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El euro cumple 20 años

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Román Escolano Olivares es técnico comercial y economista del Estado. Exministro de Economía.

Con sus limitaciones, el euro ha cumplido bien su papel. Ahora, ante un escenario económico más incierto, es imprescindible culminar los elementos que faltan en su arquitectura financiera y bancaria. Esta tiene que ser la prioridad absoluta.

Veinte años, como bien dice el tango, no es nada. Aunque ya exista una generación entera de jóvenes europeos sin ningún recuerdo de las antiguas monedas nacionales, el euro todavía es un recién llegado. Hace ahora dos décadas, el 1 de enero de 1999 –se tardaría aún tres años en utilizar billetes y monedas de euro en la vida diaria–, culminó la llamada ‘tercera fase’ de la Unión Económica y Monetaria (UEM), acordada en Maastricht, y comenzó la era actual de integración monetaria europea.

Es un tiempo corto en perspectiva histórica, pero suficiente para permitir hacer un primer balance del tiempo transcurrido. Volvamos la mirada a 1991. El diseño monetario acordado en Maastricht respondía ante todo a las preocupaciones propias de aquellos años, inmediatamente posteriores al derrumbe del Muro de Berlín. En primer lugar, la lucha contra la inflación: desde la crisis inflacionista de los años 70, asegurar una estabilidad de precios –con una moneda tan sólida al menos como las mejores monedas nacionales– fue un objetivo irrenunciable, en particular en Alemania. Esta prioridad dejó sus huellas en elementos diferenciales de la UEM como son: el extraordinario grado de independencia del Banco Central Europeo, la estricta definición de su mandato, o incluso aspectos técnicos de la política monetaria heredados directamente de la operativa del Bundesbank.

Por otro lado, la inercia arrastrada del antiguo Sistema Monetario Europeo (SME). La arquitectura acordada en Maastricht, conviene recordarlo, no era incompatible con una continuación del esquema esencial del SME: una moneda única reservada a un “núcleo” central de cinco o seis países (esencialmente, la antigua ‘Área Marco’ más Francia), pudiéndose mantener durante un tiempo indeterminado un sistema de varias velocidades para el resto de Estados Miembros.

La consecuencia de todo esto es que el euro nació con una pata monetaria muy bien desarrollada (en torno a un Banco Central fuerte y con un compromiso antiinflacionista muy explícito), pero sin contar con otros elementos básicos para la estabilidad financiera como la supervisión o los mecanismos comunes de reestructuración bancaria; en definitiva, una arquitectura más próxima a un sistema de tipos de cambio fijos que a una verdadera Unión Monetaria. Como la Eurozona nació –en buena medida por la dinámica creada por el rigor presupuestario de la España de Aznar– más amplia y diversa (con doce miembros), estos defectos de diseño terminarían pasando factura en el futuro.

Con todo, la primera década del euro se desarrolló de una forma relativamente plácida, con la notable excepción de la crisis del Pacto de Estabilidad protagonizada por Alemania y Francia en 2003, que supuso un golpe serio a la credibilidad del sistema europeo de reglas fiscales, aunque su trascendencia no se calibraría del todo hasta la posterior llegada de la ‘Gran Crisis Financiera’ en 2008.

La segunda década fue mucho más compleja. El estallido de la crisis internacional puso en evidencia los defectos originales de la UEM. Una crisis presupuestaria y la reestructuración posterior de la deuda en un país pequeño (con apenas un 2% del PIB total de la Eurozona) fue suficiente para desencadenar una serie de ‘círculos viciosos’ nacionales entre riesgo bancario y riesgo soberano, que llevaron a la fragmentación de los mercados de capitales, al cierre súbito del acceso a la financiación en varios Estados Miembros y a la aparición del riesgo de ‘redenominación’ o, en otras palabras, de ruptura del euro.

La respuesta política, a partir del Consejo del Euro del 29 de junio de 2012, fue, al típico modo europeo, tardía y, en muchos casos, alicorta. Pero el euro ha salido vivo de su primera gran crisis, y los líderes políticos europeos han mantenido durante todo el periodo un notable compromiso político con la moneda única. Desde esa fecha se han puesto en marcha elementos institucionales que anteriormente parecían inasumibles. No está de más recordar que en el momento del discurso de Draghi en Londres (julio de 2012) ni el MEDE, ni el Mecanismo Único de Supervisión, ni la Junta Única de Resolución existían, y la expresión ‘Unión Bancaria’ ni siquiera se utilizaba.

Ahora el euro entra en su tercera década y, a pesar de todo lo trascurrido, creo que lo hace desde un cauteloso optimismo. En este aniversario abundan los análisis críticos o escépticos, pero no nos deben extrañar: nos han acompañado desde los comienzos, particularmente entre los economistas. Ya en su día Milton Friedman dijo que el euro era una construcción llamada a fragmentarse y a desaparecer; Martin Feldstein llegó incluso a afirmar que las tensiones derivadas del euro podrían conducir a Europa a una nueva guerra.

La realidad hoy es que el euro, según los datos del Eurobarómetro, es considerado de forma positiva por el 74% de los europeos, el mayor nivel de satisfacción desde su creación. La moneda única ha proporcionado a la economía europea resultados económicos más que razonables. El nivel de inflación de la Eurozona en estos veinte años ha sido inferior al del la República Federal Alemana en sus dos décadas anteriores, y el BCE ha sido capaz de cumplir de forma regular con su mandato de estabilidad de precios. Por otra parte, y a pesar de la lentitud europea en la salida de la crisis, el crecimiento per cápita del PIB ha sido similar en Estados Unidos y en la Eurozona durante este mismo periodo.

Pero es evidente que la estabilidad monetaria que ha proporcionado el euro no es en sí misma una garantía de éxito económico, ni puede ser una alternativa a las reformas. Compartiendo una misma moneda y un mismo “viento de cola”, la evolución ha sido mucho mejor en aquellos países que han reformado sus economías (como Alemania, Irlanda o España), que en aquellos que han mostrado parálisis reformista, como Italia o Francia. Estabilidad y reformas sigue siendo la mejor receta económica de la que disponemos.

Veinte años, en efecto, no es nada. El euro sigue siendo una moneda joven. Los Estados Unidos tardaron mucho más de dos décadas en poner en marcha su propia integración monetaria. La moneda única nació, en recientes palabras de Draghi, como ‘protección’ del Mercado Único y, en esa medida, como ancla del proyecto político de integración europeo.

Con todas sus limitaciones, parece evidente que ha cumplido bien su papel. Ahora, ante un escenario económico más incierto, es imprescindible culminar los elementos que faltan en su arquitectura financiera y bancaria. Los avances son insuficientes, pero los elementos necesarios se conocen y están bien identificados. Esta tiene que ser ahora nuestra prioridad absoluta. Terminando la tarea pendiente, en otros veinte años celebraremos el 40 aniversario de una de las mejores realizaciones del proyecto europeo.