Mentar la polarización política en Estados Unidos es ya un tópico tan manido que la coincidencia de republicanos y demócratas en algún punto resulta mucho más reseñable. Y existe: ambas candidaturas coinciden en dar rango existencial a estas elecciones presidenciales.
A comienzos de año, Donald Trump dijo en un mitin celebrado en Ohio: “Si no ganamos estas elecciones, no creo que tengamos otras en este país”. Por su parte, Kamala Harris, dirigiéndose a sus seguidores en Pensilvania, hace pocos días, sostenía idéntico criterio: “Lo que está en juego en esta carrera son los ideales democráticos por los que nuestros Fundadores y generaciones de estadounidenses han luchado. Lo que está en juego en estas elecciones es la Constitución misma”.
La retórica del desafío existencial se ha hecho habitual en los comicios norteamericanos. Cada elección se presenta como una puerta que abre o cierra la posibilidad misma del futuro para la nación. Cuando los resultados se vaticinan ajustadísimos, este factor acentúa la percepción de estar jugándoselo todo. En un escenario así, parece que la retórica apocalíptica es la más apropiada para movilizar al puñado de votantes decisivos que dirimirán la contienda. Lo decisivo de esos pocos votos magnifica la percepción de lo decisivo de la contienda. Un analista muy cualificado ha dicho recientemente: “Hay una especie de lógica visceral en la noción de que lo que está en juego es mayor cuando las elecciones están más reñidas y cuando los partidos están más amargamente divididos y polarizados. Pero no hay una lógica constitucional para ese punto de vista”.
Y es que el sistema político norteamericano se construyó para mitigar el margen de acción de las mayorías cuando son muy estrechas. A diferencia de los sistemas parlamentarios que nos resultan más familiares, donde, como en España, un partido o coalición mayoritaria adquiere todo el poder del Estado mientras conserva tal mayoría en el Parlamento, el diseño constitucional norteamericano opone entre sí múltiples centros de poder. Llevar adelante una agenda política requiere mayorías dilatadas en extensión y en el tiempo para poder elaborar, mediante un procedimiento complejo, una legislación capaz de sortear la serie de obstáculos que supone un Congreso bicameral compensado, hasta llegar a la firma presidencial. Una mayoría ajustada lo tiene más difícil para transformar radicalmente las estructuras políticas de la nación.
Esto es lo que ha venido comprobándose en lo que llevamos de siglo. Elecciones reñidas y resultados estrechos. En el último cuarto del siglo XX, el partido en el poder en la Cámara de Representantes registró, de media, una mayoría de 81 escaños. En el primer cuarto de este siglo, esa media ha sido de 34 escaños, y es probable que las próximas elecciones a la Cámara arrojen una ventaja todavía menor. En el Senado, el margen ha pasado de trece a seis escaños en el mismo período, e igualmente es probable que en el próximo Senado se acorte esa ventaja.
Con mayorías tan ajustadas es difícil abordar proyectos legislativos ambiciosos puramente de partido, ajenos a la transacción. Las leyes más significativas del siglo XXI norteamericano han ido respondiendo a distintas emergencias –los ataques del 11 de septiembre, la crisis financiera, la pandemia– y, en general, han contado con apoyo bipartidista. Las contadas excepciones (el Obamacare, por ejemplo, subsecuente a una victoria que dio a los demócratas 60 escaños en el Senado durante un breve período) han costado un alto precio al que las promovió y han sido raras.
Es cierto, sin embargo, que en el caso del mandato presidencial se gana todo el poder con independencia del margen de la victoria electoral: un presidente ganador asume todas las facultades de la presidencia sea cual fuere el tamaño de su victoria. Sin embargo, las victorias estrechas condicionan su campo de acción y suelen privarle –al repetirse lo ajustado de los resultados en los comicios congresuales– de la necesaria mayoría en las cámaras, imprescindible para provocar cambios duraderos.
Los mandatos transformadores asociados a grandes proyectos –el New Deal, la Gran Sociedad, las reformas fiscales de Reagan, la reforma de la asistencia social de Clinton, el Obamacare– no son reproducibles sin estar sustentados en amplias mayorías.
Cierto que no pueden descartarse eventos disruptivos que comprometan el propio sistema, pero debe recordarse que este cuenta con defensas constitucionales; atacar esas defensas sería atacar la propia Constitución. Eso es lo que ha venido sugiriéndose en los mensajes de ambos partidos referidos al rival respectivo.
No estamos minimizando la importancia de estas elecciones: en momentos de inestabilidad global, la presidencia norteamericana reviste una importancia decisiva. Cuenta con recursos para influir en el largo plazo: por ejemplo, nominaciones judiciales que rebasan su mandato; puede impulsar cambios radicales: los demócratas anuncian un régimen de aborto radicalmente permisivo si acabasen controlando la presidencia y ambas cámaras del Congreso; los republicanos, por su parte, anuncian una ofensiva total contra la inmigración ilegal. En esos escenarios, existiría una confrontación muy intensa, pero puede pensarse que medidas radicalmente partidistas tendrían pocas oportunidades de imponerse y resultarían, a la postre, impopulares.
Unos resultados muy ajustados, como los que se descuentan, producirán, con toda probabilidad, en lo inmediato, disputas acaloradas y tal vez el cuestionamiento del proceso electoral; a medio plazo, poca acción duradera y altos niveles de frustración partidista. Los que ganen no es probable que vean consumadas sus expectativas de máximos. Los que pierdan, lo harán por un margen estrecho y pondrán sus esperanzas en la “revancha”.
El analista político Yuval Levin ha escrito recientemente: “Tanto las esperanzas partidistas como los temores partidistas están mal dirigidos en una era de mayorías estrechas. Una elección transformadora requeriría lo que ninguno de los dos partidos ha logrado en mucho tiempo: una victoria decisiva que señale un apoyo público amplio y duradero”. Todo apunta a que los norteamericanos que sueñen con esa posibilidad tendrán que seguir esperando.