Uno de los principales activos con los que, al menos en teoría, contaba nuestro país para hacer frente a la crisis de 2008 era el saneamiento de las cuentas públicas. En el período comprendido entre los años 2000 y 2007 se alcanzaron superávits presupuestarios del entorno de 2 puntos porcentuales del Producto Interior Bruto (PIB), lo que permitió reducir la deuda del conjunto de las Administraciones públicas por debajo del 36% del PIB. En estos años, el importante crecimiento de la recaudación tributaria, que en el año 2007 superó los 200.676 millones de euros, permitió financiar un fuerte incremento del gasto público, que se movió en las cifras de crecimiento del PIB nominal. Sin embargo, por debajo de esas cifras subyacía un importante componente transitorio en los ingresos públicos, derivado del componente cíclico de la demanda y de los efectos de la expansión del sector inmobiliario, y un déficit estructural que para el año 2017 el profesor Victorio Valle estimó en el 3% del PIB.
Esos factores, unidos a la profundidad de la crisis y al coste del programa de estímulos fiscales adoptado, explican que en 2009 el déficit superara el 11,3% del PIB, con una caída de la recaudación tributaria de 56.600 millones de euros, equivalente al 6,6% del PIB.
Como es sobradamente conocido, la crisis presupuestaria y de deuda pública obligó a un cambio drástico en la política fiscal que permitió primero estabilizar el déficit en el entorno del 9-10% del PIB en los años 2010-2012, y después su paulatina reducción hasta el 2,5% en 2018. Ese proceso de consolidación fiscal resultó especialmente difícil en los primeros años, ya que se desarrolló en una coyuntura recesiva: el PIB experimentó una reducción porcentual de 3 puntos en 2012 y de 1,4 en 2013. Por el contrario, a partir del año 2014, estuvo favorecido por la vuelta al crecimiento económico, con un crecimiento del PIB por encima de la media de los países de la Unión Europea.
Por desgracia, en los dos últimos años, desde el cambio auspiciado por la moción de censura aprobada en junio de 2018, la culminación de este proceso ha dejado de ser una prioridad para el Gobierno. En julio de 2017, el gobierno de Mariano Rajoy aprobó una senda de consolidación presupuestaria con unos objetivos de déficit del 2,2% del PIB para 2018, el 1,3% para 2019 y el 0,5% para 2020, previsiones que fueron recogidas en la Actualización del Programa de Estabilidad para el período 2018-2021. Sin embargo, en la Actualización del Programa de Estabilidad para el período 2019-2022, aprobado el año siguiente, el nuevo gobierno elevó estas previsiones al 2% para 2019, el 1,1% en 2020 y el 0,4% en 2021, alcanzándose el equilibrio en el año 2022.
Nuevamente, en febrero de 2020, el Gobierno retrasó el momento en que se alcanzaría el equilibrio presupuestario, con unas previsiones de déficit del 1,8% para el año 2020, el 1,5% en 2021, el 1,2% en 2022 y el 0,9% para 2023.
La primera mala noticia se produjo en 2018. El déficit del conjunto de las Administraciones públicas fue de 30.495 millones de euros, el 2,5% del PIB, a pesar de tener unos ingresos tributarios de 208.685 millones de euros.
La segunda, desgraciadamente, nos la acaba de dar el Instituto Nacional de Estadística, con la publicación de las Cuentas Trimestrales no Financieras de la Economía Española. La mayor parte de los organismos de previsión económica, tanto públicos como privados, habían estimado que el déficit del año 2019 se situaría en un intervalo entre el 2,1 y el 2,4% del PIB (la AIREF, el 2,2%), por encima del 2% previsto por el Gobierno. Sin embargo, se ha superado la peor de las previsiones con un déficit de 33.223 millones de euros –2.800 millones más que el año anterior–, que supone el 2,7% del PIB. Es el primer año desde 2012 en que se incrementa el déficit respecto del ejercicio anterior.
Esta situación es debida a una ralentización del crecimiento de los ingresos tributarios, de la que fueron alertando los Informes Mensuales de Recaudación Tributaria –el último, el de noviembre de 2019– que, en términos homogéneos, fue del 5,8% en 2018 y del 2,1% en 2019 respecto del ejercicio anterior, mientras se producía un crecimiento muy superior del gasto público.
Estamos comenzando una grave crisis que, al menos en el corto plazo, tendrá un fuerte impacto en las cuentas de un sector público que deberá afrontarla con un déficit creciente y una deuda pública del 95,5% del PIB, la séptima más elevada de los países de la Unión Europea, por no haber aprovechado los años de crecimiento para completar el saneamiento de las cuentas públicas.
En efecto, hasta que se ha encontrado con esa situación, el Gobierno, que no ha sido capaz de aprobar unos presupuestos en dos años, solamente pensaba en gastar y en aumentar la presión fiscal para financiar este gasto. Ya es hora de que olvide estos planteamientos, deje a un lado discursos demagógicos y asuma que, con una economía paralizada, la recaudación tributaria se va a desplomar, al mismo tiempo que se produce un importante crecimiento del gasto público.
Se han perdido dos años en una consolidación fiscal que ahora permitiría disponer de un mayor margen de maniobra para adoptar medidas imprescindibles, como la reducción de la carga tributaria sobre familias y empresas que sufren la crisis. Sin embargo, esta situación no debe servir de excusa para que el Gobierno no las apruebe. Al contrario, sin incentivos fiscales como los que se han puesto en marcha en otros países, nos enfrentamos al riesgo de una destrucción masiva del tejido empresarial, sobre todo en lo que se refiere a autónomos y pequeñas y medianas empresas, y de una depresión de la demanda interna mayor de la que se produjo en la crisis anterior. Por desgracia, las medidas que el Gobierno ha aprobado estas semanas no invitan a la esperanza.