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Editorial FAES en el veinte aniversario del 11-M

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El vigésimo aniversario del 11-M invita a reflexionar sobre la memoria de las víctimas, el impacto de aquel atentado en la sociedad española y las visiones políticas en torno al combate contra el terrorismo suscitadas a partir de la tristemente amplia experiencia española.

La masacre de marzo de 2004 tensionó al máximo nuestra convivencia democrática. 193 personas murieron brutalmente asesinadas y más de mil quinientas resultaron heridas, algunas de enorme gravedad. Todas ellas deben ocupar un lugar central en cualquier reflexión que aspire a deducir de esa enorme tragedia alguna lección. La primera y más importante, para nosotros, es que las víctimas no deben ser olvidadas.

En el 11-M confluyeron dos factores que hacen de este atentado caso aparte y que contribuyeron a potenciar la toxicidad del clima político que desencadenó. Por un lado, la coexistencia en España de un terrorismo entonces en activo, el de ETA, y otro que tuvo su más salvaje expresión entonces. Por otro lado, el contexto electoral en que tuvo lugar el suceso, circunstancia que indujo efectos perversos en las reacciones políticas: propició una movilización contra el PP, vista por la izquierda como una oportunidad para revertir una derrota probable que los sondeos anticipaban.

Desde la izquierda que en 2004 rodeaba sedes del PP a la que en 2024, asociada con formaciones antisistema, amnistía los golpes de Estado que dan sus socios, media un largo trecho; se ha ido demasiado lejos en la erosión de nuestro sistema político y constitucional. La deslegitimación del PP va de la mano, en el discurso de la izquierda actual, con propuestas de desbordamiento constitucional que en 2004 habitaban cobijadas en la periferia del sistema, en los proyectos de sus enemigos más tenaces, en particular los que ejercían o excusaban la “lucha armada”. 

Un análisis crudamente sincero indica que la irrupción en 2004 del terrorismo yihadista ha contribuido a que la izquierda española, desde entonces, relativice lamentablemente las consecuencias sociales y políticas de medio siglo de campaña terrorista interna, una vez producido el fin de ETA. Ya el etarra Txema Matanzas -responsable del frente carcelario y colocado por Bildu el año pasado en la Junta Electoral de Álava- señaló que la estrategia más efectiva que puso en marcha el Estado contra ellos fue “la del PP del 2000, de puro aniquilamiento político de la disidencia, de la que nos salvamos en su día, recuerdo, por los moros del 11-M”. Matanzas interpretaba que el atentado facilitó el cambio de política antiterrorista que el presidente Zapatero enmarcó en “una agenda progresista contra el terrorismo”, diferenciada respecto de los compromisos adquiridos en el Pacto por las Libertades.

Esa “nueva agenda” acabó facilitando que el PSOE se sienta hoy más cerca de los que han aspirado históricamente a liquidar “el 78” que de su socio constituyente. Porque la filosofía que incorporaba dicha agenda consistía en postular que todo puede negociarse, todo puede cambiar de nombre y todo puede tratarse “políticamente”. En esta forma ‘avanzada’ de entender la democracia el Estado -mejor, el Gobierno- no tiene límites ni obligaciones. Puede, por ejemplo, extender su jurisdicción hacia el pasado, pero desentenderse de sus obligaciones presentes, vindicar a las víctimas del franquismo, pero eludir a las del terrorismo; indultar o amnistiar a conveniencia.

Ante eso, la memoria de las víctimas y la fidelidad a los presupuestos de toda democracia liberal -el primero de ellos: el Estado de derecho- obliga a reafirmarse en los principios que la libertad demanda y que en la España de hoy encuentran su mejor expresión en el texto constitucional.

Las víctimas del terrorismo tienen derecho a pedir justicia porque la ley se lo da, y merecen el respaldo de los que creen que la vigencia del Estado de derecho es imprescindible para asegurar la convivencia pacífica. Tienen derecho, además, porque hacer justicia es una obligación del Estado, no una opción disponible para ningún Gobierno.

La práctica terrorista consiste en la generación deliberada de miedo mediante el ejercicio de una violencia arbitraria. El terrorismo, en última instancia, es una táctica que persigue generar un clima psicológico de amedrentamiento para compensar su carencia de poder político legitimado. Combatirlo, en cualquiera de sus manifestaciones, como la peor lacra, conllevará siempre la defensa incondicional del orden violentamente atacado y la decidida neutralización de su propósito: el desistimiento social, fruto del miedo o del cansancio. Ninguna retirada garantizó jamás inmunidad frente al terror. Jornadas como la de hoy sirven precisamente para esto. Homenajeando a las víctimas del terrorismo estamos recordando, simultáneamente, que no tenemos derecho ni al miedo ni al cansancio.