La historia demuestra con una tozuda insistencia que los aventureros, totalitarios y racistas que protagonizaron sus páginas más negras siempre se beneficiaron de la temeraria despreocupación de los que, al final, resultaron ser sus víctimas. Gentes mediocres, oscuras y resentidas –que, sin embargo, siempre dijeron y escribieron lo que pensaban de la sociedad que querían destruir– encontraron su mejor aliado en la sordera voluntaria de los que se creían inmunes a sus planes. Los que se creían inmunes decían que aquellos alegatos solo eran para consumo interno de grupos asociales insignificantes, o que “aquí eso no puede pasar”, o se tranquilizaban apuntando a lo minoritario de las teorías sobre la supremacía racial o la destrucción del Estado y la capacidad del sistema para absorberlos y neutralizarlos. Cuando llegó lo peor, se dieron cuenta de que todo lo que había pasado estaba escrito, dicho y anunciado muchos años antes y fue entonces cuando surgió la pregunta fatídica: “¿Cómo hemos llegado a esto?”. La respuesta en su mayor parte es vergonzosamente sencilla. Se llegó por descuido, por despreocupación, por un temerario narcisismo de aquellos a los que se les suponía una responsabilidad especial en el liderazgo social. Se llegó por ausencia de compromiso cívico, por el silencio acobardado, por una deliberada ceguera cuanto más inequívocos eran los signos que anunciaban el drama.
La España democrática, salida de un proceso ejemplar de reconciliación y acuerdo, se enfrenta hoy a un grave intento de destrucción. Una combinación de fuerzas que une a la extrema izquierda populista, a los independentistas y a los legatarios de ETA que han encontrado en la deriva del Partido Socialista desde la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero, el terreno abonado para avanzar en su siniestro proyecto de polarización política y ruptura territorial. Han conseguido que el Partido Socialista asuma la impugnación de la Transición y del acuerdo constitucional surgido de aquella como el cemento que mantendrá unida una mayoría de gobierno con sus socios actuales. En este proyecto, la oposición quedará relegada a la periferia del sistema, lo que garantizará a la izquierda y al nacionalismo la ocupación indefinida del poder, una vez que la sociedad civil y las demás instituciones del Estado asuman que sus opciones se reducen al sometimiento o la destrucción.
Desde el Gobierno que preside Pedro Sánchez la Justicia es objeto de un ataque sistemático y continuado. La sociedad civil simplemente no existe, salvo para impulsar el activismo de asociaciones y grupos radicales. La abrumadora propaganda oficial llena el espacio público y comunicativo de intentos de construcción de una realidad paralela y fabricada, esa en la que decían que salíamos más fuertes o que atribuye a Sánchez un inexistente liderazgo en la Europa que más bien contempla a España como el nuevo enfermo continental. Un proyecto de ley autodenominado de “memoria democrática” pretende consolidar un relato guerracivilista en el que lo que menos importa es el derecho de cada español a recuperar los restos de los que fueron víctimas del fratricidio. En un país conmocionado por la pandemia, el vicepresidente segundo sitúa como objetivo prioritario de su partido el derrocamiento de la Monarquía. Claro que el ministro de Universidades llegó al Gobierno después de escribir que Podemos significaba la esperanza de “transformación revolucionaria del Estado”, y otro ministro, el de Consumo, presume de comunista y dedica su literatura inconsistente y sectaria a despedazar a quienes en el comunismo español fueron coautores de la Transición.
Un partido que desciende en línea recta de ETA, que alienta los recibimientos de asesinos como si fueran héroes del pueblo y es el principal agente de la legitimación del terrorismo, es cortejado por las mas altas instancias del Gobierno sin que haya condenado los asesinatos y la devastación social y moral causada por sus amos y pistoleros, tampoco los de aquellos en que militantes socialistas fueron víctimas.
El obsceno blanqueamiento cuenta incluso con su correspondiente “relato” y así la líder del socialismo vasco no solo desdeña las objeciones morales a estos tratos, sino que, en un giro entre surrealista y estupefaciente, elogia “la implicación de Bildu en la gobernabilidad del Estado”. El golpe de los independentistas catalanes va camino de la impunidad mediante indultos y reformas legales que fuerzan el espíritu –y, probablemente la letra– de un Estado de derecho, cuando además se hacen en nombre de una reconciliación en la que los sediciosos dejan claro todos los días que no participan, sino que insisten en que lo volverán a hacer.
El ataque recibido por el Rey desde el Gobierno es la expresión más agresiva de esta pendiente por la que se desliza la dirección política del país y de hasta qué punto el Partido Socialista se ha contagiado de las pulsiones antisistema de sus socios. Y esto es así de un modo tal que, cuando se producen estos episodios que deberían llevar a una reacción del presidente del Gobierno para poner fin a semejantes enormidades, se comprueba que unos y otros, sentados en la mesa del Consejo de Ministros, son cada día más indistinguibles. Si el veto a la presencia del Rey en la entrega de despachos a los nuevos jueces en Barcelona resultó una decisión humillante y arbitraria, los ataques de un ministro –de la Corona, quién lo diría– revisten el carácter de traición.
Tal vez lo único positivo de todo esto es que ya no se juega con cartas ocultas; están todas sobre la mesa. Las intenciones están claras, se han explicado y se han anunciado. Ni la legalidad constitucional ni los frenos institucionales que garantizan la continuidad de un sistema democrático importan a quienes quieren destruirlo en nombre de la suprema legitimidad del pueblo –o “la gente”– cuya representación ellos se arrogan.
Por lo menos que nadie se llame a engaño, salvo que quiera desempeñar el triste papel de los que pudiendo escuchar, no escuchan, el de los apaciguadores profesionales o el de los que creen que la política es un empeño misionero para redimir al presidente del Gobierno de la querencia hacia los socios que ha elegido. Está todo dicho y escrito. El socialismo actual está promoviendo las condiciones para que prosperen estos aventureros, que no quieren ser adversarios en una confrontación política –el logro esencial de la Constitución– sino enemigos en una aventura destructiva del Estado y la Nación.
Nos gustaría pensar que hay “otro” Partido Socialista, de la misma forma que mientras el PNV pactaba con ETA la persecución social de los vascos no nacionalistas o ponía en marcha su plan soberanista, también se decía que había “otro” PNV más moderado que nunca apareció hasta que fue derrotado y desalojado del Gobierno vasco; o igual que se decía de ese catalanismo de “seny” y pragmatismo que, sin embargo, entró en la puja independentista con las consecuencias que todos hemos visto.
Lamentablemente, el Partido Socialista es el que es y su proyecto está igual de claro que el de sus socios. Si hay otro PSOE, debería manifestarse. En democracia no hay mayorías silenciosas: o las mayorías se articulan y se expresan, o son derrotadas por las minorías activistas y agresivas. Más allá de los habituales nombres de prominentes socialistas que se suelen citar como placebo para intentar convencerse de que el PSOE no es realmente el que es, el socialismo tiene ante sí una alternativa en la que debe elegir. Tiene que decidir si gritar “Viva el Rey” es una expresión reprobable o una afirmación constitucional e incluyente; al igual que tiene que decidir si un joven político socialista vasco que reclama a sus mayores no blanquear a Bildu por supuestas necesidades aritméticas del Gobierno, es una esperanza que hay que alimentar o una voz incómoda que hay que silenciar.