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El sembrador y su cosecha

La negociación política con ETA y el blanqueamiento de la ‘izquierda abertzale’

El problema de los últimos presidentes del Gobierno socialistas es su afán por “pasar a la historia”. Ambición legítima cuando se guarda el debido respeto a maestra tan severa; hacemos la cautela porque esos ambiciosos, a veces, más parecen “pasar de la historia”.

Es el caso de José Luis Rodríguez Zapatero, empeñado en dar lustre a una negociación política con el terrorismo idealizada ex post como “pax zapatética”. Al respecto, en una reciente entrevista se sinceraba así: “Dijimos a quienes apoyaban el terror en su día que si dejaban el terror tendrían juego en las instituciones, y creo que esa promesa democrática hay que mantenerla”.

Utilizamos el verbo “sincerarse” porque en 2006 Zapatero negaba en redondo estar pensando en cosa semejante a la susodicha “promesa democrática”; por el contrario, ponía mucho empeño en acotar su negociación con ETA: “lo que toca ahora es el diálogo para el fin de la violencia de ETA (…) el diálogo político sólo podrá producirse con aquellas fuerzas políticas legales y, por supuesto, en el ámbito institucional que en estos momentos existe en el País Vasco .

Años después –cincuenta reuniones con “fuerzas políticas ilegalizadas” después–, tras la “mesa de partidos”, tras las conversaciones sobre autodeterminación y Navarra en Loyola… tantas y tantas mentiras después, ya sabemos qué valor darle a esa “promesa democrática”.

DE AQUELLOS POLVOS, ESTOS LODOS

El mismo Rodríguez Zapatero vinculaba las conversaciones con ETA y la mayoría parlamentaria actual recordando que “hemos normalizado en gran medida en la vida parlamentaria que pueda haber acuerdos”. Ciertamente, el PSOE ha venido blanqueando a conciencia a los que eligió, hace mucho, como futuros socios políticos. Para Zapatero ahora resulta “muy significativo y tranquilizador” que, sobre la gestión de Pedro Sánchez, lo que se discuta sea “el socio” ya que, a su parecer, “España afronta elecciones en clima de tranquilidad y sosiego, en un país pacificado, no sólo porque no tengamos terrorismo, sino porque Cataluña ha avanzado en diálogo”.

La misma semana en que el presidente Zapatero reivindica su legado histórico, el Colectivo de Víctimas del Terrorismo COVITE publica un informe demostrando que 44 integrantes de las listas de Bildu en el País Vasco y Navarra para las elecciones del 28 de mayo estuvieron condenados en el pasado por pertenencia y colaboración con ETA; y siete de ellos, por asesinato. Detalle significativo: algunos de los siete condenados por asesinato figuran en esas listas con el alias de su militancia terrorista.

Desde que “estalló la paz” las concesiones socialistas a los herederos políticos del terrorismo han seguido un curso torrencial que acaba en esto: en una misma semana, los actores protagonistas de aquel “proceso de paz” –hoy socios parlamentarios y tal vez mañana de gobierno– reivindican, unos, la negociación política, y otros –ostentosamente–, el crimen.

Se recoge lo que se siembra. No se han revertido las consecuencias políticas de un final sucio del terrorismo en España. Podremos engolfarnos en peleas por el “relato”; empeñarnos en publicar estudios con poca vocación de encontrar público lector fuera de reducidos ámbitos académicos; esforzarnos en llevar el testimonio de las víctimas a unas aulas entre indiferentes y hostiles… Si falta la referencia a la negociación política que determinó –en el País Vasco y en el conjunto de España– consecuencias políticas catastróficas, nuestro relato quedará incompleto y, algo peor, tendrá algo de cuento.

Hay que recordarlo todo. También los gestos, los discursos, el sentido de los actos que impregnan la acción política de cada cual. Por ejemplo, hay que recordar que en septiembre de 2018 José Luis Rodríguez Zapatero mantuvo un encuentro en el caserío Txillarre de Elgoibar con Arnaldo Otegi. Según publicó la prensa local, Otegi deseaba conocer en persona al dirigente socialista que, “hacía algo más de una década”, autorizó “los contactos entre ETA e intermediarios de su partido como Jesús Eguiguren” para “explorar el final de la violencia”. Aquellas conversaciones tuvieron lugar, precisamente, en Txillarre.

