Sabíamos que a Pedro Sánchez le molestaba el control parlamentario, el procedimiento legislativo ordinario, la Ley de Transparencia, la responsabilidad institucional, el decoro en el nombramiento de cargos públicos, la política exterior, las sentencias del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional (seis decretos tumbados, entre ellos los dos estados de alarma), los estándares europeos sobre órganos de gobierno del Poder Judicial, la libertad de prensa y la memoria de las víctimas del terrorismo. Desde su última intervención en el Senado, dándole la réplica al líder de la oposición, sabemos que también le molestan las medidas para paliar las consecuencias de la inflación en familias y empresas que signifiquen algún alivio fiscal. Si a toda oferta constructiva hecha desde la oposición se reacciona con desdén, ¿qué actitud podrá abrirse paso hasta la benevolencia presidencial?
En su “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, Lorca hacía la etopeya del amigo muerto en dos versos: “¡Qué blando con las espigas! / ¡Qué duro con las espuelas!”. Este otro Sánchez es justo lo contrario: blando con las espuelas populistas y duro con la espiga reformista. Abusa sin pudor de su recurso favorito: la refutación del maniqueo inventado. Un truco de mala retórica por el que primero se desfigura al adversario y luego se rebate su caricatura. Reduce la controversia política a puro teatro, que es tanto como rehuir el auténtico debate, suplantado por la discusión con un interlocutor ficticio. Sánchez lleva años polemizando con una señora imaginaria a la que llama “Derecha” para que el auditorio le aplauda viéndole hostilizar a un fantasma. Para completar la ilusión y mantener en pie el tingladillo no solo se tunde a estacazos al calumniado rival, además hay que fantasear cualidades en los que ayudan a mantener viva la función. En la España de Sánchez, hecha retablo de maese Pedro, que al PP se le quiera endosar el papel de Moro Marsilio es inaceptable, pero que Junqueras se quede con el de bella Melisendra es peor, porque es inverosímil; y en ausencia de verosimilitud –sabemos desde Aristóteles– no hay drama que aguante.
Con toda justicia se le reprocha al Gobierno ser rehén voluntario de formaciones para las que la destrucción del Estado es programa público antes que deseo inconfesable. Pero no se trata solo de lo que tales compañías son. Se trata, sobre todo, de lo que hacen; y ni siquiera de lo que hicieron en un pasado más o menos próximo, sino de lo que han venido haciendo a lo largo de esta legislatura sin que desde el Gobierno se haya expresado nunca ninguna “molestia”.
Con Sánchez en la Moncloa, trompeteada a los cuatro vientos la “operación reencuentro”, ardieron las calles de Barcelona, se asaltó el aeropuerto del Prat, se cortaron autopistas y vías públicas, se vandalizó Cataluña… todo con el aliento y la complicidad de un Generalidad dirigida por los partidos que mantienen a Pedro Sánchez en el gobierno. Y Pedro Sánchez no solo no expresó nunca su “molestia” con tales complicidades, sino que mantuvo –y mantiene– al independentismo como socio preferente, confecciona presupuestos con su permiso y decreta, sin atenerse a derecho, indultos que enfríen la piromanía secesionista, aunque desairen al Tribunal Supremo. Y cuando una campaña de propaganda ha cuestionado al Centro Nacional de Inteligencia, no se ha dudado en entregar al apetito de los difamadores la cabeza de su directora. No ha sido molestia.
Con Sánchez en la Moncloa, la misma mañana que el Parlamento Europeo decidía sobre el levantamiento de la inmunidad de los políticos catalanes tránsfugas de la justicia española, el vicepresidente del Gobierno de España, líder entonces del partido que sostiene en coalición a Pedro Sánchez, declaraba que Puigdemont y el resto eran víctimas de una persecución inicua. Más recientemente, a pocas fechas de que España sea anfitrión de una cumbre OTAN en uno de los momentos más decisivos en la historia de la Alianza Atlántica, la irresponsable posición de Unidas Podemos y de sus ministros (y ministras) desluce, en perjuicio de todos (y todas), la imagen de España; y compromete la necesidad de recuperar posiciones y relevancia en el tablero internacional. Pero Pedro Sánchez respeta las “posturas testimoniales”. Estas cosas no parecen “molestarle”.
Tampoco le molesta estrechar su alianza con Bildu en el Congreso de los Diputados para apuntalar presupuestos, desatascar votaciones comprometidas y, en suma, ganar tiempo, por mucho que desembarque en la dirección del partido nuclear de esa coalición el último jefe de ETA, se mantenga incólume su negativa a condenar uno solo de los más de ochocientos asesinatos o se insulte cotidianamente la decencia más desprevenida de cualquiera que recuerde el último medio siglo de historia española. A Pedro Sánchez estas cosas le “molestan” poco; de hecho, un sentido algo extravagante de la cortesía parlamentaria le lleva a dar el pésame a Bildu cuando un terrorista se suicida en prisión. En el mismo recinto, y en menos de dos años: condolencias para el compungido senador Elejabarrieta, invectivas contra el “molesto” senador Feijóo.
