La celebración de la Hispanidad cada 12 de octubre siempre tiene un sentido más allá de cualquier retórica postiza propia de brindis de aniversario. Conviene recordar –y recordarnos– que existe un mundo hispánico vinculado por una historia, una lengua y una cultura comunes, con proyección universal.
Este 12 de octubre tiene todavía más sentido, cuando la agitación polémica del indigenismo antiespañol fuera y el masoquismo antinacional dentro hacen pinza para deprimir nuestro sentimiento de pertenencia y deformar nuestra identidad colectiva con una caricatura ridícula, haciendo pasar la historia de España por un subproducto de la fanfarria y el crimen.
La Hispanidad nunca fue un ideal étnico –ni siquiera cuando su celebración se llamó “Fiesta de la Raza”–, sino espiritual. Los pueblos hispánicos de ambos lados del océano poseen un patrimonio tradicional común, porque su pasado compartido condiciona a todos los hispanoamericanos de hoy y de mañana en sus motivos de vida, sus preferencias, sus estimaciones de las cosas, sus anhelos e ideales.
Somos dueños de una cultura peculiar que consiste en un sistema coordinado de modos de convivencia, de motivos de conducta, de valores exaltadores de la acción humana, de creencias sobre lo que es estimable y lo que es reprobable; una cultura hispanoamericana que, si se pudiera resumir aproximadamente en una palabra, tendríamos que decir consiste en la constante presencia de la idea del prójimo (del hombre próximo) y por eso es la cultura en que los valores humanos acicatean más que en otra alguna los móviles de obrar.
Por esto mismo, si celebramos nuestro pasado común o hermanado, no es para extasiarnos –o indignarnos– en la contemplación de lo pretérito, sino, más que nada, porque ese pasado nos hace conscientes de nuestra responsabilidad histórica. Por eso nos vemos llamados, no a repetirlo, sino a continuarlo, con afán de perfección, aspirando colectivamente a mantenernos todos en trato tan amistoso y comunicación tan constante, que la cooperación entre los países que pueblan el mundo hispánico sea cada día más estrecha.
Para el cumplimiento de este hispanoamericanismo con porvenir, contamos con un instrumento de incalculable valor: la lengua, que recibimos en herencia mancomunada, españoles y americanos.
DEL REPUDIO A LA CANCELACIÓN PASANDO POR LA PENITENCIA
Hoy, una fiebre autodestructiva recorre Occidente. Se derriban estatuas, se denuncia todo patrimonio histórico, se revisa el pasado a la luz tendenciosa de prejuicios extremistas. Se trata de hacer tabula rasa con todo; esta vez ya no basta transformar la sociedad y el sistema económico, ahora el radicalismo ideológico pretende lo que la teología vedaba al mismo Dios: rectificar el pasado.
A todos nos es familiar la “cultura de la cancelación”. Conviene recordar que tiene precedentes. La expresión «cultura del repudio» aparece pronto en la obra de Roger Scruton, el filósofo británico fallecido en 2020. Scruton pensaba que era la característica más llamativa del corpus intelectual de la nueva izquierda. Un postulado esencialmente coercitivo, volcado en repudiar en aspectos decisivos la herencia moral, cívica, civilizatoria, intelectual y espiritual de Occidente. Una tendencia hacia el autodesprecio.
¿Es posible sostener un orden político libre, decente y vital, basándolo en el autodesprecio, en la negación sistemática de nuestra herencia? Hacer la pregunta es casi responderla. Pero debemos hacérnosla, ya que la cultura del repudio no sólo se institucionaliza en todos los niveles de la sociedad civil, sino que se convierte en una fuerza cada vez más tiránica en el periodismo, en la academia y, singularmente, en la política. La “descolonización” de museos y ciertos incidentes diplomáticos dan cuenta de ello.
