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EL GOBIERNO Y LA VERDAD

Cuando este Gobierno dice la verdad es por descuido. Le ha ocurrido al ministro José Luis Escrivá cuando explicaba en televisión lo que les espera a los pensionistas del “baby boom”, es decir, elegir entre más tiempo de trabajo o menos pensión. Tanto es así que, abrumado por las consecuencias de su sinceridad, el ministro de Seguridad Social no tardó en reintegrarse a la disciplina gubernamental alegando que cuando hizo esas declaraciones no había tenido su “mejor día”. Hasta tal punto este Gobierno ha interiorizado esa simulación permanente con la que actúa, que alguien como Escrivá, un economista cuya trayectoria le separaba de la insolvencia y las trapacerías del sanchismo, confiesa que el día que dice la verdad es un mal día para él.

El merecido descrédito de un Gobierno para el que la verdad es un lapsus, ha llevado a los más cerrados defensores de Pedro Sánchez a esgrimir un argumento que le hace un flaco favor cuando aquellos sostienen que, esta vez sí, podemos creer la afirmación del presidente del Gobierno de que nunca habrá un referéndum de autodeterminación en Cataluña. La razón para creer a Sánchez en esto es que –a diferencia de los indultos, de Puigdemont, del delito de rebelión, de la penalización de referéndums ilegales, de la coalición con Podemos, del plan B jurídico contra la pandemia, de la cogobernanza con las comunidades autónomas, de la imposible conversación con Biden en 29 segundos, de la condición de “órgano administrativo” del Tribunal de Cuentas y de todos los “no es no” y “nunca es nunca” que jalonan sus incumplimientos– el referéndum de autodeterminación no depende de él porque exigiría una reforma constitucional, y para eso los escaños de Frankenstein no son suficientes. Según esto, de Sánchez hay que esperar la verdad solo cuando mentir le resulta física o jurídicamente imposible.

Naturalmente que la evidencia de que la reforma de la Constitución no está a su alcance no va a detener a Sánchez cuando trate de desplegar sus propuestas para Cataluña –es decir, para los independentistas catalanes–, que llamará imaginativas, empáticas, audaces, inclusivas o con cualquier adjetivo que ennoblezca sus propósitos, que son mucho más prosaicos de lo que quiere vender.

Conviene recordar lo que decía Roger Scruton cuando hablaba del “optimista sin escrúpulos”, aquel “cuya mirada reconoce solo obstáculos y nunca límites”. Habrá quien lo crea muy meritorio, pero no reconocer límites en democracia y pensar que estos son simples piedras en el camino que se pueden “desempedrar” a voluntad del poder, resulta sencillamente devastador para un sistema de convivencia en libertad bajo el imperio de la ley.