El golpe de Estado perpetrado en Egipto por sus fuerzas armadas ha planteado una serie de cuestiones en relación a la evolución de aquellos Estados que sufrieron el proceso de cambio denominado como “Primavera Árabe” ya marchito.
Doctor en relaciones internacionales por la UAM e investigador postdoctoral de la Universidad Carlos III de Madrid
El golpe de Estado perpetrado en Egipto por sus fuerzas armadas ha planteado una serie de cuestiones en relación a la evolución de aquellos Estados que sufrieron el proceso de cambio denominado como “Primavera Árabe” ya marchito. Si las campañas de aquellos medios defendieron a capa y espada las oportunidades que dichos procesos suponían, la realidad de cada contexto ha ido colocando cada proceso de transición en su sitio. La posición geopolítica egipcia hace que los vaivenes de su proceso de transición tengan implicaciones regionales y no solo domésticas, enmarcado en un contexto de competición por el poder entre diversas potencias regionales como Irán o Arabia Saudita, y globales como Estados Unidos o China. Las divisiones internas egipcias reflejan las del Próximo Oriente en su conjunto.
La subida al poder de Morsi y de la hermandad musulmana deterioró las tradicionalmente cordiales relaciones existentes con Estados Unidos. Si Mubarak había resultado uno de los principales aliados estadounidenses en la región, el presidente Obama llegó a decir de Morsi a los pocos meses de su llegada al poder que “no es un aliado pero tampoco un enemigo”, expresando una evolución clara desde la inicial actitud conciliadora hacia el líder islamista. Ni siquiera la cuantiosa ayuda ofrecida al ejército egipcio sirvió para ejercer una influencia que se ha ido evaporando rápidamente en medio de las acusaciones de la oposición laica de apoyo estadounidense a los islamistas. La influencia estadounidense es declinante y no puede hacer demasiado por alterar los acontecimientos dados los recursos de que dispone en la actualidad.
Las potencias regionales son quienes realizan su juego con más interés y experiencia, apoyando a sus favoritos en el marco del establecimiento de unos equilibrios regionales cambiantes. Su juego es, probablemente y por primera vez en décadas, el realmente importante y la supervivencia de sus diferentes regímenes una de las motivaciones principales de su comportamiento. El gobierno de Siria y ciertas monarquías del Golfo Pérsico son, paradójicamente y pese a estar abiertamente enfrentados a nivel diplomático y en el campo de batalla, los grandes beneficiarios de la caída de Morsi, en tanto que Catar, Turquía y el propio Irán –beneficiado por una política exterior menos sumisa a Estados Unidos–, los más perjudicados. En este entramado y como viene siendo habitual, la Unión Europea, que carece de medios para ejercer su influencia, unidad o voluntad política para utilizarlos, ni está ni se la espera. Las potencias emergentes se limitan a velar por sus intereses sin verse envueltas en ningún tipo de injerencia externa.
La desafortunada y triste –pero no inesperada– conclusión es que, tal y como ha podido observarse, la ingenuidad occidental en la inevitabilidad de un cambio político hacia la democracia –no necesariamente positivo para sus intereses por la llegada al poder de actores hostiles al mismo– se ha diluido nuevamente en el tradicional entramado de divisiones internas, competición por el poder y equilibrios regionales y globales que recurrentemente marcan la realidad más cruda de la política internacional.