Se cumple hoy el 25 aniversario de la primera mayoría absoluta del Partido Popular. El 12 de marzo del año 2000 certificó que el centroderecha estaba consolidando un cambio que desafiaba muchos lugares comunes. Una opción liberal-conservadora podía ser alternativa ganadora; podía ser preferida por sí misma, no por desencanto o desgaste de la izquierda; podía aspirar a conducir la democracia española empuñando el volante, no resignándose a ser freno ocasional del rumbo que dictara el socialismo.
La mayoría absoluta del año 2000 normalizaba la alternancia arrumbando falsos tópicos. La noche de aquel 12 de marzo, cuando todavía se celebraba la victoria en la calle Génova, Aznar comentó: “Hoy se acabó la guerra civil como argumento político”. Era cierto el diagnóstico, pero, por desgracia, hubo quien empezó a trabajar por hacerlo efímero.
Aquel 12 de marzo los ciudadanos respaldaron cuatro años que han sido saludados luego como un óptimo de nuestra trayectoria democrática. De hecho, pocos meses después una encuesta otorgaba 12 puntos de ventaja al Partido Popular sobre el PSOE en intención de voto; incrementaba la ventaja del PP sobre el bloque de izquierda (PSOE e IU) en 2,2 puntos porcentuales con respecto a marzo; y arrojaba unos índices de satisfacción sobre la situación económica y política del 40% de valoración positiva. Reveladoramente, el porcentaje de votantes del PSOE que calificaba como positiva la situación política era algo superior (21%) al de los que la consideraban negativa (20,8%), con escasísimo rechazo frontal a la política del gobierno. Lo de “España va bien” no era un simple reclamo publicitario.
Hubo un auténtico “efecto 2000” en España. Aquella mayoría absoluta permitió consolidar un proyecto político de reforma y modernización que en ocho años aumentó 10 puntos nuestra convergencia con Europa; hizo crecer el PIB un 64%, duplicando la riqueza total neta de las familias; aumentó en 5 millones las personas ocupadas y en 5,5 millones los cotizantes a la Seguridad Social; incrementó la ocupación femenina en 2,5 millones de mujeres; creó el Fondo de Reserva de la Seguridad Social aumentando la pensión media mensual en un 50%; rebajó el tipo máximo del IRPF del 56% al 45%, aumentando la renta neta familiar en más de un 5%; y, en general, activó procesos modernizadores que en otros países necesitaron décadas para asentarse.
En 1995 la prima de riesgo país se situaba en España en el entorno de los 600 puntos básicos. En 2004, era cero. En 1996 el gasto público ascendía al 47% del PIB. En 2004, había descendido al 40%. Hubo déficit cero en 2001, se mantuvo en 2002 y 2003 se saldó con superávit en las cuentas públicas: el período más largo de estabilidad presupuestaria registrado hasta entonces en nuestra historia. Se había recogido una Seguridad Social quebrada; se entregó, en 2004, con superávit.
Con respecto a Cataluña, poco después del 2000, el CIS dejaba constancia de un sistema autonómico plenamente estabilizado. Los resultados electorales nacionalistas eran limitados y decrecientes. Se registraba entonces una excelente opinión sobre el Estado autonómico, sobre el funcionamiento de las instituciones y sobre los acuerdos políticos que se habían producido desde 1978, y con expresa adhesión al modelo. En los últimos años, la menor intensidad de sentimiento nacionalista catalán excluyente se registró en 1996: un 11%, 1998: un 11,5% y 2002: un 12,1%. En 2006 alcanzó el 17,5%. Con los datos en la mano, se llega a una conclusión que la lógica anticipa: los que fabrican independentistas son los independentistas, sobre todo cuando se les allana el camino para hacerlo.
Las mismas portadas internacionales que ahora hablan de “la democracia en peligro” en España, entonces acuñaron la expresión “milagro español”. Pero no tuvo nada de sobrenatural. Se demostró por la vía de los hechos que España no estaba –ni está– condenada a tasas insoportables de paro, al déficit desbocado, a soportar el chantaje reiterado de minorías insolidarias, a la irrelevancia internacional.
Aquella mayoría del año 2000 no la provocó el odio al adversario; fue una ratificación de confianza. Se propuso a la ambición de la ciudadanía una Nación fuerte, internamente cohesionada, socialmente justa, económicamente próspera e internacionalmente influyente. Y los españoles respondieron avalando ese proyecto en masa.