En una línea similar a la de Scruton, Pascal Bruckner escribió La tiranía de la penitencia, ensayo sobre el masoquismo occidental (2009). Según Bruckner, desde 1945 Europa sufre “los tormentos del arrepentimiento». Bruckner se pregunta si debemos regodearnos en la pervivencia de la memoria de los desmanes del imperialismo, la colonización, el esclavismo, las guerras: “¿A qué nos conduce esa tiranía de la penitencia? ¿Hubo sólo errores o también aciertos en ese pasado aparentemente infame? ¿Somos los únicos que hemos cometido los pecados por los que seguimos culpabilizándonos?”. En su respuesta a esas preguntas Bruckner rechaza el papel de chivo expiatorio endilgado a Occidente, denuncia las jeremiadas sobre sus “crímenes”, e invita a un orgullo bien entendido. Al fin y al cabo, pura cuestión de equilibrio mental. Imposible vivir odiándose a uno mismo.
SIN PERDÓN: EL “INJERTO” ESPAÑOL EN AMÉRICA Y SUS FRUTOS
La conquista y colonización española en América, juzgadas tendenciosamente, han constituido, juntamente con la Inquisición, el fundamento de las acusaciones que se han dirigido contra España. Su difusión formó nuestra tan traída y llevada leyenda negra.
Hace bastantes años Julián Marías halló una imagen botánica muy feliz para distinguir las dos formas de presencia europea en América. Al norte, por obra principal de los ingleses, y secundariamente de holandeses y franceses, se realizó un “trasplante”: sociedades europeas fueron trasladadas a suelo americano, para fundar sociedades también europeas, que se desarrollaron en el Nuevo Mundo. En el centro y el sur del Continente, españoles y en menor proporción portugueses llevaron a cabo un “injerto”: porciones vivas de sociedades europeas se introdujeron en las diversas americanas, modificándolas; no fueron españolas, sino americanas hispanizadas, con gérmenes nuevos, de manera que dieron frutos distintos de los que sin ese injerto hubiesen tenido.
Uno de los aspectos en que más incide el revisionismo cancelador es en el supuesto genocidio de los indígenas americanos. Lo cierto es que la colonización española está caracterizada por la preservación del elemento indígena y su civilización.
La política de España con los indios tiene dos notas características: la conversión al cristianismo y la mezcla de razas, principalmente por matrimonios legítimos, autorizados por una cédula de Fernando el Católico (1514). El problema de la protección de la raza indígena preocupó sinceramente en la metrópoli. Si no pudo evitarse la desaparición de la población india en las Antillas, se logró conservarla y aun aumentarla en el continente.
- ¿Pedir perdón por elevar la condición de la población indígena? Humboldt (Nouvelle Espagne, t.I.) reconoce y advierte a los que injustamente suponían que la raza indígena de América desaparecería en las colonias españolas, que en Nueva España la población india, contando la que no tenía mezcla de sangre europea o africana, venía aumentando de tal modo durante el siglo XVIII, que era, positivamente, más numerosa que en la época de la llegada de los españoles. La minería, lejos de contribuir a la extinción de la raza, era causa de crecimiento. En esa época, el minero indio era obrero libre y bien pagado. En torno de las zonas mineras se había desarrollado una agricultura próspera. El labrador indio estaba en mejor situación que los campesinos del Norte y Oriente de Europa en el siglo XVIII.
- ¿Pedir perdón por injertar en América la savia cultural española? España dio a América su lengua y, con ella, su cultura. La obra civilizadora de España en América comenzó a la vez que la conquista. La política de España en este orden produjo, en toda América, una élite intelectual formada en las Escuelas, Universidades y Seminarios, donde indios, mestizos, criollos y españoles eran admitidos sin distinción. Esa élite fue la que dio luego ideas y hombres al movimiento de emancipación.
El virreinato de Nueva España, la parte predilecta y más cultivada del Imperio español en América y aquella donde la cultura española echó hondas raíces, tuvo las más antiguas instituciones de enseñanza del Nuevo Mundo y también la primera imprenta, gracias al celo del primer arzobispo, fray Juan de Zumárraga, y del primer virrey don Antonio de Mendoza, que se entendieron con el impresor Juan Cromberger, establecido en Sevilla, quien envió a Nueva España a Esteban Martín y después a su socio el célebre cajista Juan Pablos. El primer libro impreso en México parece haber sido la Compendiosa Doctrina Christiana en lengua mexicana y castellana, que salió a la luz en 1539.
