1978-2024
Acaba de celebrarse el 41º Congreso federal del PSOE. Tal y como anticipamos desde aquí, la autocomplacencia y las invectivas suplantaron cualquier atisbo de reflexión crítica. En lo propositivo, la experimentación socialista –que dice concebir España como “laboratorio” de su próxima “utopía”– se traslada al plano constitucional. “Blindar derechos” es la fórmula empleada para aludir a una intención muy transparente de convertir el marco constitucional en campo abonado para la disputa partidaria. El hecho de conmemorar, poco menos de una semana después, un nuevo aniversario de la Constitución nos da pábulo para trasladar estas consideraciones.
LA CONSTITUCIÓN, MARCO Y LÍMITE
Desde Marx hasta la socialdemocracia más templada, el socialismo siempre ha discutido acerca de lo que debe hacerse cuando el partido tiene en sus manos las riendas del gobierno. Su tendencia cuando es Poder sigue la ley de todos los gases: expandirse y soportar mal cualquier límite que lo contenga. Pero la democracia constitucional tiene, en todo caso, su propia doctrina, y también la última palabra sobre lo que puede o debe hacerse; su propia doctrina sobre los límites del Poder. Límites mucho más rigurosos cuando solo se dispone de una mayoría ocasional y heterogénea.
Las mayorías ocasionales –en democracia, todas lo son–, por razón de su propia accidentalidad, someten a límites rigurosos el ejercicio del poder surgido de ellas. Hoy más que nunca: vivimos tiempos en que, en todo el mundo democrático, los electores manifiestan una inclinación a eliminar gobiernos salientes mucho mayor que la que sienten por escoger positivamente a sus sucesores. De ahí un gran inconveniente: se provoca, antes que un debate sereno o una reflexión saludable, una especie de negativismo electoral exasperado.
Por otro lado, los límites de todo poder mayoritario tienen que ver con su misma legitimidad de ejercicio. En buena teoría democrática hay legitimidad cuando se identifican los órganos del Estado con la voluntad y los intereses del conjunto de la sociedad, del pueblo. Si, como decimos, las mayorías en democracia son siempre circunstanciales, porque el sistema se configura de forma abierta, salvando siempre la posibilidad de una alternativa, eso hace inadmisible que se pueda reconocer a un partido que gana unas elecciones el derecho de alterar sustancialmente el modelo de sociedad de acuerdo con una doctrina que no es compartida por toda la nación. Una mayoría absoluta nunca implica poder absoluto. Intentar cambios radicales invocando mayorías más o menos precarias, nunca podrá ofrecer garantías suficientes para ninguna conciencia auténticamente democrática.
La democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo. Por todo el pueblo. Si se admite que un partido, que solo es una parte, y además una parte partidista del pueblo, asuma la función de gobernar para todos es porque se sobreentiende que lo hace con el consentimiento de la totalidad de la nación dentro de una esfera de compromiso sustancial y porque todosaceptan la alternancia en el ejercicio del gobierno. Eso es lo que significa y expresa la Constitución.
Pero ese proceso abierto solo puede practicarse cuando tiene lugar entre formaciones políticas que coinciden en una serie de presupuestos materiales y formales –lo que Montesquieu llamaba un “espíritu general”– que todos comparten y nadie puede legítimamente forzar o contravenir. Si ese acuerdo no existe, si el gobierno de un partido representa una ruptura respecto de ese “espíritu”, si ejerce el poder sin “tomarse en serio” la Constitución, entonces se provoca una crisis en el conjunto del sistema.
LA CONSTITUCIÓN, NORMA Y DECISIÓN POLÍTICA
La Constitución Española de 1978 es una súper-ley estructurada en 169 artículos, cuatro disposiciones adicionales, nueve transitorias, una derogatoria y otra final. Una larga frase cuyo sujeto es “la Nación española” que “en uso de su soberanía” declara los objetivos, poderes, instituciones y normas fundamentales de un sistema de gobierno.
También es la esencia del régimen político español, una monarquía parlamentaria consolidada como la primera democracia estable en nuestra agitada historia contemporánea. Y algo más, el factor determinante del ethos político de nuestra sociedad. La Constitución puede ser todas estas cosas porque es en esencia un marco, una estructura o forma que ajusta los medios a los fines.
Para tratar de captar sus facetas clave, podemos pensar en la Constitución como si compusiera una estructura tripartita: un marco jurídico, un marco político y un marco de unión. No se trata de descripciones alternativas. Son facetas distintas de lo mismo, pero en cada momento tendemos a darles una prioridad diferente.
Así, en primer lugar, podríamos pensar en la Constitución como marco jurídico: un texto debidamente promulgado que establece un conjunto de normas puestas en práctica por los funcionarios públicos e interpretadas por la justicia constitucional en respuesta a casos y controversias. La Constitución es la Ley suprema, y entendida como ley, es ante todo un conjunto de restricciones o límites estructurados al Poder.
