Se cumple el aniversario de aquel 7 de julio de 2005 en el que cuatro terroristas se inmolaron en Londres asesinando a 52 personas. Los terroristas eligieron una simbólica fecha atentando un día después de que la capital fuera elegida sede de los Juegos Olímpicos de 2012.
Rogelio Alonso, profesor titular de Ciencia Política, Universidad Rey Juan Carlos
Se cumple el aniversario de aquel 7 de julio de 2005 en el que cuatro terroristas se inmolaron en Londres asesinando a 52 personas. Los terroristas eligieron una simbólica fecha atentando un día después de que la capital fuera elegida sede de los Juegos Olímpicos de 2012. Hoy, la amenaza terrorista permanece, como nos recuerdan atentados y detenciones recientes en Reino Unido o en nuestro propio país. Esta persistente amenaza exige el diseño de estrategias de prevención y contención, pero también la implementación de iniciativas que las doten de verdadero contenido. La voluntad política resulta fundamental para articular y aplicar una estrategia antiterrorista multifacética que se ocupe de las diferentes dimensiones que caracterizan al fenómeno terrorista. Su diversidad es precisamente la que le confiere especial complejidad a esta parte de la política antiterrorista, requiriendo por ello considerables esfuerzos en distintos ámbitos de la Administración.
Así por ejemplo, aunque el incremento de las capacidades de inteligencia y la mejora de la coordinación han sido notables tras los atentados de Madrid y Londres, la respuesta frente al terrorismo yihadista aún manifiesta importantes lagunas. Aunque en el discurso político se insiste sobremanera en la prevención de la radicalización terrorista, a menudo se ignora que ese proceso exige ocuparse también del extremismo ideológico no violento. Ciertamente no todas las ideas radicales conducen a la violencia, pero tampoco debe ignorarse que el terrorismo requiere idearios extremistas que fanatizan a quienes justifican y perpetran actos terroristas. Aunque el extremismo ideológico constituye la raíz de conductas violentas, resulta complicado confrontarlo, pues el pensamiento radical es una manifestación legítima en sistemas democráticos. Sin embargo, la experiencia demuestra que las ideas radicales tienen consecuencias, siendo preciso intervenir en esa nebulosa entre las creencias y las acciones violentas. Si se elude la intervención en un ámbito tan delicado como necesario, se retrasa y perjudica la respuesta contra el terrorismo.
Es por ello por lo que la respuesta frente a la amenaza terrorista yihadista estará incompleta si no se contrarresta también el extremismo religioso, tanto violento como no violento, que puede favorecer el tránsito al terrorismo. Este reconocimiento no implica la demonización de creencias religiosas legítimas, pero tampoco debería ignorarse que en la interpretación más radical de aquellas y en su instrumentalización se encuentra el germen de la violencia. Las expresiones más radicales de ideologías como el nacionalismo o el islamismo coadyuvan al fanatismo político y religioso al derribar los inhibidores morales que frenan la violencia. Gracias a esos idearios radicales adquieren racionalidad y justificación, desde la lógica del fanático, macabros crímenes.
A menudo se subestima esta dimensión de la estrategia antiterrorista debido a la complejidad que entraña. La imperiosa necesidad de evitar atentados puede inducir a subrayar la respuesta policial y judicial minusvalorando un ámbito en el que los resultados parecen menos evidentes. Sin embargo, los idearios extremistas constituyen riesgos que pueden degenerar en amenazas si no reciben oportuna contestación. Los terroristas matan porque odian; y odian porque abrazan ideologías radicales y violentas que también deben ser confrontadas.