A fray Juan de Zumárraga y al virrey Mendoza, que contribuyó con rentas propias, se debe también la fundación de la Universidad; y don Luis de Velasco llevó a cabo la obra e inauguró las enseñanzas (1533). Carlos V (1551) la dotó con mil pesos de oro de minas al año y le cedió los privilegios que tenía la de Salamanca. Felipe II se los confirmó y amplió (1562). Felipe IV autorizó los estudios universitarios en la ciudad de Santo Domingo (La Española) y mandó que en la Universidad de Méjico hubiese una cátedra de las lenguas habladas por los indios (1627). Desde un principio ocuparon las cátedras hombres nada vulgares, como el filósofo agustino fray Alonso de Veracruz, el catedrático de Instituta doctor Bartolomé Frías de Albornoz y el gran humanista toledano Francisco Cervantes de Salazar.
SIGNIFICADO HISTÓRICO DE LA HISPANIDAD
España alumbró no sólo un nuevo Mundo geográfico, sino también un Nuevo Mundo ideológico. Sintonizó, en palabras de Maeztu, dos unidades: «la unidad física del globo y la unidad moral del género humano». El mundo asistió a la fundación de una comunidad de pueblos, que configura un tipo histórico irreductible a todas las demás y que, desde sus orígenes, presenta los caracteres y finalidades de una colonización de nuevo rango.
En realidad, este término –“colonia”–, cargado de las connotaciones de desigualdad y de dominación, debería ser borrado de nuestros escritos al hablar de Hispanoamérica y Filipinas, como de hecho ya se acordó en el Congreso Hispanoamericano de Historia celebrado en 1957 en Santo Domingo, a petición de los representantes de Colombia, adoptándose por unanimidad la iniciativa.
Ninguna potencia colonizadora se interrogó más encarnizadamente que España acerca de los títulos de legitimidad de sus conquistas. ¿Qué precedentes o consecuentes tienen episodios como la Controversia de Valladolid? Nunca se insistirá demasiado en la significación que asume, en la Historia comparada de las invasiones y de las conquistas, la empresa de los españoles. Las motivaciones, el análisis introspectivo, la exigencia de justificación, el despliegue de la conciencia de los Reyes y del pueblo hacia horizontes en los que culmina la responsabilidad moral, son asimilables a las depuraciones logradas en juicio penitencial. España no tiene que pedir perdón; ha pasado cinco siglos haciendo examen de conciencia.
La estructura del Estado español, en relación con los hechos que promueve el Descubrimiento, ha de valorarse no sólo por las instituciones políticas, como la del Rey o el Consejo de Indias, sino que sus decisiones han de ser examinadas a la luz de los consejos operantes de la Universidad de Salamanca, emanados especialmente de las «Relecciones» de Vitoria y de las controversias en torno a los títulos de legitimidad de la penetración y de los modos de acción en Indias, así como de las interpretaciones a que dan lugar las Bulas de Alejandro VI.
La Controversia se inicia con el célebre sermón del dominico P. Montesinos. Deriva de una pregunta esencial. Hablando de los indios, la formula así simplemente: «¿Estos, no son hombres?». Y en el derecho humano van a fundarse en lo sucesivo los títulos y los modos de la penetración en los nuevos territorios, títulos y modos que son inseparables de un examen de legitimidad vinculada tanto al origen como al ejercicio del poder.
Así nace la Defensa de los Indios, en la que palpita el sentido universalista del Derecho natural, vindicadora de los derechos humanos y que está también presente en el fin de la potestad tanto eclesiástica como civil. En la obra de Francisco de Vitoria, las Relecciones De potestate civili y De potestate Ecclesiae preceden a las Relecciones De Indis, con lo cual parecen situarse estas últimas en la corriente de la legitimidad y de las limitaciones de toda autoridad.
El Derecho natural, la titulación legítima, los derechos de todos y de cada hombre con independencia de su adscripción territorial y de su pertenencia a raza, credo, incluso a forma de convivencia (no siendo preteridos en este último aspecto los derechos de situación, incluido el estado salvaje) componen en las controversias de Indias una totalidad coherente de miembros enlazados.
España no tiene que pedir perdón a nadie por haber sentado las bases del Derecho internacional, civilizado un continente y promovido el postulado de la hermandad moral del género humano. Mucho más apropiado sería darle las gracias.