El procés secesionista rompió Cataluña por la mitad. El proceso sanchista –nombrado “reencuentro”– acaba de romper el Tribunal Constitucional por la mitad: a los cuatro votos particulares hay que sumar la postura del magistrado abstenido por haber sostenido la inconstitucionalidad de la amnistía y la del magistrado recusado por idéntico motivo. Una vez demolido el prestigio de la justicia constitucional, la segunda fase de la legislatura consagrará la mayoría de edad del procés catalán como robusto y desafiante proceso expañol. A estas alturas, ya sabemos que la clave para traducir la parla sanchista al castellano es darle la vuelta y entenderlo del revés: un 2 es un 5, un no –por ejemplo, a la amnistía– es un sí, y un “reencuentro” es, naturalmente, un desencuentro (y de los gordos); usando bien la clave, Pedro Sánchez resulta un paladín de la verdad.
En la España de hoy, constitucionalizar lo anticonstitucional es pan comido. Si atendemos los anuncios de algún asesor áulico en excedencia desde La Vanguardia, lo que viene es una “nueva teoría de España” que, sin duda, culminará el proceso con un “reencuentro total”[1]; traducido: un descalzaperros autodeterminista para que no quede piedra sobre piedra del edificio constitucional erigido en 1978. Se nos sugiere, además, que la ley electoral está a tiro de 176 votos en el Congreso, a disposición por tanto del “bloque de investidura”, es decir, del bloque de ruptura, para eternizar ‘mayorías’ de mucho progreso. Qué menos, si acabamos de ver al TC sancionando que un Congreso convertido en Convención disponga de la Constitución como le venga en gana.
La amnistía es un desafuero que humilla nuestra nacionalidad y calumnia nuestra democracia. Su concesión a los alzados en 2017 fue un acto de agresión contra la Constitución y contra el deseo de vivir al amparo del Derecho. Pues bien, el custodio de la Carta de 1978 acaba de convalidarlo. En la Alemania de Weimar, Kelsen y Schmitt disputaban sobre “quién debía ser el guardián de la Constitución”; en la España de Sánchez, el “guardián” le ha puesto la guinda al pastel cocinado por Puigdemont y Cerdán.
La amnistía –nos asiste el derecho de seguir sosteniéndolo–, nos parece tan anticonstitucional hoy como ayer. Pero no es solo eso. Esta amnistía no es un fruto de la generosidad; es hija de la cobardía y el fraude. No es palabra de perdón, sino capitulación vergonzosa. Porque no la concedió un poder libre de compromisos a una conciencia arrepentida. Fue la satisfacción de un chantaje sin la menor garantía: los chantajistas no se cansan de repetir que volverán a intentarlo. Tampoco pacificará nada. Al revés: los sediciosos han avanzado posiciones para dar el siguiente golpe.
Decir que los delitos no son delitos si se emplean para cambiar un régimen político es una declaración suicida en boca de cualquier gobernante. Si se alega que los delitos cometidos en nombre de un ideal se trasfiguran en acciones heroicas desde que éste conquista la conciencia pública, la responsabilidad no se derivará de la intención, sino del éxito. En ese caso no podría haber delincuentes más que entre los minoritarios, y el Derecho, que se inventó para proteger a los débiles, no ampararía más que a los fuertes. Cicerón percibió ya que, con ese criterio, un criminal no sería sino un desgraciado que se equivocó en el cálculo de probabilidades y resistencias. No acertando a formular una regla general, el gobernante acude al rincón de las excepciones y declara que no son punibles los desmanes realizados dentro de determinadas fechas, aunque hubieran sido antes delitos y sigan siéndolo después. De este modo, la calificación de delincuencia o inocencia depende del calendario.
En este caso, además, quien acabó concediendo la amnistía pedía, antes de que se la exigieran para ser investido, agravar las penas por “rebelión”. Es que Sánchez cuenta no solo con nuestro olvido, sino con nuestra vileza. Porque como amnistiar es olvidar delitos que nunca debieron serlo, se nos invita a que asumamos que quienes rompieron en 2017 la Constitución, el Estatuto y las leyes, hicieron bien y son resistentes; que los jueces y tribunales que persiguieron sus delitos hicieron mal y son prevaricadores. Olvidar el crimen de la sedición es condenar a los ciudadanos que la padecieron; es condenar a los servidores públicos que la neutralizaron; y es condenar también a su primera víctima: el orden constitucional.
La amnistía no solo es un error, no solo es una arbitrariedad; es, sobre todo, una indignidad. Porque quien la concede creyó en ella solo al minuto siguiente de necesitarla en su propio interés. Es como los indultos; fueron inconcebibles hasta que hicieron falta para asegurar una investidura. Es como derogar la sedición y rebajar la malversación; destrozar el Código Penal y desarmar al Estado fue impensable hasta que hizo falta aprobar un Presupuesto. Todo lo que se viene haciendo, lo que se hace y lo que se planea, se consuma siempre cobardemente, a escondidas de los españoles.
Nadie puede disponer de lo que no es suyo y España se pertenece a sí misma. Ningún gobierno, ninguna combinación parlamentaria tiene permiso para absolver delitos, condonar deudas, ni suplantar al poder constituyente. España no tiene pendiente otra transición. En 1977 aprobamos una ley de amnistía para alumbrar una democracia; ahora se convalida otra para tratar de enterrarla. No lo conseguirán.
[1] https://www.lavanguardia.com/politica/20250609/10767288/amnistia-democracia.html