Algunas de esas restricciones se expresan como derechos personales, definiendo espacios protegidos en torno a individuos y comunidades en que otros, o el Gobierno, no pueden entrar. Y otras se expresan como restricciones a la definición de las instituciones de gobierno: una categoría de poderes de gobierno (como “el poder ejecutivo”) se asigna a un cargo, pero luego se configura y define la estructura de ese cargo para canalizar y contener su poder.
Existe un amplio espacio para la acción pública y privada dentro de los límites esbozados por la Constitución. Pero, en términos generales, la Constitución como ley es un instrumento negativo o protector, un escudo más que una espada. Y esto tiene sentido, ya que la magistratura constitucional solo puede ser llamada a actuar cuando se presenta una queja o un caso, cuando alguien puede alegar razonablemente que se ha transgredido un límite.
Esto no quiere decir que la Constitución, incluso como ley, sea puramente procedimental o carezca de propósito sustantivo. Los límites hablan necesariamente de un propósito: están ahí por una razón, y esa razón se halla profundamente arraigada en la comprensión de los fines del gobierno. Establece los límites de lo que el poder político puede hacer. Lo que ocurre dentro de esos límites también es constitucional, aunque no siempre sea ley.
La Constitución como marco político es una noción que remite a “la política” en su sentido más elevado, no como una lucha por el poder, sino como el “vivir juntos” de una comunidad. De este modo, se acerca más a la noción clásica de constitución, que no es tanto el estatuto jurídico del poder político sino, en términos de Aristóteles, “un cierto ordenamiento de los habitantes de la ciudad” y “el modo de vida de un cuerpo de ciudadanos”. En este sentido, la Constitución es el alma de un sistema político, y describe el significado de la ciudadanía.
Bajo esta luz se distinguen con singular realce algunas de las disfunciones de nuestra política en los últimos años. No siempre implican una violación de los límites formales, pero, no obstante, son el resultado de deformaciones constitucionales muy serias: faltas de responsabilidad y degeneraciones de la cultura y la praxis política. Las violaciones de prácticas constitucionales que no son legalmente exigibles entran en esta categoría. Enfrentados a ese tipo de comportamiento, tenemos que preguntarnos no sólo “¿es esto formalmente admisible?”, sino “¿corresponde esto a lo que esperamos de la política?”. Las respuestas estarán ancladas en los ideales que conforman nuestras aspiraciones cívicas y en las experiencias históricas que nos han forjado como nación.
La tensión entre el imperativo de dar poder a las mayorías y la necesidad de proteger a las minorías (lo que podríamos llamar el imperativo democrático y el imperativo liberal) y el intento de combinar ambos, es característico del moderno constitucionalismo. Tanto en el plano conceptual como en el práctico, la tensión entre democracia y liberalismo suele estar mediada en el sistema constitucional por el “republicanismo”.
El “republicanismo” a que nos referimos no tiene nada que ver con la forma de gobierno del Estado. Se identifica a veces con sus implicaciones procedimentales, y especialmente con la democracia representativa frente a la directa. Pero el republicanismo, tanto en su forma clásica como moderna, es algo más. Una ética cívica, no un sistema de gobierno. Su esencia es una idea del ser humano y del ciudadano que hace hincapié en nuestras responsabilidades mutuas y en el bien común. Valora no sólo lo que cada uno quiere, sino lo que es bueno para todos. No sólo aprecia los derechos, sino también las obligaciones.
Ese republicanismo es el manantial constitucional más profundo, pero lo hemos perdido en gran medida. Se ha convertido en algo tan desconocido que a menudo se confunden las consecuencias de su ausencia con síntomas de un exceso de las ideas que debía contrarrestar, y por eso muchos argumentan que nos hemos vuelto demasiado liberales, cuando sería más exacto decir que no somos suficientemente “republicanos”.
Pero la faceta política de la Constitución no es sólo el resultado de un conjunto de ideas y abstracciones. Es también el producto de una historia nacional acumulada. España no es sólo una idea, aunque sea también una idea. España es una nación de hombres y mujeres que viven juntos y comparten un conjunto de experiencias, raíces y afectos que los convierten en conciudadanos. Las batallas ganadas y perdidas, los retos superados, los logros y los fracasos, los triunfos y las tragedias que llenan las crónicas de la historia española llenan también los corazones y las mentes de los españoles. Y nuestro carácter político no puede sino enmarcarse en esa vida vivida en común. Todo esto puede ser más vago y difuso que el enunciado de rígidas doctrinas jurídicas o de áridos anteproyectos legales. Pero no es menos crucial para el significado de nuestra Constitución y para su puesta en práctica, no por los jueces, sino por todos nosotros.