LA CUADRILLA DE TXILLARRE Y LA VIRGINIDAD DE ZAPATERO

Desde el PSOE suelen presentarse las conversaciones previas y posteriores al “proceso de paz” con una doble cara, en función del auditorio al que se dirija la explicación. En ambientes proclives al pasteleo con ETA, como contactos que propiciaban la paz; más al sur, donde la cosa tenía peor venta, como una suerte de escenario previo a la firma de una “rendición incondicional”. Lo cierto es que el caserío Txillarre se parece tan poco al acorazado Missouri como Jesús Eguiguren al general MacArthur.

Los protagonistas han parloteado mucho al respecto y por eso han trascendido los detalles. Por la boca muere el pez y los “artesanos de la paz”. El diario Deia, el 28 de febrero de 2016, publicaba, con el título “La huella de Txillarre” , un amplio reportaje del que extractamos pasajes significativos.

Primero se describe el sitio como “uno de esos lugares anónimos de Euskadi en el (sic) que han tenido lugar acontecimientos trascendentales en la historia del país, pero que sigue siendo un gran desconocido para la mayoría de sus gentes”. Pincelada de ambiente y evocación de las carlistadas, cuando tan confusas eran las líneas del frente.

Allí, se dice –y recordamos que el artículo es de 2016–, “empezaron a reunirse hace quince años largos Arnaldo Otegi y Jesús Eguiguren para hablar de política… al calor del fuego de la chimenea azuzada por Pello Rubio, el dueño de Txillarre y organizador de aquellos encuentros que fueron el germen de un proceso que, con el paso del tiempo, llevó a ETA y al Gobierno español a los contactos que abrieron la puerta al final de la violencia y a las conversaciones de Loiola”.

El artículo enumera más de cincuenta encuentros entre “Otegi, Eguiguren, Francisco Egea, Pernando Barrena y, ocasionalmente, otros políticos destacados del Partido Socialista y de la izquierda abertzale”. A renglón seguido se transforma en una entrevista a Rubio y Eguiguren, reunidos en vísperas de la salida de prisión de Otegi, encarcelado por el caso Bateragune, y con quien comparten “una amistad profunda”.

Se recuerda que “la cuadrilla de Txillarre” quedó definitivamente “conformada para el año 2001, dos años largos después del fracaso de Lizarra-Garazi y en plena oleada de atentados de ETA contra cargos políticos, sobre todo socialistas. Fueron los años en que murieron los concejales del PSE Froilán Elespe y Juan Priede o el consejero del Gobierno vasco Fernando Buesa y su escolta Jorge Díez”. Aunque “con un atentado no te apetecía reunirte, éramos conscientes de que luego había que seguir”. Eguiguren apunta que se estableció “una especie de agenda para avanzar” y que “lo más importante es que aquí se fue fraguando el posterior contacto entre el Gobierno español y ETA”. El secreto era fundamental porque “se jugaban su carrera política y la de sus partidos si los sorprendían juntos”.

Con la victoria de Zapatero, dice Eguiguren, “se nos apareció la virgen”. Y se explaya: “Esa misma noche electoral llamé a Ferraz para decirles que quería hablar urgentemente con ellos. Luego llamaba repetidas veces a La Moncloa para que me pasaran con el presidente. No se ponía al teléfono. Un día me vino Patxi [López] y me dijo que le avisaron desde presidencia que yo estaba llamando continuamente y que debía seguir un cauce. Pero finalmente me atendió y le expliqué en qué andábamos. Me remitieron a Rubalcaba y le expliqué todo. Se puso al tanto nada más decírselo, es muy listo, aunque tuvo sus reparos porque creía que ETA volvería a los atentados por mucho que nosotros habláramos en Txillarre. En los últimos tres años no hubo atentados con muertos; aunque sólo fuera por eso merecía la pena. Dijeron que era una forma muy rara de hacer estas cosas porque no seguíamos la formalidad habitual. Si Otegi quería mandar un mensaje al Gobierno, les llamábamos desde aquí si hacía falta”.

Es entonces cuando Otegi lanza la “Declaración de Anoeta” proponiendo la doble mesa: “técnica” entre ETA y el Gobierno y “política” entre partidos, donde una Batasuna ilegalizada representaba (redundantemente) a ETA. Moncloa conocía de antemano el discurso de Otegi porque “lo mandamos –dice Rubio– desde aquí por fax”. En paralelo tiene lugar el discurso de Zapatero en el Kursaal donde acuña la expresión “hombre de paz” para referirse a Otegi.

