemente me obligarían a escribir nunca tendrían ese nivel de descomposición psicológica. En los archivos quedan: creo que lo conseguí. Como conseguí mantenerme todo lo limpio que las circunstancias y los terroristas me permitían, dar todos los pasos que me dejaba el reducido habitáculo en que me tenían encerrado, leer los libros que, con cargo al dinero que me habían incautado, yo les había pedido, e incluso tomar diariamente, con cargo a los mismos fondos, la pastilla cotidiana de vitamina C que me permitiría sortear los peligros catarrales del invierno. Y rezar para que Dios me salvara la vida o, alternativamente, me acogiera en su seno.

Es en lo fundamental lo mismo que ahora he venido haciendo y que tantos otros han hecho antes que yo en circunstancias parecidas o diferentes. Lo que practicaron los supervivientes del Gulag soviético o del Auschwitz hitleriano. O los que tuvieron que vérselas con el sida o con el ébola. Lo que no pudieron hacer los polacos a los que Stalin asesinó en Katyn. Y lo que ahora, a diferencia de todos ellos, y en la medida de lo posible, podemos y debemos hacer: aseados, leídos, recluidos en nosotros mismos, escuchando a Bach, releyendo “La Peste” de Albert Camus o preguntándonos si, según Netflix, Cristinita acabó con Nisman o por el contrario fue el fiscal el que optó por el suicidio. Confinados o secuestrados nos enfrentamos al mismo reto: mantener la integridad de la esperanza por encima de la incertidumbre, reforzar los mecanismos internos y externos de resistencia, preparar con tesón e inteligencia la vuelta a la normalidad y, mientras tanto, seguir creyendo en, y luchando por, lo que con tanto esfuerzo habíamos contribuido a crear en las últimas cuatro décadas: una sociedad de ciudadanos libres e iguales en una España patria común e indivisible de todos los españoles. Cualquier otra cosa es conceder sin pelea la victoria al virus que nos confina. O al terrorista que nos secuestra.