Javier Gil Guerrero es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Francisco de Vitoria
Pocas semanas antes de que la República Islámica de Irán conmemore su cuadragésimo primer aniversario, las autoridades del régimen tienen poco que celebrar. Tras el golpe que supuso la eliminación de Soleimani en el aeropuerto de Bagdad el 3 de enero por un dron americano, el régimen iraní respondió el 8 de enero con un ataque con misiles a diversas bases norteamericanas en Irak. El único resultado tangible de la represalia iraní fue el derribo accidental por los propios iraníes de un avión civil en Teherán y la muerte de sus 167 ocupantes. Tras días de engaño y encubrimiento, el régimen finalmente reconoció la autoría del derribo. Las calles iraníes, que días antes se llenaron de gente lamentando la muerte de Soleimani, ahora están repletas de manifestantes indignados por la negligencia y las mentiras del gobierno.
Es cierto que, desde la revolución, Irán ha estado a menudo contra las cuerdas: ocho años de brutal guerra con Irak, aislamiento internacional, atentados y guerrillas, sanciones económicas…, la carrera de obstáculos que ha venido sorteando el régimen es larga. Sin embargo, a la luz de los acontecimientos recientes se puede decir que ahora se hallan más bien arrinconados.
Lo primero que ha ocurrido es un desenmascaramiento, una revelación que pone seriamente en riesgo la estrategia seguida por el régimen en los últimos años. A saber, que Irán es un país extremadamente peligroso y que es mejor no confrontarlo directamente. Desde su fundación, ha habido un entendimiento tácito entre los Estados Unidos e Irán similar al que América tuvo con la Unión Soviética: la respuesta a los ataques llevados a cabo por milicias y grupos terroristas financiados y entrenados por Irán no sería directamente contra Irán. Así, cuando Hezbolá, los hutíes o las diferentes milicias chiitas en Siria o Irak llevaban a cabo ataques contra fuerzas estadounidenses o sectores estratégicos de la región, Washington miraba para otro lado o bien respondía solo con acciones contra esos grupos. Solo si Irán intervenía directamente Estados Unidos respondía directamente (caso excepcional de la Operación Mantis Religiosa en los años 80). La idea subyacente a esta lógica es que Irán, con poco que perder y gran determinación, lanzaría una tormenta de fuego sobre la región si alguna vez era atacado. Para evitar el conflicto mayor, Estados Unidos nunca tomaba represalias directas contra Irán por todas sus acciones malignas llevadas a cabo de forma indirecta en la región.
Trump ha cambiado la ecuación. Tras un año en que Irán ha derribado un dron americano, atacado instalaciones petrolíferas saudíes, secuestrado y saboteado petroleros y animado a sus milicias en Irak a atacar bases americanas, Trump finalmente ha decidido corregir rumbo y responder. El detonante fue la muerte de un contratista americano en Irak a manos de una de las milicias apoyadas por Irán, seguido del intento de asalto a la embajada norteamericana en Bagdad por dicha milicia. La sorpresa es que la respuesta de Trump no se limitó a represalias contra la milicia involucrada sino contra el hombre fuerte de Irán que coordinaba todas estas acciones: Soleimani.
Su muerte fue una auténtica sorpresa para el régimen y un desbaratamiento claro del statu quo imperante en las últimas décadas. Statu quo favorable a Teherán que, bien por cobardía o exceso de celo en Washington, había permitido a Irán llevar a cabo todo tipo de atropellos en la región sin sufrir consecuencias.
Trump se quitó los guantes y puso a los ayatolás ante un dilema serio: su estrategia siempre había estado sustentada en un gran farol. Trump ha visto el farol iraní y ha dejado al régimen en evidencia. Si no desataban el apocalipsis que siempre habían prometido desencadenar ante una acción de este tipo quedarían seriamente tocados. Ni dentro ni fuera de Irán volvería la gente a tomarse al régimen tan en serio. Dejaría al descubierto la debilidad e impotencia de un régimen que ha visto cómo las protestas han aumentado exponencialmente en los últimos tres años. Pero, por otro lado, responder a sangre y fuego con un presidente como Trump en la Casa Blanca sería invitar a la destrucción del régimen.
Tras varios días de discursos amenazantes y enfervorecidos sobre ríos de sangre, destrucción planetaria y miles de ataúdes, la respuesta finalmente se desveló el 8 de enero en la forma mencionada en el primer párrafo de este artículo. Más que salvar la cara, el régimen dejó al descubierto su ineptitud y cobardía. Dejó claro que, pese a la retórica, no estaba dispuesto a un enfrentamiento con Estados Unidos. Y sobre todo dejó claro que era incapaz de gestionar adecuadamente un ataque de represalia. Las promesas de venganza solo han traído la muerte de 138 iraníes (56 en una estampida en el funeral de Soleimani y 82 a bordo del avión derribado) y ningún estadounidense.
Con la muerte de Soleimani, Trump ha recordado al mundo la verdadera dimensión de la amenaza iraní: no dejan de ser un país pequeño, inestable y subdesarrollado que tiene mucho que perder en un enfrentamiento con Estados Unidos. Se trata de algo obvio, pero que muchos expertos en política exterior parecían haber olvidado. El ayatolá está desnudo. Y a tenor de las protestas, parece que sus conciudadanos han tomado nota de ello.