La entrevista detalla luego los canales de intermediación con la banda terrorista, elogiados por Eguiguren porque “lo hacíamos de manera directa y sin vincular demasiado al Gobierno, que podía alegar en cualquier momento que eran cosas de estos locos que se reúnen en Txillarre”.

Establecido el canal de contacto, “Otegi envió una carta a Zapatero, asesorado por Eguiguren, en la que pedía al presidente español que encabezase un intento de final dialogado de la violencia a cambio del final del esquema de concentración de partidos abertzales”. Luego ETA propone una cita en Ginebra a través del Centro internacional de Diálogo Henry Dunant.

Ya entonces Txillarre “había dejado de ser el escondrijo de los cinco” porque con la victoria de Zapatero “había tomado tal oficialidad que empezaron a asomar por allí el socialista Rodolfo Ares, Frantxua Maitia, amigo de Eguiguren y miembro del Partido Socialista francés, y los miembros de la izquierda abertzale ilegalizada, Rufi Etxeberria y Olatz Duñabeitia”.

Las reuniones continuaron “hasta que Arnaldo fue detenido”. La entrevista con Rubio y Eguiguren tenía lugar dos días antes de la excarcelación de Otegi en 2016 para la que decían tener preparada una “botella de champán”; acaba con estas palabras de Eguiguren: “Le dejaremos a Arnaldo que pase esta ola que le viene encima y luego ya dirá él cuándo juntarnos”.

Un veterano del constitucionalismo vasco, que conoce bien las entrañas del partido socialista, suele decir: “no es sólo que negociaran; es que se hicieron compadres”. Hoy en Txillarre hay una placa de bronce que, con mucha prosopopeya, recuerda toda esta vergüenza.

MODELOS DISTINTOS PARA EL FINAL DEL TERRORISMO

Si algunos han sido tan explícitos a la hora de narrar actuaciones objetivamente bochornosas es porque hemos dado valor de dogma que todo lo explica al sintagma “ETA ya no mata”. Lo cierto es que siempre mató para cotizar muy al alza la posibilidad de dejar de hacerlo. Y también que había dejado de matar –porque no podía– mucho antes de que unos aventureros sin escrúpulos dieran interlocución política y rango de mariscales a la última promoción de unos asesinos en retirada.

Hubo un final sucio del terrorismo porque así lo quiso la dirección política del Estado –el Gobierno– el año 2004. Otro final pudo ser posible; uno que ya estaba incoado y teorizado. Por ejemplo, en el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo.

El conocido como “Pacto Antiterrorista” fue suscrito como respuesta a la ruptura de la tregua-trampa y al desafío del frente nacionalista de Estella. Ese Pacto asumió el compromiso de “derrotar” a la banda. Y definió en qué consistía su “derrota”, algo más que una palabra: era su desarticulación operativa, la clausura de su complejo de apoyo, la frustración de cualquier expectativa de precio político que pretendiera extraer tanto de la violencia como de su cese, la garantía de la acción judicial contra los terroristas y la dignificación de la memoria de las víctimas.

La aplicación del Pacto por parte del PP fue tan leal como eficaz en la derrota de la banda: en esa eficacia tuvo un papel central la ilegalización de Batasuna, como paso crucial para el desmantelamiento de la estructura terrorista.

Y hoy más que nunca conviene recordar lo que dijo el Tribunal de Estrasburgo cuando, a propósito del recurso de Batasuna, afirmó que era motivo de ilegalización no sólo compartir una estrategia de violencia terrorista, sino “perseguir objetivos políticos incompatibles con un régimen democrático de libertades”; el tribunal estaba analizando no sólo los medios sino también los fines de la actuación de la ‘izquierda abertzale’; estaba diciendo que, respecto de la garantía de los derechos fundamentales, toda democracia debe ser una democracia militante.

Nuestro problema ahora con el famoso “relato” es que los argumentos del “contrarrelato”, elaborado por el nacionalismo y comprado por la izquierda, fueron potenciados por la negociación con ETA-Batasuna de la primera legislatura del Gobierno Zapatero y por la doctrina justificativa que se generó a partir de esta iniciativa.

Porque la negociación política remitía a un imaginario “conflicto histórico”. Porque el desdoblamiento entre interlocutores de ETA y de Batasuna en las “mesas de diálogo” evidenciaba el carácter político de la negociación. Y, finalmente, porque la presencia de mediadores e instituciones internacionales propició que el Gobierno acabase aceptando nuevos contactos tras el atentado de Barajas.

