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El banquete de las consecuencias

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Menú para la XV Legislatura

Está bien que el PSOE haya celebrado el arranque de la XV Legislatura con un “mitin-fiesta” en Madrid y reunido en él a los presidentes Sánchez y Zapatero. Los medios de comunicación trasladaban días antes que Ferraz había ordenado a las federaciones provinciales fletar autobuses con desayuno, almuerzo y cena gratis para “apoyar a Pedro”. Bien está, porque la convocatoria, el cartel de figuras y la gratuidad de mantenimientos nos recuerdan que los socialistas tienen preparado a los demás otro menú; solo que este nos lo van a cobrar bien caro. Robert Louis Stevenson –tan delicioso fabulador como agudo moralista–, evocando sus paseos por un cementerio de Edimburgo, escribió que todos acabamos sentándonos, antes o después, a “un banquete de consecuencias”.

Tras las elecciones de julio, la petrificación de la mayoría ‘Frankenstein’ en “bloque destituyente” es un hecho. La legislatura que empieza no será mera prolongación de la anterior. Tampoco los pactos de investidura son corolario de una alianza fraguada hace cinco años. Sánchez materializa un diseño pergeñado mucho antes; la pendiente por la que ahora nos despeñamos estamos bajándola desde hace dos décadas. Ya no se pueden defender –ni soportar– cosas que entonces parecían inocuas. Nadie debería “alzar tronos a las premisas y cadalsos a las consecuencias”. Y las premisas comenzaron a sentarse cuando nuestra izquierda “sistémica”, sin necesidad de contaminación populista, empezó a leer la Transición como un resultado de su propia debilidad; a sentir la dinámica alternante como amenaza intolerable; y a remitirse a la Segunda República como antecedente legitimador de la democracia recuperada, queriendo ganar retrospectivamente, si no la guerra civil, al menos el debate ruptura/reforma; en suma, queriendo rectificar la Transición y desandar la historia.

También aquí el PSOE hacía “de la necesidad virtud” porque, de paso, estaba operando un cálculo: atrapar todo lo que quedaba a su izquierda y asegurar un consorcio electoral con los nacionalistas. Esa aritmética garantizaba la eterna victoria sobre una derecha caricaturizada ad nauseam (ayer “dóberman”, hoy “reaccionaria”) y condenada a –en el mejor de los casos– perder ganando. El precio podía discernirse ya entonces: erosión del fundamento legitimador del sistema e impugnación de la realidad nacional de España. Pero el pago aplazado camuflaba las contrapartidas y la denuncia del tinglado era fácil desacreditarla presentándola como ansiedad catastrofista (un coro de risas estruendosas rebotaba siempre como eco de cualquier “España se rompe” musitado en voz baja).

Recuerdo que alguien, contestando aquello de Keynes de que “en el largo plazo, todos muertos”, apuntó que “el largo plazo ya está aquí y el muerto es Keynes”. Puede decirse lo mismo de nuestra situación constitucional. Los pactos de investidura –y singularmente la amnistía– ponen en trance de mutación fraudulenta a la Carta de 1978. Y nótese que los principales firmantes de esos pactos no son partidos advenedizos: es el PSOE, que ha gobernado el “régimen” durante 26 de sus 45 años de existencia; son los nacionalistas vascos y catalanes que, en sus respectivas comunidades, han gobernado siempre (directamente, o por persona interpuesta: López, Maragall, Montilla).

La evidencia clínica consiente, para nuestro sistema político, un diagnóstico de enfermedad degenerativa más que de infección exógena. Y eso es grave, porque, deformado por el extremo estribor, tal diagnóstico alienta el exceso revisionista simétrico: “el 78 era esto”, en un ondear de banderas con el escudo constitucional recortado.

Sopa revisionista: decretar la memoria para legislar el olvido

Hay mucho de malabarismo en el manoseo socialista de la memoria y el olvido (“amnistía” es olvido en griego). La arquitectura legal para el cambio de régimen comienza a levantarse en 2007. La ley de memoria histórica es la primera piedra del “muro” al que Sánchez se refería en su discurso de investidura. Se trataba, desde el primer momento, de construir una memoria oficial que fuese, en realidad, un falso recuerdo.

