Desde que José Luis Rodríguez Zapatero asumió la dirección del socialismo español, el PSOE ha seguido un rumbo constante orientado hacia la impugnación de los grandes acuerdos de 1978. Se trata, en pocas palabras, de romper el “mito de la Transición” para avanzar por donde él impide avanzar. Y para eso se afirma: 1) que la Transición no debía haberse apoyado en la reforma ni en el reencuentro entre españoles para superar un enfrentamiento entendido como fracaso nacional colectivo, sino que debía haber operado como ruptura explícita y formal y como proceso de reversión del resultado de la guerra; 2) que, en consecuencia, el sistema político nacido de la Constitución ni hace justicia sobre los verdaderos culpables, ni expresa un equilibrio razonable entre posiciones diversas en el eje ideológico y en el eje territorial, sino la continuidad de las posiciones dominantes previas a la Transición.
Por eso, afirma ahora el socialismo, ese sistema debe ser revisado para llevarlo más hacia la izquierda y hacia el nacionalismo, y compensar un déficit de representación originaria de estas dos posiciones políticas. Ahora bien, como esa reforma no es posible mientras el PP se oponga, y como esa posición “inmovilista” obedece, según el PSOE, a razones de interés partidista “injustificables”, emerge una legitimación profunda para que la izquierda y el nacionalismo eludan el “bloqueo formal” que ejerce el PP, acudiendo a lo que Zapatero denominó “alternativas” informales.
Quienes ejecutan el plan del socialismo no se presentan como protagonistas de un empuje rupturista y divisivo, sino como promotores de un esfuerzo reparador orientado a mejorar la escasa calidad de la democracia española, derivada de su origen viciado y de la mitificación posterior tutelada por la derecha desde las instituciones.
Todos los resabios de la teoría política cultivada por la izquierda convergen en la posición que actualmente capitanea el socialismo sanchista: el Estado como aparato de dominio cultural y social creado por un statu quo privilegiado que rechaza el cambio, impide una evolución verdaderamente democrática del proceso político y logra, mediante propaganda y manipulación, que una amplia mayoría social lo acepte como lo que no es. Y frente a eso, claro, solo cabe la ruptura.
La “valentía” socialista lo es para romper con el reformismo felipista y su idea de que “La Constitución es una síntesis entre un modo de hacer que se basa en la reforma y un contenido que no se puede negar que coincide con la ruptura”, según dijo González en la sesión de aprobación de la Constitución. En efecto, la realidad es que la reforma no fue el método para que todo siguiera igual sino para que todo cambiara, y cabe preguntarse si procesos de cambio por ruptura y no por reforma, como el portugués o el griego, dieron por resultado algo significativamente distinto o mejor que nuestra Constitución. Y la respuesta es no.
La consecuencia práctica de todo este “relato” sanchista (una ficción que quiere justificar un desenlace predeterminado) es que España necesita menos Constitución, menos PP y un socialismo que rompa con su propia historia para poder hacer lo que le conviene aparentando que hace lo que debe.
El momento en el que esta idea arraigó en el socialismo fue la legislatura 2000-2004. En ese momento, un socialismo incapaz de superar al PP en el centro encontró en el revisionismo, marginal hasta entonces, la clave ideológica para dar rienda suelta a su sectarismo sublimándolo como exigencia democrática. La posibilidad de que eso cambie es muy escasa. No solo porque la escuela rupturista ha alcanzado ya una hegemonía evidente dentro del socialismo, sino porque de ello depende cualquier posibilidad de corto y medio plazo de mantener el poder, aunque sea para ostentar un “Gobierno gobernado”.
Por tanto, no estamos ante una excéntrica decisión personal de Pedro Sánchez, estamos ante la ejecución canónica de la segunda parte del único plan que el socialismo tiene desde hace dos décadas.
