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El antimperialismo como lente distorsionada: la izquierda ante Israel y Palestina

En buena parte de la izquierda radical contemporánea, las posturas internacionales se sostienen sobre una visión heredada del marxismo clásico, adaptada a los conflictos del siglo XXI. Este marco ideológico organiza la realidad en términos binarios: opresores contra oprimidos, centro contra periferia, imperialistas contra colonizados. Aunque esta estructura ha sido útil históricamente para denunciar injusticias reales, en muchos casos se convierte en una lente rígida y reduccionista que distorsiona la complejidad de los conflictos actuales.

Uno de los ejemplos más claros de esta distorsión es la forma en que una parte de la izquierda aborda el conflicto entre Israel y Palestina. En esta narrativa, Palestina representa al pueblo oprimido, colonizado, sin Estado ni derechos, mientras que Israel aparece como la encarnación del opresor imperialista, apoyado por Estados Unidos y Europa, con tintes de “colonialismo blanco europeo”. Bajo esta lógica, el conflicto deja de ser un problema geopolítico, histórico y humano complejo, para convertirse en una pieza más del gran relato de la lucha global entre el sur y el norte, entre los pueblos y el imperio.

Esta cosmovisión no es espontánea: bebe directamente de las interpretaciones postmarxistas del mundo, en las que el eje central de análisis (la lucha de clases) se ha trasladado a la lucha entre identidades colectivas: naciones, razas, culturas, religiones. El patrón es el mismo: hay un grupo dominante (culpable por sistema) y un grupo subalterno (víctima estructural). La responsabilidad moral no se mide por los actos, sino por la posición estructural en el sistema. Esto explica por qué, en estos sectores, se justifica o minimiza la violencia si proviene del “oprimido”, incluso si esa violencia se dirige contra civiles inocentes o perpetúa formas reaccionarias de poder.

El problema de esta visión es que aplana las diferencias, borra las intenciones individuales y descontextualiza los conflictos. En el caso de Israel, ignora hechos fundamentales: la diversidad interna del país, la historia milenaria del pueblo judío, el trauma colectivo del Holocausto, el origen del Estado de Israel como refugio tras siglos de persecución, y la existencia de una población crítica israelí que lucha por la paz. Del lado palestino, tampoco se analiza con profundidad la realidad del autoritarismo de Hamás, la instrumentalización de la población civil o las divisiones internas del movimiento nacional palestino.

Además, este tipo de antimperialismo se convierte fácilmente en una ideología de adhesión automática: toda causa que se presenta como “contra el poder” es asumida como justa, sin análisis. Desde movimientos armados insurgentes hasta Estados autoritarios, si son enemigos de EE. UU., todo se agrupa bajo el paraguas de la “resistencia”. Y esto diluye la capacidad crítica de la izquierda, la aleja de principios universales de justicia y la acerca peligrosamente a una forma invertida de maniqueísmo político: el opresor nunca tiene razón, el oprimido siempre la tiene.

En definitiva, esta manera de entender el mundo no sólo es intelectualmente floja, sino que termina por reproducir los mismos errores que critica: juzga colectivos enteros, ignora la responsabilidad individual y sacrifica la verdad compleja en el altar de una narrativa ideológica. Si se quiere construir una izquierda ética y políticamente madura, hace falta dejar atrás estos esquemas y recuperar el análisis concreto, el pensamiento crítico y el respeto por la singularidad de cada conflicto.