El PSOE optó entonces por reabrir el pasado.Nuestra democracia, comenzó a decir, debe estar asentada y legitimada en el antifranquismo. El antifascismo sería el referente histórico de la democracia actual, la memoria que debería cultivarse en la escuela, pues del antifascismo habría nacido la democracia liberal en que vivimos. Una radical falsificación de nuestra historia. En el caso español no puede afirmarse, sin mentir, que la democracia actual enlaza con 1936. Porque todo demócrata era y es antifascista. Pero la lógica no funciona al revés: no todo antifascista era y es demócrata.

En las distintas iniciativas que la izquierda viene promoviendo desde 2007, se apela a los procedimientos de la “justicia transicional” usando conceptos creados por la doctrina de Naciones Unidas y referidos a conflictos violentos, porque se pretende suprimir los fundamentos de la convivencia asentados en 1978 y plantear una nueva transición.

Esta segunda transición se articularía, otra vez, con una ley de amnistía. La del 77 fue fruto de la reconciliación nacional y vino a cancelar la Guerra Civil postergando el fundamento del régimen anterior: una victoria militar sobre españoles. Se abría la puerta a la democracia constitucional. La de ahora es fruto de todo lo contrario y viene a cancelar lo que la amnistía del 77 y la Constitución del 78 fundaron. Porque, más allá de consideraciones técnico-jurídicas, esta amnistía se adopta estando España constituida como Estado de derecho y consolidada como democracia. Por tanto, esta amnistía, en términos políticos, deroga aquella. ¿Daremos igual valor a una y a otra por el simple hecho de llamarse igual? ¿Sirve al mismo uso un gozne cuando abre una puerta que cuando la cierra?

La Constitución de 1931 sí contemplaba, por cierto, el supuesto de la amnistía: en su artículo 102. Comentándolo, Nicolás Pérez Serrano escribió: “la amnistía, que borra incluso el delito y se aplica preferentemente a los de orden político, solo por una ley puede concederse, ya que supone la derogación virtual de la ley misma”. La amnistía de 1977 derogaba la ley franquista; la de ahora, la ley constitucional. Una vez promulgada la Constitución, quienes amnistían la intentona golpista de 2017 calumnian a la democracia española y la condenan como si fuera una impostura. Lo hacen porque está en marcha una operación de vaciamiento constitucional, involucionista y regresiva. Un proceso en que se intercambia poder por nación constitucional.

Menestra plurinacional: comprar la investidura para privatizar el Gobierno

Se ha dicho que la exposición de motivos de la Proposición de Ley de amnistía es una larguísima excusatio non petita. La venda puesta antes de una herida autoinfligida. Porque todo el mundo sabe, sin mayor necesidad de hermenéutica, dónde buscar la “voluntad del legislador” para alcanzar la interpretación auténtica del texto. Todo el mundo sabe que esa voluntad no se hallará en sede parlamentaria, sino en la comunicación pública del secretario general del PSOE a su Comité Federal: “hemos hecho de la necesidad virtud”. Resulta admirable: Sánchez miente hasta cuando se confiesa. Porque su frase revela alevosía, pero no verdad: ninguna necesidad obligaba a la infamia; ninguna infamia es virtuosa.

También se ha venido insistiendo estos días en la incoherencia, las mentiras flagrantes, las asunciones cínicas para “cabalgar contradicciones”, como en un rodeo de búfalos eufóricos. Aun así, el Gobierno espera otro éxito de su táctica favorita: el bombardeo en alfombra con trolas estupefacientes. Tiene motivos para descontar la saturación ciudadana a la hora de ponerse al día en materia de filfas made in Moncloa y “cambios de opinión” del presidente. Baudelaire prologaba sus Flores del Mal escribiendo aquello de “soy la herida y el puñal”; Sánchez podría comenzar la segunda parte de su Manual de resistencia diciéndote, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère: “soy el trilero y la bolita”.

Lo cierto es que la investidura ha respondido a un esquema clarísimo de transacción mercantil: Sánchez ha comprado el Gobierno vendiendo la Nación a cambio. Es una compra-venta en la que una de las partes prorroga su alquiler y la otra se hace dueña del inmueble para demolerlo. Ni siquiera como negocio parece redondo.