Las evidencias contra esa interpretación de la Transición, del papel del socialismo y de la actual democracia española son abrumadoras. Un sistema que ha otorgado una hegemonía casi insana a los nacionalismos catalán y vasco y unas mayorías amplísimas al socialismo, solo puede ser acusado de estar escorado hacia el centralismo y hacia la derecha si lo que realmente se espera de él es que anule cualquier posibilidad de alternativa y que asegure para siempre y sin matices el gobierno de los nacionalistas y de la izquierda. Es decir, si se entiende el sistema político en términos de régimen de partido, y no de democracia liberal, alternancia y sociedad abierta, como debe ser.
Pero este plan socialista comete un error de bulto irremontable: ignorar que la pertenencia de España a la Unión Europea se basa en la acreditación de nuestro país como una democracia intachable, y que eso se hizo en fecha tan temprana como 1977. Por supuesto, la adhesión misma en 1986 habría sido imposible de haber sucedido las cosas como el revisionismo socialista dice ahora, y el hecho de que la firma del Tratado de adhesión de España y de Portugal fuera simultánea constituye una evidencia rocosa contra la supuesta superioridad del rupturismo.
Pero es que, además, esas vías “alternativas” para el cambio constitucional ya están chocando con el rechazo de la Unión, que vigila la pulcritud del nuestro Estado de derecho y que ha puesto el foco y ha hecho sonar las alarmas en relación con varios intentos de fraude institucional grave de Sánchez.
La Unión Europea no solo acredita el máximo estándar de calidad democrática de España sino que desacredita de raíz cualquier pretensión de crear un régimen de partido. Esta es la verdadera circunstancia adversa del plan de Sánchez, no un supuesto inmovilismo del PP. El drama sanchista no es ningún palo del PP en ninguna rueda de la democracia, es la radical incompatibilidad de su agenda política antidemocrática, y por tanto antieuropea, con su obligada agenda económica e institucional democrática europea.
La Unión Europea levantó acta de nuestro proceso democrático, y ese registro, esa narración veraz y pulcra de nuestra historia real, desmiente el relato sancho-nacionalista destinado a avalar como justo e inevitable el fraude institucional que se pretende.
Frente a él, lo razonable es que el PP permanezca firme en su adscripción constitucionalista y europea, y que contemple incluso la forma de otorgar a esa doble adscripción un carácter no meramente reactivo sino propositivo y transformador. La única ventaja potencial que Sánchez tiene sobre el PP es que parezca que tiene un proyecto para España frente a un PP situado en el no. Y puesto que eso es falso, es bueno que lo parezca. Para el socialismo, tener un plan para Cataluña es tener un plan para ceder ante los nacionalistas. Pero eso es exactamente no tener un plan para Cataluña.
El PP no debe dejar de ser el PP en ninguna de las direcciones en las que se le anima a dejar de serlo. Ocupa una posición equilibrada y esencial para la sociedad española, la única desde la que es posible abordar los retos que tiene planteados, que necesitan una España fuerte en una Europa fuerte, y un Estado autonómico fuerte frente a cualquier tentación confederal y regresión centralista.
La orfandad electoral de una izquierda templada presionará al PP para que se mueva hasta ocupar un espacio electoral hacia el que no debe escorar su centro de gravedad. Probablemente, para esa izquierda siempre resultarán insuficientes la moderación y el centrismo del PP, que no deja de ser un partido de centroderecha beligerante contra el peor Gobierno de la democracia. Es esa izquierda la que debe moverse hacia donde sabe que está la solución, y por supuesto el PP debe mostrarse acogedor… como PP. Y algo parecido puede ocurrir por la derecha.
En ese proceso de apertura, acogida y ensanchamiento sin desplazamiento está la clave no solo de la necesaria victoria electoral del PP, sino de la restauración del equilibrio que el socialismo pretende alterar irresponsablemente. Y a eso apunta con claridad la Convención que ha anunciado Pablo Casado, cuya importancia para España va a seguir creciendo hasta el momento de su celebración.