En los últimos años, la figura de Benjamín Netanyahu ha sido factor de diferencia en la política israelí tanto como la religión o la seguridad. Los gobiernos constituidos en precario se han definido por su rechazo a Netanyahu como el elemento de cohesión. Por eso las elecciones que se acaban de celebrar tenían mucho de plebiscito para el ex primer ministro y líder del partido Likud.
Los resultados han sido concluyentes. Más de lo que se esperaba. Y Netanyahu ha cosechado un gran éxito político que previsiblemente dará a la política de Israel una estabilidad de la que ha carecido en estos años. El bloque encabezado por el ex primer ministro ha obtenido 65 escaños de los 120 que componen el Parlamento. Una mayoría confortable para la que deja de ser necesario el partido “Israel es nuestro hogar”, que ha venido agrupando a los israelíes de origen ruso e irreconciliable en su oposición a Netanyahu. Junto a sus tradicionales aliados, el sefardí Shas y el askenazi UTJ, el crecimiento de la extrema derecha ultraortodoxa y abiertamente antiárabe, liderada por Itamar Ben-Gvir, es el principal desafío para la capacidad de Netanyahu de administrar su futura coalición. El ascenso de Gvir parece responder no tanto a la preocupación por las amenazas procedentes de Hamás en Gaza y de los diversos grupos y grupúsculos terroristas que operan en Cisjordania, sino por los episodios de violencia atribuidos a árabes israelíes en el propio territorio israelí. De ahí que Gvir reclame para sí el control de la seguridad interna, lo que abre una perspectiva preocupante teniendo en cuenta el radicalismo xenófobo que ha exhibido.
Netanyahu tendrá que afrontar un escenario de seguridad dominado por la amenaza que representa el régimen iraní con influencia en Siria e Iraq y el control de Líbano a través de Hezbolá. Sus relaciones con el presidente Biden no serán fáciles y si bien los “Acuerdos Abraham” definen un nuevo escenario, está por ver que, a pesar de su importancia innegable, puedan cambiar el paradigma del conflicto palestino-israelí. La vista como “la solución de los dos Estados”, aunque asumida mayoritariamente, parece lejos de poder plasmarse. La virulenta división entre los palestinos que enfrenta a la Autoridad Palestina en Cisjordania con Hamás en Gaza, no tiene remedio ni en el corto ni en el medio plazo. Israel señala a la falta de liderazgo y de interlocutores válidos en el campo palestino, una carencia que puede agravarse por el debilitamiento del histórico Mahmoud Abbas al frente de la Autoridad Palestina. Los asentamientos de colonos israelíes en los territorios siguen siendo uno de los factores definitorios del conflicto. Muchos restan gravedad al problema al asegurar que, si se diera un acuerdo creíble para un Estado palestino, los asentamientos o serían desmantelados o simplemente exigirían modificaciones menores de los actuales límites en Cisjordania que supondrían menos de 2% de los territorios.
Netanyahu no puede ignorar lo divisivo de su figura. El fracaso del centro izquierda –el Partido laborista ha obtenido solo 4 escaños y Meretz ni siquiera ha conseguido entrar en la Knesset– en vez de favorecer ahondar en los aspectos más polémicos del próximo primer ministro, puede ser la oportunidad para avanzar en la recuperación de una cohesión política que ha faltado hasta ahora. Ni sus adversarios niegan a Netanyahu una capacidad política sobresaliente y muchos ponen de relieve que su retórica y su imagen aparentemente agresiva encuentra su contrapunto en un pragmatismo realista que tendrá que utilizar en grandes dosis. Las imputaciones judiciales que pesan aún sobre Netanyahu no le han impedido una vuelta realmente sonora al poder, pero seguirán siendo un factor que le acompañará en un mandato previsiblemente estable pero extremadamente complejo. Como casi siempre en Israel.