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Editorial FAES | El ‘warfare’ de Otegi

Arnaldo Otegi ha celebrado la reciente decisión del Tribunal Constitucional sobre el conocido como ‘caso Bateragune’. Y lo ha hecho disparando una serie de afirmaciones que no pueden pasarse por alto y merecen ser puntualizadas.

En primer lugar, Otegi −está en el ambiente− aprovecha para difamar sentencias del Tribunal Supremo como “muestras de lawfare”. Cogido impulso, por qué no acusar al Estado de “querer evitar que la violencia armada de ETA desapareciera de la ecuación política de este país” y de haber practicado una “persecución política” para poner “fuera de la circulación” al “independentismo vasco” y a él mismo. Y también tiene tiempo para denunciar “las estrategias de ilegalización, los cierres de periódicos, las torturas” como casos de lawfare y “violencia del Estado”.

En una España donde los delincuentes redactan leyes y los nostálgicos del terror reescriben la memoria colectiva, no puede sorprender que un notorio terrorista y secuestrador se apunte al grotesco carnaval del mundo al revés. Pero por encima de todo esto está la dignidad de las víctimas, está la dignidad de la nación y sus instituciones democráticas; y está la verdad de la historia. Por eso, no es que nos sorprendan las palabras de Otegi; nos ofenden. Como tienen que ofender a cualquiera que no haya olvidado y conserve el mínimo resorte moral. No polemizamos con quien solo nos merece desprecio; puntualizamos, ante la opinión pública, infamias proferidas en público.

España, tras décadas de campaña terrorista una vez consolidada la democracia, estrenó milenio padeciendo una ofensiva de ETA singularmente virulenta. El año 2000 la banda materializó 73 atentados y 23 asesinatos. En 2001 asesinó a 15 personas; 2002 y 2003 fueron un punto de inflexión: 5 asesinatos. En 2004 estaba ya operativamente bloqueada, con su brazo político ilegalizado tras la aprobación de la Ley de Partidos Políticos y la Ley para el cumplimiento íntegro de las penas en vigor.

El Gobierno del presidente Aznar −lo tiene a gala− puso en juego todos los recursos del Estado para dejar “fuera de la ecuación” a una organización criminal que buscó el desistimiento de la sociedad española y, en particular, el amedrentamiento de la vasca “siguiendo por los dos caminos” (bietan jarrai): el de las balas y el de los votos; es decir, simplificando a tiros el mapa electoral. Arnaldo Otegi conoce muy bien ese negocio: dirigió el comando parlamentario con muchos trienios acumulados en los otros.

Ningún “proceso”, ningún enjuague entre “hombres de paz” condujo a ETA a su crisis terminal. Eso lo propició una muy concreta política antiterrorista democráticamente consensuada y escrupulosamente ajustada a derecho. Esa política concebía un modelo para el final del terrorismo etarra con un objetivo muy definido: la derrota visible de la banda, la derrota de su capacidad operativa y también la de su estrategia política. Y eso, entonces y ahora, significaba su desarticulación, la clausura de su complejo de apoyo, la frustración de cualquier expectativa de precio político que pretendiera extraer tanto de la violencia como de su cese, la garantía de la acción judicial contra los terroristas y la dignificación de la memoria de las víctimas.

Toda esta doctrina quedó articulada en el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo. Allí se denunciaban los Acuerdos de Estella y se pedía a los nacionalistas su abandono del pacto con ETA-Batasuna para reincorporarse al marco democrático de la lucha contra el terrorismo, en torno a la Constitución y el Estatuto.

Por aquel entonces Otegi no hablaba de lawfare; calificó el Pacto como una “declaración de guerra”. Dicho y hecho, porque lo siguiente fue la amenaza de ETA a los partidos firmantes. Los militantes populares y socialistas que cayeron asesinados entonces testimonian −inolvidablemente− que esa amenaza se rubricó con sangre. Eran los años en que el “independentismo vasco” teorizaba cómo dejar “fuera de la circulación” a concejales de treinta años, y lo ponía por escrito con el muy pacífico rubro de la “socialización del sufrimiento”.

El Gobierno del presidente Aznar no promovió la ilegalización de ideas sino la de estructuras puestas al servicio de una organización terrorista. Nadie ignoraba que el perímetro social y político de ETA iba más allá de sus pistoleros. La Ley de Partidos Políticos tuvo una mayoría holgadísima y conviene también recordar cómo se activaron sus previsiones. El 4 de agosto de 2002 ETA estalló un coche bomba junto al cuartel de la Guardia Civil de Santa Pola. Murió una niña de 6 años y un hombre de 57. Batasuna, consciente de las consecuencias una vez aprobada la ley, no condenó el atentado. El Gobierno, por su parte, no aceptó la perversa lógica que ve en la aplicación de la ley una provocación. Y el Congreso habilitó para proceder a la disolución de Batasuna: de los 334 diputados presentes, 295 votaron a favor.

El respeto de toda aquella arquitectura jurídica a los Derechos Humanos, a la Constitución y a los estándares europeos en la materia quedó más que acreditado; se superaron −con nota− todos los filtros. El Tribunal de Estrasburgo llegó a decir que era motivo de ilegalización no solo compartir una estrategia de violencia terrorista, sino perseguir objetivos políticos incompatibles con un régimen democrático de libertades; lo que situaba el escrutinio de la actuación de la ‘izquierda abertzale’ en el terreno de los fines tanto como en el de los medios y dejaba el mensaje claro de que, tratándose de la garantía de los derechos fundamentales, toda democracia ha de ser una democracia militante. El Tribunal −de eso no habla Otegi− resumió la ilegalización de Batasuna como una “necesidad social imperiosa”.

Aquella política antiterrorista no tuvo continuidad. Vivimos un penoso retroceso desde aquel marco conceptual y político. El marco según el cual la Constitución y el Estatuto no iban a ser objeto de negociación ni por presión del terror ni por su cese, y en el que los agentes políticos del entramado de ETA no podrían ya aprovecharse fraudulentamente de las instituciones. Un marco conceptual de aprecio y confianza en el Estado de derecho y en la capacidad del sistema democrático para prevalecer.

Cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos avaló la Ley de Partidos Políticos y la ilegalización de Batasuna, Otegi y los suyos tuvieron claro que aquella sentencia no solo acababa con el brazo político de ETA; también liquidaba la persistente deslegitimación del sistema constitucional español. Aquel capital cívico y político se dilapidó. Hoy, quienes habían sido estrechados hasta ocupar el sitio que les corresponde: el basurero de la historia, hacen negocio político reconvirtiendo su tenderete en “punto limpio”. Y el mismo personaje que en 2005, al notificársele la petición de prisión incondicional del ministerio público, preguntaba extrañado: “¿esto lo sabe el fiscal general del Estado?”, ahora celebra resoluciones del Tribunal Constitucional y habla de lawfare para referirse a leyes convalidadas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Los responsables de blanquear el entorno político de ETA, los normalizadores del post-terrorismo, los inventores del cuento de la “ETA buena” y la “ETA mala”, han metido a España en un atolladero tan inmoral y peligroso como estúpido e improductivo. Así de claro, así de crudo y así de rotundo.