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Después del impeachment

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Donald J. Trump, presidente de los Estados Unidos, acusado por la Cámara de Representantes de acciones punitivas merecedoras de castigo y remoción del cargo, ha sido exonerado de cualquier responsabilidad por el Senado convertido en tribunal y por consiguiente confirmado como inquilino de la Casa Blanca. Era el tercer proceso de ese tipo seguido contra un presidente americano y el tercero que acaba de la misma manera, con la absolución del inculpado. ¿Eran inciertas o insuficientes las acusaciones? ¿Está bien concebida la herramienta que permite llevar a juicio a la más alta magistratura del país? ¿Es justificable la utilización de un procedimiento cuyo último alcance depende en gran parte de los intereses partidistas representados por las mayorías y las minorías en el Congreso de los Estados Unidos?

La presidencia de Trump ha estado marcada desde su mismo comienzo por la imprevisibilidad de sus conductas y por la arbitrariedad de muchas de sus decisiones. Testigos de ello son la multiplicidad de sus colaboradores cesados, expulsados o dimitidos de sus funciones, la no escasa cantidad de algunos de ellos sometidos a juicio por sospechas de actividades fraudulentas en el desempeño de sus funciones y, entre otros vericuetos de complicada catalogación, la investigación que durante dos años condujo el fiscal especial Robert Mueller sobre los posibles entendimientos fraudulentos entre los servicios rusos de inteligencia y los resultados electorales en las elecciones de 2016, las que llevaron a Trump al poder. Si sumamos los tiempos de la investigación Mueller a los empleados en la gestión y desarrollo del impeachment podremos comprobar como la presidencia Trump no ha pasado un día de su existencia sin que, por alguna u otra razón, haya estado sometida a sospecha o vigorosa investigación. Y ya faltan menos de diez meses para que las elecciones presidenciales tengan lugar, en noviembre de 2020. Es en esa perspectiva donde debe situarse el análisis del impeachment y sus posibles consecuencias.

La veterana y sabia presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, resistió durante meses las presiones del ala más radical de su grupo para acusar a Trump de los delitos y fechorías que la Constitución describe para el caso, sabiendo de la dificultad para controlar adecuadamente las pasiones políticas que el tema suscitaría, y teniendo en cuenta que, si bien los números de la Cámara permitían el comienzo del proceso, los del Senado garantizaban por el contrario la absolución del inculpado.

Sólo la constancia de que Trump había intentado presionar al presidente ucraniano para investigar los negocios de la familia Biden en ese país con la amenaza de retirar las prometidas ayudas militares si ello no se llevaba a cabo -amenaza que por cierto tenía lugar a los pocos días de que el exvicepresidente Biden anunciara su propósito de concurrir a las elecciones presidenciales-, abrió el camino al proceso. Como era de esperar, su trascurso ha estado frecuentemente alterado por las marrullerías de unos y otros, culminadas en último caso por las que del lado de la mayoría republicana en el Senado han impedido contar con testigos y documentos que sirvieran para profundizar en la acusación. Con dos excepciones, los senadores republicanos se opusieron a ello, anunciando lo que ya era profetizado desde hace meses: la absolución recibiría su apoyo inconsútil. Sin embargo, uno de los republicanos disidentes, Mitt Romney, que fuera candidato republicano en las presidenciales de 2008, también ha votado para condenar a Trump en el primero de los artículos de la acusación, el correspondiente al abuso de poder, en un gesto que sin trascendencia jurídica seguramente no dejará de tenerla en el debate político consiguiente.

Pero esa uniformidad republicana no ha impedido que algunos de sus senadores hayan reconocido de manera explícita el carácter inadecuado de las conductas presidenciales. Unos, como Marco Rubio, tras afirmar que las conductas juzgadas sí merecían el trance, descartaban su aplicación por las complicadas consecuencias. Otros, como Lamar Alexander, aun admitiendo lo impropio del comportamiento presidencial, se negaban a concederle categoría como para quedar sometido al juicio. Y todos, incluyendo algunos que en su momento fueron duros opositores del inquilino de la Casa Blanca, como Rand Paul o Ted Cruz, han prestado fiel acatamiento a las directivas emanadas de la Casa Blanca y articuladas por el jefe de la mayoría republicana, Mitch McConnell. El Partido Republicano es sobre todo y casi en exclusiva el partido de Trump.