Y, sin embargo, el sanchismo no carece de cierta coherencia en su inquebrantable lealtad al embuste. No hay muletilla más repetida en su propaganda que la de “defender lo público”. Y no hay práctica más tenazmente sostenida en su ejecutoria que la de promocionar el particularismo; todo tipo de particularismo: territorial, étnico, sexual. El minado de la cohesión nacional no es solo, para el sanchismo, una táctica –divide y vencerás–, es también una dogmática. La nueva izquierda predica la buena nueva (identidad, interseccionalidad y diversidad) y el PSOE oficia como acólito y brazo secular convirtiendo la fe en rito y ley.

Antes, las ideologías políticas proveían recetas que respondían todas las preguntas importantes, pero hace décadas adquirimos conciencia de la precariedad de esos grandes esquemas. Después se terminó imponiendo un pragmatismo de prueba y error alérgico a lo altisonante. Fatalmente, se generó un déficit de sentido. Los grandes retos colectivos exigen unidad de propósito y visión para poder ser enfrentados. Sin embargo, difuntas las ideologías de izquierda clásica y oxidado su arsenal militante, lo que se abrió camino en su ámbito fue la fragmentación identitaria. Del “agrupémonos todos en la lucha final” al ensimismamiento que supone, para cada uno, ser militante de su diferencia. La izquierda se entregó a una política parasitaria que demanda incansablemente reconocimiento y recursos a un orden social convertido en “huésped”. Imposible discernir ahí un mínimo atisbo de bien común, ni siquiera en su versión secularizada como interés general. Más bien es el desate de intereses estrechos promovidos desde el activismo permanente. La esfera pública acaba convertida en una suerte de torneo victimista en el que gana quien consigue mayor atención para sus llagas. En ese carnaval impúdico las víctimas auténticas tienen pocas opciones, su propia condición les quita visibilidad; al final, se las condena a ser testigos mudos del éxito de otros colectivos más rutilantes dedicados a rentabilizar virtudes blandas.

¿Lo “público”? Concebido materialmente como botín, suscitará competencia por su apropiación, pero nunca lealtad. Así se pone en marcha la decadencia del orden compartido: subsistirá lo que dure la rifa. Mientras, las lógicas autorreferentes de los varios activismos identitarios irán comprometiendo la supervivencia del organismo huésped, el orden social. Conclusión: los activistas de lo propio son incapaces de pensar en términos públicos. Su única pregunta y preocupación es qué tajada toca a cada grupo identitario. Si de verdad concibiesen una propuesta constitucional consistiría más en un despojo mutuo que en un orden alternativo con expectativas de funcionar.

La crisis política que vivimos también se manifiesta así. El bloque destituyente es una precaria asociación de activismos identitarios. Sin visión nacional ni tampoco de Estado, al que conciben como una suerte de vaca lechera. La “plurinacionalidad” que invocan responde a una necesidad de alimentar clientelas victimistas, sin mayor horizonte. Lo peor es que el gremio de ordeñadores de la vaca se ha hecho dueño nominal del rumiante, sin la menor idea de qué hacer con él antes de descuartizarlo.

Flan al Currin[1]: definir “conflictos” para fomentar “procesos”

El mitin-fiesta de los socialistas tenía que acabar en exaltación de sentimientos pacifistas. Es casi un acontecimiento planetario reunir a los impulsores de sendos “procesos de paz”, en Euskadi y Palestina; resultaba por tanto predecible el tono inflamado de los discursos. Guerra a los enemigos de la paz y todo eso. Por cierto, el año que viene seguiremos midiendo las consecuencias de la “resolución” del “conflicto vasco” en términos prosaicamente electorales. Lo de Palestina no lo veo tan maduro.

No falla. Es producirse una salvajada terrorista y al minuto aparece algún oportunista sin escrúpulos diagnosticando la existencia de un “conflicto” para recetar un “proceso de paz” que ayude a su “resolución”. Y no es que el PSOE haya inventado la teoría de la resolución de conflictos. Los procesos de paz proliferan lujuriosamente, junto con la violencia que les dio origen. Uno a veces piensa que son fenómenos concomitantes. Se dan por todo el mundo y no se limitan a los conflictos internacionales: en California, en los años 90, la Asamblea Legislativa llegó a proponer un proyecto de ley autorizando un Grupo de Trabajo sobre el Proceso de Paz para supervisar las treguas en los enfrentamientos entre bandas callejeras. En todas partes lo mismo: muchos “procesos de paz” y muy poca paz.