Algunos, inquietos por la consolidación del centroderecha, empezaron a impugnar los fundamentos de la Transición ya desde entonces, alimentando luego la leyenda de la “arrogancia de Aznar” durante esa etapa. Tomemos prestado de Yolanda Díaz –solo por esta vez– uno de sus latiguillos favoritos: “dato mata relato”: fue entonces cuando se firmó el Pacto Antiterrorista, el Pacto por la Justicia y el Acuerdo de Financiación Autonómica (por unanimidad). Fue entonces cuando el grupo parlamentario del PP en el Congreso, con 183 escaños –62 de ventaja sobre los socialistas– sacó adelante 219 leyes sin necesidad de rodillo parlamentario: sólo dos contaron con el apoyo exclusivo del PP. Se firmaron 18 acuerdos con los agentes sociales, grandes pactos para la financiación sanitaria y local y el Plan Hidrológico Nacional. Es decir, se negociaba en el Parlamento, se promovía con éxito el diálogo –no el monólogo– social y se fomentaban los grandes consensos nacionales en políticas de Estado.
En su discurso de investidura, Aznar no levantó ningún “muro”; al contrario, valoró así una victoria que había sido arrolladora: “Hace veintidós años decidimos construir juntos el futuro. La Constitución articuló jurídicamente un modelo de Estado democrático en el que todos cupiéramos, en el que todos pudiéramos desarrollar proyectos políticos diferentes, sin poner por ello en cuestión los fundamentos de nuestra convivencia. La Constitución es el mejor marco para ordenar en paz y en libertad la convivencia de los españoles. La idea de España que queremos seguir compartiendo con las demás fuerzas políticas es, precisamente, la que expresa la Constitución.”
Por desgracia, también el año 2000 marcó el comienzo de las tentaciones de radicalización en la izquierda. Apremiados por el temor de un cambio de mayoría social y desde una concepción exclusivista del país, que ve en los gobiernos de izquierda la normalidad por defecto, y en los de signo popular una excepción circunstancial, empezaron a oírse discursos instando al PSOE para que abandonase el centro y se entregara a maximalismos de izquierda y a un nacionalismo finalmente radicalizado por inducción.
Desde que los votos del PSC hicieron posible la inesperada victoria de Zapatero en el reñido congreso socialista del año 2000, el PSOE asumió una línea estratégica que supeditaba sus fundamentos ideológicos a la conveniencia electoral. Convencidos de su incapacidad para construir por sí mismos las mayorías necesarias para alcanzar el Gobierno de la Nación, los socialistas han llegado, por esa pendiente, a fiar al acuerdo con las fuerzas separatistas todas sus opciones.
Hoy las consecuencias saltan a la vista. Estos días estamos comprobando que la cesión al recurrente chantaje del secesionismo no tiene límites por parte del Gobierno. Pero hasta aquí no se llega por casualidad, ni a lomos de una evolución espontánea del modelo. Hasta aquí hemos llegado porque algunos han querido. Los problemas del modelo autonómico no son de fábrica, son de práctica.
Desde FAES siempre hemos defendido que la construcción autonómica ha de hacerse en su integridad y no parcialmente, y, además, con rigor político. Esa integridad incluye al Estado mismo. El Estado, la Administración central, no puede ser un simple almacén de competencias que se van trasladando a las unidades territoriales y en el que al final queda un conjunto residual más o menos fortuito. Por el contrario, es una pieza esencial del propio sistema autonómico, la que tiene que asegurar la articulación del conjunto, hacer posible su funcionamiento y también la observancia final de los valores de unidad, de solidaridad y de igualdad que la Constitución ha impuesto como cuadro general del sistema.
El Gobierno que alumbró la mayoría del año 2000 –una verdadera “mayoría social”– sabía bien que las crisis que provoca el nacionalismo no se resuelven con más nacionalismo. No olvidó nunca algo que por experiencia debería haber aprendido todo el mundo después de casi medio siglo de desarrollo autonómico: los que más exigen son los menos dispuestos a comprometer nada. Ese Gobierno tampoco se arrepintió de haber buscado marcos para el entendimiento. Era lo que había que hacer, por patriotismo. Pero ese marco siempre fue y solo podrá ser la Constitución.
Aquella mayoría no la traemos a colación para alimentar ninguna nostalgia. Su evocación puede aportar ideas y actitudes a un proyecto que sin duda debe tener formulación propia, a la luz de la circunstancia actual. Su virtualidad en un día como hoy es recordarnos a todos que la España mejor es una España posible. España puede y debe volver a “ir bien”. De nosotros depende.