A diferencia de Bill Clinton, que tras ser absuelto por el Senado en el proceso contra él en 1999 pidió perdón por sus errores y desvíos, Trump no ha reconocido nunca haber faltado a la ley o a la costumbre, e interpreta su absolución como un reconocimiento ilimitado a la calidad de sus decisiones y prácticas. El comportamiento de los senadores republicanos contribuye al nacimiento de una interrogación, que seguramente ya tiene una respuesta negativa en la mente presidencial: ¿existen límites constitucionales a las iniciativas y acciones surgidas de la mansión del Ejecutivo? Por si al respecto había alguna duda, dos de los defensores de Trump en el Senado, Ken Starr y Alan Dershowitz, basaron su argumentación en lo contrario. Starr, que fue el más ardiente de los fiscales en el juicio contra Clinton y el más convencido de la necesidad de la convocatoria del proceso, argumentó ahora que convenía dejar de recurrir al impeachment. Dershowitz, que fue profesor de Derecho Constitucional en Harvard, argumentaba hace 20 años que para que el proceso contra el presidente tuviera lugar no hacía falta que las acciones imputadas constituyeran delito. Ahora ha mantenido justamente lo contrario, para afirmar la inocencia presidencial.

La posibilidad de que en ese contexto Trump se crea ya confirmado en su tendencia a minusvalorar las precauciones constitucionales sobre la división de poderes, y consiguientemente impulsado a proceder con iniciativa de dudosa calidad legal, debe ser cargada a las consecuencias del momento. Como, en una perspectiva temporal más alejada, la de que las prerrogativas presidenciales superen y aneguen en el sistema americano las previsiones y prácticas constitucionales. Se podría bien argumentar que el sistema sale reforzado al poner en práctica la posibilidad de someter a juicio al representante político más poderoso de la tierra. También, por el contrario, que el sistema queda debilitado como consecuencia de la sumisión del Partido Republicano a un poder presidencial que, en los términos de esta absolución, pareciera conceder a su detentador la capacidad de hacer lo que le venga en gana sin temor a ser reprochado por ello.

En el curso del proceso, tanto en la Cámara como en el Senado, no han sufrido alteración las bajas calificaciones que en las encuestas viene conociendo Trump prácticamente desde el comienzo de su mandato. No parece que la evolución del caso haya sido seguida por la opinión pública con atención predominante, dato explicable por el carácter tedioso, a ratos enmarañado en laberintos jurídicos y siempre incendiado por inflamadas alegaciones partidistas. Difícil resulta predecir el rastro que el tema dejará en la campaña electoral del 2020, más allá de la insistencia de los demócratas para afirmar que Trump fue acusado y la de los republicanos para mantener que fue absuelto. En una atmósfera profundamente polarizada en la que nadie del lado republicano negará la supremacía de Trump y todos, en el demócrata, intentarán averiguar, más que ninguna otra cosa, quién es el candidato capaz de arrojar a Trump de la Casa Blanca. De momento la secuencia de acontecimientos no parece favorable a las aspiraciones demócratas, inmerso como está el partido en la confusión generada por los caucus de Iowa, disperso el liderazgo e irresueltas las tensiones internas. El tiempo dirá de aquí a noviembre si existe posibilidad de encajar esas dudas, en un territorio en el que Trump, a falta de mejores argumentos, procurará presumir de sus éxitos económicos. Lo cual, si bien se mira, y con independencia de cualquier opinión que el personaje merezca, no es poca cosa para un número no desdeñable de ciudadanos. En su discurso sobre el estado de la nación, un día antes de la votación final sobre el impeachment, Trump aprovechó la oportunidad para subrayar esos logros reales, exagerados o supuestos, en una intervención que tenía claramente un tono electoral.

¿Era este impeachment el que los padres fundadores tenían en la cabeza? ¿Era este el presidente que habían imaginado sería el adecuado para dirigir los destinos de la república? Alexander Hamilton, uno de los principales redactores del texto constitucional, en el número 65 de los ‘Federalist Papers’, había situado el eventual proceso contra un presidente sobre las bases de la exigencia de “virtud” y “confianza”, en una narrativa en la que, en efecto, no son tanto los tipos delictivos los requeridos sino sobre todo la falta de adecuación de unas conductas a lo que la Constitución y su espíritu exige.

En definitiva el juicio queda ahora inevitablemente reservado a la voluntad ciudadana a través de las elecciones. De las que de manera más aguda que de costumbre depende la continuidad del espíritu y la letra del consenso fundacional. No son pocos los americanos que se preguntan si Trump pertenece a ese ámbito. Los mismos que se interrogan sobre los efectos que en las costuras políticas, jurídicas y morales del país tendría un segundo mandato de Trump.