El carácter de nuestra Constitución nos ayuda a ver las ambiciones de los constituyentes. Buscaban un gobierno eficaz pero limitado, democrático pero liberal, receptivo pero reflexivo, representativo de una sociedad vasta y fragmentada pero capaz de centrarse en los retos nacionales y afrontarlos. Abordaron la tarea tratando cada una de estas aparentes contradicciones como una tensión potencialmente creativa, una fuente de vigor y equilibrio.
Este tipo de enfoque tiene sus riesgos, por supuesto. Y tal vez su principal riesgo inherente es el riesgo de desintegración. Por eso la Constitución se diseñó para perseguir estos diversos fines de forma que se evitara explícitamente la desintegración y se buscara una mayor consolidación y unidad. Y de ahí que la Constitución también deba entenderse como la estructura de nuestra solidaridad, que describe lo que nos constituye como pueblo.
LA CONSTITUCIÓN, FACTOR DE INTEGRACIÓN POLÍTICA
Esta idea es inherente a la propia noción de Constitución y al propio término, que describe un todo constituido por partes constituyentes. Y es evidente en las tres primeras palabras con que comienza su Preámbulo: “la Nación española”. La Constitución comienza hablando en nombre de un pueblo unido cuando, de hecho, la integración política de ese pueblo es uno de sus principales objetivos.
A lo largo de las deliberaciones constituyentes, una preocupación flotaba en el aire: el reto que suponían las reivindicaciones nacionalistas y la fragmentación partidista. Había que tener en cuenta ese desafío. Y la Constitución no lo pierde de vista. Fue construida con una aguda conciencia de la pluralidad constitutiva de la nación española. La fórmula autonómica se ofreció como una forma de convivir con nuestra diversidad, con el objetivo de mitigar sus inconvenientes sin albergar la utópica ilusión de eliminarlos.
Los artífices del sistema esperaban que la multiplicidad de la vida española no tuviera que significar que los españoles estuvieran irremediablemente distanciados. No desconocían la diversidad de intereses y opiniones en nuestro país, pero se negaban a creer que eso tuviera que significar que la unidad fuera imposible o que no mereciera la pena perseguirla. Más bien, el sistema que construyeron presupone una idea de unidad que da por sentada esa diversidad y atenúa la potencial desunión mediante la acción común.
Todas las demás facetas de la Constitución contribuyen a esta. A través de las instituciones que construyó, los límites que fijó, las ambiciones que sostuvo y el espíritu de la política que ayudó a instaurar, el sistema pretendía claramente ayudar a forjar un terreno común en la vida española y no sólo ocupar dicho terreno. La Constitución pretende hacer posible la paz social, que no puede darse por sentada en las condiciones modernas de pluralismo social y político.
La paz social puede ofrecer un telón de fondo estable para la vida política. Pero en una sociedad libre, no será precisamente tranquila. No puede alcanzarse mediante la conquista o la rendición, sino solo mediante la acomodación mutua. Es la condición de diferir sin rechazar la legitimidad del otro, de disputar sin estar en guerra. La “concordia sin acuerdo” a que se refería Julián Marías como descripción de toda convivencia democrática.
La idea misma de una Constitución escrita que se distinga de la legislación ordinaria como marco de un régimen tiene su origen en la ambición de establecer un terreno común de este tipo en un sistema político permanentemente agitado. Nuestro sistema puede soportar muchas desavenencias, siempre que compartamos un entendimiento general del carácter y el propósito de la propia Constitución. Por eso, el restablecimiento de ese entendimiento es una condición previa esencial para la recuperación de nuestra cultura cívica. Pero esa cultura, incluso en momentos de relativa unidad, siempre será una cultura polémica.
La quiebra de la cultura política en nuestros días no se debe a que hayamos olvidado cómo ponernos de acuerdo, sino a que hemos olvidado cómo discrepar de forma constructiva. Y esto es lo que nuestra Constitución puede permitirnos hacer mejor. Como marco para la unidad, la Constitución funciona como un medio para hacer que el desacuerdo sea más constructivo. Lo hace, sobre todo, convirtiendo a las facciones enfrentadas de nuestra política en partes (partidos) de un debate sobre cómo proceder juntos.
Entablar ese debate, participar en las luchas intensas y dinámicas que constituyen la vida política, es practicar el constitucionalismo, y a eso están invitados todos los ciudadanos. El trabajo de la justicia constitucional está destinado, sobre todo, a sostener el espacio para esa vida cívica, no a ocuparlo o a sobrepasarlo.
Para tomarnos en serio la Constitución, tenemos que tomarla en su totalidad y ver lo que nos exige como ciudadanos. El constitucionalismo es tarea de todos. También nuestra. Una idea que orienta y orientará el trabajo de esta fundación.