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El Gobierno por decreto ley o el abuso de posición dominante

El Gobierno ha batido el récord de aprobación de decretos leyes y lo seguirá haciendo con las Cámaras disueltas. Que pueda hacerlo no oculta que es preciso extremar las restricciones y precauciones al respecto en período electoral.

La práctica totalidad de los ordenamientos jurídicos contemplan la posibilidad de que el Gobierno pueda dictar normas con rango de ley para hacer frente a situaciones de urgente necesidad. Siendo los Parlamentos instancias esencialmente deliberantes y sometidas a un procedimiento en muchos casos complejo, ante determinadas coyunturas que requieren una respuesta rápida se otorga constitucionalmente la potestad aludida a los ejecutivos, eso sí, a condición de que la norma sea convalidada en un breve plazo por el poder legislativo. A la referida ratio responde al artículo 86 de nuestra Constitución. 

Como es sabido, en los ya más de cuarenta años de experiencia democrática en nuestro país se ha producido, tal y como denuncia la generalidad de la doctrina, un abuso en la utilización de los decretos leyes. La simplicidad en su tramitación y la no necesidad de acudir al Parlamento para su entrada en vigor inmediata ha sido una tentación irresistible para los distintos Gobiernos que se han sucedido. A ello ha coadyuvado de manera importante la más que generosa jurisprudencia del Tribunal Constitucional, con una interpretación inicial más que discutible sobre los presupuestos “habilitantes” de los decretos leyes, en particular, la interpretación de la “extraordinaria y urgente necesidad” a que se refiere la Constitución, así como de los límites materiales respecto a su contenido señalados por el constituyente. En el marco referido, desde hace unos años se asiste con preocupación a una escalada, al parecer imparable, en el número de decretos leyes aprobados por el Consejo de Ministros (a los que habrían de unirse también los dictados en los ordenamientos autonómicos).

El fenómeno descrito dista de ser inocuo. No hay que olvidar que el decreto-ley supone una invasión (permitida, bien es verdad, pero invasión al fin y al cabo) del Ejecutivo en el ámbito propio del poder legislativo. En este sentido, ha de tenerse presente que los decretos leyes no sólo son normas dictadas en circunstancias excepcionales, sino que ellas mismas son normas excepcionales.

El principio de reserva de ley, uno de los pilares de los sistemas democráticos, lo es en favor de la ley parlamentaria, esto es, aprobada y, sobre todo, discutida en el seno del órgano representativo de la colectividad. El procedimiento legislativo se configura así, como destacara Kelsen, como una garantía esencial de los derechos de las minorías, en cuanto que se trata del cauce establecido (por encima de otros informales que hayan podido surgir con posterioridad, platós de televisión a la cabeza) para que la minoría pueda hacer oír su voz en relación con los proyectos normativos ordenadores de la sociedad. Por todo, ello, toda salvedad a tal principio debe ser interpretada y, sobre todo, utilizada, de modo muy restrictivo.

Como se ha apuntado, la práctica española ha estado lejos de poder ser calificada en el sentido señalado. Tanto los Gobiernos de turno, como el propio Parlamento (que ha convalidado sin mayor complicación la práctica totalidad de los decretos-leyes aprobados) y el Tribunal Constitucional han conformado de facto al decreto ley como un instrumento de gobernación e indirizzo político casi cotidiano, todo ello con una compatibilidad harto discutible con los requisitos constitucionalmente establecidos. Se ha producido así una suerte de banalización del decreto ley, “reservado” constitucionalmente para situaciones de especial “gravedad” (extraordinaria y urgente necesidad). En este sentido, baste citar como botón de muestra el hecho que se ha llegado a regular por decreto ley la modificación del régimen de la Orquesta Nacional.

Asimismo, la condición de que se trate de una necesidad extraordinaria, por no previsible ni atendible por los medios ordinarios (incluido el procedimiento parlamentario de urgencia), ha sido reiteradamente obliterada: de este modo, se ha anunciado con meses de antelación la futura regulación de una materia por decreto ley (créditos extraordinarios, y, por tanto, extrapresupuestarios, para la financiación de determinados programas de armamento). Ante esta situación, ha de saludarse positivamente el giro que en buena parte de las últimas sentencias del Tribunal Constitucional parece haberse dado, al declarar la inconstitucionalidad de algunos decretos leyes (o de determinadas partes de los mismos) por vulneración de los presupuestos y límites establecidos en el artículo 86 de la Constitución.