En el origen del fenómeno se descubre una realidad muy pedestre: una teoría alumbrada por las ciencias sociales y promovida entre políticos que disciernen en ella una opción atractiva y fácil. La “resolución de conflictos” es un artefacto de psicología social que recluta miles de “expertos” encantados de vender sus servicios a fundaciones, agencias gubernamentales o países con problemas. La idea del “proceso de paz” como alternativa deseable al “conflicto” resulta muy tentadora para los entusiastas del enfoque terapéutico de todos los problemas de la vida. Y para politiquillos que la entienden como una forma de quedar bien sin hacer realmente nada. En el peor de los casos, funge de coartada legitimadora para redimir campañas terroristas y obtener contrapartidas políticas a la conclusión de la “paz”; siempre tras relativizar legalidad y delito, situándolos en el mismo plano: el plano de una o varias “mesas”, aquí o en Ginebra, por poner un ejemplo.

La teoría parte de un axioma irenista: la armonía entre los seres humanos es más natural que el conflicto (por eso le vienen bien curas renegados –irlandeses o no– que descrean del pecado original). Si las partes dialogan, la “desconfianza” –sigue diciendo la teoría– disminuirá y aumentará la comprensión mutua hasta pacificar el conflicto.

En el País Vasco hizo fortuna una versión montañera de los llamados “principios Mitchell”, variante de la misma doctrina: cada parte aborda la resolución del conflicto como quien ataca una cumbre, pero por vertientes separadas; salvo que seas Eguiguren, no hace falta verse hasta llegar al final. La cosa es que cada uno vaya “dando pasos”. Por ejemplo: el Gobierno facilita la derogación de la ‘doctrina Parot’ y la izquierda abertzale aplaude; el Gobierno encubre un chivatazo a ETA sobre el dinero de la extorsión y Batasuna se ríe; el Gobierno, gracias a su control del TC, legaliza Bildu y Sortu y la izquierda abertzale queda blanqueada e hiperlegitimada como promotora de la paz, etc.; lo dicho, cada uno va “dando pasos”. Y al hacer cumbre… ya sabemos lo que se ve.

En la mayoría de los casos “proceso de paz” es un eufemismo que disfraza una actitud política bien conocida: el apaciguamiento. Un subterfugio por el que una de las partes hace concesiones y la otra, simplemente, exige más. El proceso de paz impulsado por Zapatero como envoltorio de su negociación política con ETA tuvo costes que todavía seguimos pagando. El ya aludido de normalizar un partido posterrorista con vocación hegemónica en el País Vasco, sin mediar rectificación de su complicidad histórica, no es el menos oneroso.

Proceso vasco, proceso catalán, proceso palestino… La actuación de Sánchez en su reciente viaje a Oriente Medio es otro paso en el desprestigio internacional al que los últimos gabinetes socialistas están condenando a España. Mientras el Gobierno levanta un muro contra la mitad del país, recibe la felicitación calurosa de terroristas en activo fuera y terroristas en excedencia dentro.

Ese muro tiene ya demasiado espesor, demasiada altura; cuando se remate quedará definitivamente agotada la vis aedificatoria del Gobierno. Empezará entonces la fase demoledora de la legislatura, para transformar la Constitución vigente en yacente. Y ya no se levantarán más muros, porque habrá sonado la señal para derribar los tabiques del edificio y cambiar de casa. Se habrá deducido la última consecuencia del banquete que se viene cocinando.

El banquete de las consecuencias se condimenta para hartarnos. Por eso llega la hora de que quienes no traguen pidan la hoja de reclamaciones y empiecen a redactar minutas más saludables. Esta fundación, que también sabe cocinar, tiene las suyas. Me gustaría concluir enlazando de nuevo la que creo más dietética: https://fundacionfaes.org/constitucionalismo-militante/


[1] Receta de Brian Currin, MasterChef de la alta resolución de conflictos.


Vicente de la Quintana Díez es abogado y escritor