Decididamente, lo que parece molestar de verdad a Pedro Sánchez es cualquier cosa que limite o encauce su disfrute del poder y, en último término, amenace su prolongación. Es decir, nuestro presidente del Gobierno es tan suspicaz hacia los presupuestos de toda democracia constitucional (frenos y contrapesos, alternancia, fijeza de las reglas) como sensible al halago de todo lo que, siendo corrosivo para la salud institucional del país, y hasta para su continuidad histórica, sirva al provecho de su proyecto personal de poder. Y esto es lo peor. No hay ningún proyecto político detrás del retablo de maese Pedro. Solo hay un plan: mantener el tenderete el mayor tiempo posible para que maese Pedro pueda seguir dirigiendo la función. Pero cuatro años de representación han sido más que suficientes para comprobar lo limitado del repertorio, lo deplorable del argumento y lo exorbitante del precio de la entrada.
En democracia no se puede decir: “¡TELÓN!”, sin más. Ni desbaratar el retablillo a mandobles, siguiendo el ejemplo de Don Quijote, como algunos recomiendan, olvidando que, tras el destrozo, el buen caballero convino en satisfacer una indemnización por daños. Alonso Quijano podía estar loco, pero no tenía nada de populista. En democracia hay que convencer al auditorio, relevar a los farsantes y proceder a sanear los miasmas del ambiente. Con razones, argumentos y habilidad para hacerlos efectivos.
En su Dialéctica erística Schopenhauer trata sobre el arte de discutir, pero discutir “de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente –por fas y por nefas–”, dado que “la verdad objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contrincantes y los oyentes son dos cosas distintas” y “hacia lo último se dirige la dialéctica”. Este desgraciado hiato lo atribuye a “la maldad natural del género humano”. Y para debatir con –y entre– sofistas sin escrúpulos, nos regala 38 “estratagemas”, algunas de las cuales –no de las más ingeniosas– son bastante frecuentadas por los guionistas de maese Sánchez.
Por ejemplo, la “estratagema” 32: “Una forma rápida de invalidar o, al menos, hacer sospechosa una afirmación del adversario que no nos conviene es subsumirla bajo una categoría aborrecible con la que pueda tener alguna semejanza, con la que se la relaciona sin más: por ejemplo ‘esto es maniqueísmo, esto es arrianismo; esto es pelagianismo; esto es idealismo; esto es espinozismo; esto es panteísmo; esto es brownianismo; esto es naturalismo; esto, ateísmo; esto es racionalismo; esto, espiritualismo; esto es misticismo; etc.’” O la que llama “estratagema final”: “Cuando se advierte que el adversario es superior y se tienen las de perder, se procede ofensiva, grosera y ultrajantemente; es decir, se pasa del objeto de la discusión (puesto que ahí se ha perdido la partida) a la persona del adversario, a la que se ataca de cualquier manera (…), así, uno se torna insolente y burlón, ofensivo y grosero”.
Schopenhauer no solo describe una serie de fintas dialécticas; también apronta respuestas útiles. Vamos a lo que importa. Hemos querido demostrar más arriba que no molestar a Sánchez es una actividad que suele estar en función inversamente proporcional con el fomento del interés público. Molestarle, en tal caso, será obra de virtud y galardón de todo buen ciudadano. Aquí es donde el viejo don Arturo puede ayudarnos. Por ejemplo, sugiriendo la respuesta idónea frente a un contendiente atacado de vanidad: “Es un hecho comprobado que, si con toda tranquilidad, se le demuestra que no tiene razón y que juzga y piensa falsamente –algo que acontece en toda victoria dialéctica– se le irritará más que con una expresión grosera y ofensiva. ¿Por qué? Porque como dice Hobbes (De Cive, c, i), Omnis animi voluptas, omnisque alacritas in eo sita est, quod quis babeat, quibuscum conferens se, possit magnifice sentire de se ipso [Toda alegría del ánimo y todo contento residen en que haya alguien con quien, al compararse, uno pueda tener un alto sentimiento de sí mismo]. Y es que nada importa más a los hombres que la satisfacción de su vanidad, siendo la herida más dolorosa aquella que la afecta. Tal satisfacción de la vanidad surge, por lo general, de la comparación de uno mismo con los demás bajo cualquier aspecto, pero principalmente en lo que concierne a la inteligencia. Esto se comprueba de hecho y con gran intensidad en la discusión. De ahí la rabia del vencido, aunque no tenga razón, y de ahí el que recurra como último medio a esta estratagema final. A eso no se puede responder simplemente con gentileza por nuestra parte. Mucha sangre fría, sin embargo, puede servir de gran ayuda si en cuanto se advierte que el oponente nos ataca ad personam, le respondemos tranquilamente que eso no tiene que ver con el asunto y proseguimos a continuación con las demostraciones para probar su error, sin hacer caso alguno de la ofensa –más o menos como Temístocles a Euribíades: [¡pégame, pero escúchame! Plutarco, Temístocles 11, 20]. Pero esto no se le da bien a cualquiera”.
Algo de evocación schopenhaueriana tuvo lo que escuchamos el otro día en el Senado. Se va teniendo la impresión, cada vez más nítida, de que a maese Pedro ya le va tocando irse con el retablo a otra parte.
Vicente de la Quintana es analista y escritor