Con todo, lo acabado de señalar no ha actuado como freno del incremento vertiginoso en la última legislatura del número de decretos leyes ‘producidos’ por los dos Gobiernos que se han sucedido durante la misma. Sin duda, la compleja aritmética parlamentaria ha sido un factor decisivo en ello. Pero, la dificultad de llegar a acuerdos parlamentarios para llevar adelante un programa legislativo no puede servir de excusa (más bien todo lo contrario) para acudir sin mayor mesura a una fuente del derecho configurada como excepcional en nuestro ordenamiento. Es decir, la falta de apoyos parlamentarios no es presupuesto ni puede serlo para que el Gobierno se ahorre el trámite y el esfuerzo de conseguir los necesarios consensos a la hora de aprobar normas que en numerosos casos afectan de modo relevante a la vida de los españoles.

Por todo lo señalado, no deja de ser cuando menos sorprendente que el propio Gobierno actual, al hacer balance de los últimos ocho meses de la legislatura, haya situado en lugar destacado entre sus logros el haber aprobado nada menos que 25 decretos leyes, batiendo todos los récords habidos en nuestra experiencia constitucional. Si en algunos de ellos la extraordinaria y urgente necesidad justificaba su aprobación, en otros muchos no puede afirmarse tal conclusión, a lo que debe unirse los problemas jurídicos que suscitará, por ejemplo, el decreto ley en materia de vivienda y alquiler finalmente no convalidado por el Congreso de los Diputados, con la sucesión en apenas dos meses de tres regímenes jurídicos en relación con los contratos de alquiler suscritos en dicho período.

Lo que excede en todo caso de lo sorprendente, para entrar de lleno en el terreno de lo censurable, es que se haya anunciado recientemente desde el Gobierno de la Nación que durante el período de disolución de las Cámaras (de inminente comienzo) el Ejecutivo va a aprobar diversos decretos leyes (“continuará legislando”, sic) y que, además, se alegue dicho propósito como un mérito más de la acción del mismo. Son numerosos los aspectos que llevan a la crítica del ‘método’ a emplear. En primer término, se anuncia sin especial rubor que se va a producir una extraordinaria y urgente necesidad, cuando ésta tiene como elemento consustancial el que sea sobrevenida, lo que entraría en contradicción con anuncios de acciones que, además, no serán, por consiguiente, inminentes. De otra parte, si bien es verdad que la Constitución, en su artículo 78, admite que la Diputación Permanente del Congreso sustituya al Pleno a efectos de la convalidación-derogación de un decreto ley en caso de disolución de la Cámara, no es menos cierto que en dichos supuestos la intervención parlamentaria se ve más constreñida que de producirse “constante” el mandato. Y ello, no sólo por cuanto que las posibilidades de debate son más limitadas en el seno de la Diputación Permanente que en un Pleno ‘ordinario’ (la primera, como es sabido, es una réplica reducida de este último), sino, sobre todo, por el hecho de que (polémicas doctrinales al margen la convalidación por parte de la Diputación Permanente no vaya seguida (cuando menos, por razones temporales) de la tramitación del decreto ley como proyecto de ley ordinaria (opción existente, en cambio, durante la vida ordinaria de las Cámaras), con la imposibilidad, por tanto, de que se introduzcan enmiendas por la totalidad de los diputados y, lo que no es menos importante, por el Senado, cuya intervención aparece enteramente excluida.

Finalmente, cabe señalar que si bien en período de disolución de las Cámaras estaría justificado que el Gobierno aprobara decretos leyes (pues la vía legislativa ordinaria está cerrada), sin embargo debe tenerse igualmente (o, incluso, en mayor medida) en cuenta que durante dicho período existe un claro desequilibrio entre el Parlamento y el Gobierno (aún no en funciones, pues en España dicho estatus comienza con el día de la elección) en favor de este último, ya que las posibilidades de control parlamentario sobre el mismo, si no desaparecidas, se hallan muy mermadas. Por ello, el peligro de abuso de dicha posición dominante por parte del Ejecutivo, máxime en un período delicado como el electoral, hace que las restricciones y precauciones con respecto a un uso indebido del decreto ley hayan de extremarse.