Los términos políticos de la negociación de Zapatero llegaron a su ápice en Loyola. Allí se concluyó un acuerdo de materia constitucional con el PNV y Batasuna bajo la presión de un probable retorno de ETA a la violencia, como así fue en diciembre de 2006, y se situó al Estado “al borde del abismo”, como reconoció literalmente Jesús Eguiguren.

Todos estos factores significaron una penosa regresión en la doctrina del Estado sobre el final del terrorismo. Se renunció a que la derrota de ETA fuese también la de su estrategia; a reconocer que no hay más conflicto que la violencia terrorista; a poner al margen de cualquier negociación la Constitución y el Estatuto; y a asumir que los agentes políticos del entramado terrorista no se beneficiasen fraudulentamente del “juego democrático”.

Cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos confirmó la Ley de Partidos y la ilegalización de Batasuna, se avaló acabar con el principal instrumento de apoyo político a ETA, pero también con la persistente deslegitimación del sistema constitucional español mediante la cual ETA y sus diferentes marcas políticas venían intentando justificar el terror desde la consecución de la democracia.

Bildu entonces diseñó una estrategia para volver a la legalidad, basada en unos estatutos en los que la expresión del “rechazo de la violencia como instrumento de acción política” quería constituir el “contraindicio” exigido por el Tribunal Constitucional para dar credibilidad a la ruptura del nuevo partido con la banda terrorista. Las complicidades históricas se dieron, sin más, por canceladas.

Pero la ‘izquierda abertzale’ que se presentó entonces en Bilbao no explicitó ni siquiera indirectamente rectificación alguna frente a la atrocidad y el daño inmenso que ETA ha causado con su apoyo y su aplauso. Simplemente, se concedió una autoamnistía.

Los promotores de Bildu amalgamaban en esa declaración a “todas las víctimas”, juntando en la misma memoria al inocente con el terrorista. Rufino Etxebarria explicó también entonces que la “oposición” al uso de la violencia “incluye la violencia de ETA, si la hubiera, en cualquier manifestación”. Ninguna condena de la violencia ejercida hasta ese momento, sólo un compromiso ritual vinculado a una hipótesis. Compromiso que valía lo que valía. Porque si ETA hubiese vuelto a atentar con el nuevo partido ya legalizado, Iñigo Iruin ya había precisado que, incluso con la reforma de la Ley Electoral que acababa de acometerse, “la exigencia a los cargos electos es de ‘rechazo’ y ‘separación’, no de ‘condena’, si quieren evitar quedar incursos en la nueva causa de incompatibilidad sobrevenida que se introduce con la modificación legal”. Esto se decía en 2011, cuando ETA seguía armada y sin disolverse.

Todo esto se ha consentido. Se ha dado por bueno un método que deduce éstas y no otras conclusiones; se ha seguido un camino que lleva a donde estamos; se ha sembrado un grano cuya cosecha recogemos ahora.

Hoy, cuando “ETA ya no mata”, los herederos políticos del terrorismo, elevados a categoría de socios parlamentarios, siguen sin pronunciar la palabra “condena” para denunciar la trayectoria histórica de la banda. Al contrario, la justifican y hasta la reivindican, mientras tratan de desprestigiar el fundamento legitimador de nuestro sistema político: la Transición.

Hoy, cuando “ETA ya no mata”, los herederos políticos del terrorismo, elevados a la “dirección política del Estado”, “tienen juego” en las instituciones: condicionan y presentan leyes de ámbito nacional, aprueban y rechazan presupuestos y determinan hasta dónde debe llegar la memoria y las responsabilidades históricas por nuestro pasado reciente.

Y todavía hay quien llama a toda esta podre “promesa democrática” y reclama del Gobierno lealtad a la palabra dada. Quien pide honrar la traición es alguien que ha tocado fondo. Es normal que lo disfrace mencionando “un país pacificado”, porque si la traición pudiera adivinarse a simple vista, no sería traición; al fin y al cabo, “el mayor de sus oprobios es cobrar como bienes los males protervos que da en venta” .[1]


[1] [1] Narciso Alonso Cortés, Vellido Dolfos, Valladolid, imprenta de E. Zapatero, 1920.


Vicente de la Quintana Díez es abogado y escritor